Poirot en Egipto (19 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Poirot en Egipto
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—¿Y eso es todo cuanto usted puede decirnos, madame?

—Temo que sí.

—¿Conocía usted a la señora Doyle de antes?

—No. Timoteo la conocía. Y había oído hablar mucho de ella, por medio de una prima nuestra, Juana Southwood, pero nunca le había hablado hasta que nos encontramos en Assuán.

—Debo hacerle otra pregunta, madame.

La señora Allerton murmuró con una leve sonrisa:

—Me encantaría que me hiciese alguna pregunta indiscreta...

—Es ésta: ¿Usted o su familia sufrieron alguna vez alguna pérdida económica a causa de las operaciones del padre de la señora Doyle, Melhuish Ridgeway?

—¡Oh, no! Los intereses de la familia no sufrieron nunca, excepto por una mengua...

—Muchas gracias, madame. ¿Tendría usted la bondad de rogarle a su hijo que venga?

Tim dijo frívolamente cuando su madre se le aproximó:

—¿Ya está terminado el tormento? ¡Ahora me toca a mí! ¿Qué te preguntaron?

—Solamente si oí alguna cosa anoche —respondió la señora Allerton—; pero desgraciadamente no oí nada. No acierto a comprender por qué no oí nada. Después de todo, el camarote de Linnet está muy cerca del mío; no hay más que otro, entre el de ella y el mío. Yo diría que debiera haber oído el disparo. Anda, Tim, te esperan.

Poirot le repitió la pregunta a Tim. Este respondió:

—Me acosté temprano, a eso de las diez y media, y leí un poco. Apagué la luz poco después de las once.

—¿Oyó algo después de eso?

—Oí la voz de un hombre dando las buenas noches, no muy lejos.

—Ése era yo, haciéndolo a la señora Doyle —dijo Race.

—Sí. Después de eso me quedé dormido. Luego, más tarde oí una especie de tumulto y alguien llamando a Fanthorp.

—Era la señorita Robson, cuando salió corriendo del salón de observación.

—Sí, supongo que fue eso. Y luego muchas voces distintas y después alguien corriendo por la cubierta. Y acto seguido oí al viejo Bessner gritando «¡Cuidado!» y «No vaya demasiado aprisa.»

—¿Oyó un chapoteo?

—Algo por el estilo.

—¿Está seguro de que no fue un disparo lo que oyó usted?

—Sí. Supongo que pudo haber sido... Oí el estampido de un corcho. Quizás eso fue el disparo. Tal vez imaginé el chapoteo al relacionar la idea del corcho con un líquido vertiéndose en un vaso... Sé que tuve la vaga impresión de que se celebraba alguna reunión o fiesta.

—¿Algo más después de eso?

—Oí a Fanthorp moviéndose en su camarote de al lado.

—¿Y después de eso?

—Después de eso me quedé dormido.

—¿No oyó nada más?

—Nada, en absoluto.

—Gracias, señor Allerton.

Tim se levantó y salió del camarote.

Capítulo XVI

RACE examinó pensativamente un plano de la cubierta de paseo del
Karnak
. Fanthorp, el joven Allerton, la señora Allerton. Luego un camarote vacío: el de Simon Doyle.

¿Quién estaba al otro lado de la señora Doyle? La vieja señora americana. Si alguien oyó algo debería haber sido ella.

La señora Van Schuyler entró en el camarote.

Race se incorporó e hizo una reverencia.

—Sentimos molestar, señorita Van Schuyler. Es usted muy amable. Haga el favor de tomar asiento.

La señorita Van Schuyler dijo:

—Me desagrada que se me mezcle en esto. Me incomoda.

—Muy bien, muy bien. Estaba diciendo el señor Poirot que cuanto antes tomásemos su declaración, tanto mejor sería, y así no será usted molestada más.

—Me alegro de que ustedes comprendan mis sentimientos. No estoy habituada a nada de esta clase de cosas.

Poirot dijo con tono dulce:

—Precisamente, mademoiselle. Por eso deseamos librarla de toda esta molestia lo antes posible. Ahora, usted se acostó anoche..., ¿a qué hora?

—Las diez de la noche es mi hora acostumbrada. Anoche, algo más tarde, pues Cornelia Robson, muy desconsideradamente, me hizo esperar.


Tres bien
, mademoiselle. ¿Qué oyó después de recogerse?

La señorita Van Schuyler respondió:

—Tengo un sueño muy ligero.


A merveille!
Es muy afortunado para nosotros.

—Me despertó esa joven tan llamativa, la criada de la señora Doyle, que dijo:
«Bonne nuit,
madame.»

—¿Y después?

—Me dormí de nuevo. Desperté pensando que alguien estaba en mi camarote, pero me percaté que era en el camarote de al lado.

—¿En el camarote de la señora Doyle?

—Sí. Luego oí a alguien en la cubierta y después un chapoteo.

—¿No tiene idea de la hora que era?

—Puedo decirle la hora exacta. Era la una y diez.

—¿Está segura?

—Sí. Consulté mi relojito, que está junto a mi cama.

—¿No oyó un tiro?

—No, nada de eso.

—Pero, ¿sería posible que fuese un disparo lo que la despertó?

—Es posible —admitió de mala gana.

—¿Y no tiene idea de lo que causó el ruido del chapoteo que usted oyó?

—Lo sé perfectamente.

El coronel se irguió en su asiento, alerta.

—¿Usted lo sabe?

—Ciertamente. No me gustó ese ruido de alguien merodeando cerca de mi camarote. Me levanté y fui a la puerta. La señorita Otterbourne estaba inclinada sobre el barandal. Acababa de tirar algo al agua.

—¿La señorita Otterbourne?

Race estaba realmente sorprendido.

—Sí.

—¿Está segura que era ella?

—Le vi la cara claramente.

—¿Ella no la vio a usted?

—Creo que no.

Poirot se inclinó hacia delante.

—¿Y qué aspecto tenía su cara, mademoiselle?

—Parecía muy trastornada.

Race y Poirot cambiaron una mirada rápida.

—¿Y luego? —apuntó Race.

—La señorita Otterbourne se dirigió hacia la popa y yo volví a la cama.

Se oyó un golpe en la puerta y el administrador entró. Llevaba en la mano un bulto chorreando agua.

—Lo hemos encontrado, coronel.

Race cogió el paquete. Desenvolvió pliegue tras pliegue el terciopelo mojado. De él cayó un pañuelo basto, con manchas de color rosa, envuelto en torno de una pistolita de puño de nácar.

Race lanzó a Poirot una mirada maliciosa de triunfo.

—¿Usted ve? Mi idea era acertada. Yo tenía razón. Fue tirada por la borda.

Mostró la pistola sobre la palma de la mano.

—¿Qué dice usted, monsieur Poirot? ¿Es ésta la pistola que usted vio en el hotel de Las Cataratas aquella noche?

El detective la examinó con sumo cuidado; luego dijo con voz reposada:

—Sí, ésa es. Tiene el trabajo de ornamento y las iniciales J. B., un
article de luxe
, una producción muy femenina, pero no por ello deja de ser una arma mortífera.

—Del 22 —murmuró Race. Sacó el cargador—. Dos balas disparadas. Sí, no cabe duda.

La señorita Van Schuyler tosió significativamente.

—¿Y mi estola de terciopelo? —preguntó.

—¿Su estola, mademoiselle?

—Sí, ésa es mi estola de terciopelo; la que tiene usted ahí.

Race recogió los pliegues de tejido chorreando.

—¿Esto es asunto suyo, señorita Van Schuyler?

—¡Ciertamente, es mío! —exclamó la anciana señora—. La eché de menos anoche. Pregunté a todo el mundo si la habían visto.

—¿Dónde la vio usted la última vez, señorita Van Schuyler? —preguntó Race.

—La tuve en el salón anoche. Cuando me fui a la cama, no pude encontrarla por ninguna parte.

—¿Se da cuenta usted para qué se ha usado?

La extendió, indicando con un dedo el chamuscado y varios agujeritos.

—El asesino envolvió con ella la pistola para amortiguar el ruido del disparo.

—¡Qué impertinencia! —dijo la señora Van Schuyler.

Race dijo:

—Le agradeceré que me diga, señorita Van Schuyler, el tiempo que hace que conoce a la señora Doyle y si eran íntimas las relaciones que tenía con ella.

—No tenía ninguna clase de relaciones anteriormente.

—Pero ¿usted la conoce?

—Desde luego; conocía quién era ella.

—Pero sus familias no se conocían.

—Como familia siempre nos hemos enorgullecido de ser selectos, coronel Race. Mi querida madre no habría pensado ni por asomo en visitar a nadie de la familia Hartz, quienes, aparte de su dinero, no eran nadie.

—¿Eso es todo lo que tiene que decir, señorita Van Schuyler?

—No tengo nada que añadir a lo que he dicho.

Se puso en pie y salió.

—Esa es su historia —observó Race— y no saldrá de ella. Puede ser verdad. No sé. Pero... ¿Rosalía Otterbourne? No esperaba semejante cosa.

Poirot movió la cabeza con aire de perplejidad. Luego asestó de pronto un puñetazo sobre la mesa.

—Pero esto no tiene ni pies ni cabeza —exclamó.

Race le miró.

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir que hasta un punto todo parece claro. Alguien quería matar a Linnet Doyle. Alguien oyó la escena del salón anoche. Alguien se introdujo sigilosamente allí y se apoderó de la pistola de Jacqueline de Bellefort, recuérdelo bien. Alguien mató a la señora Doyle con esa pistola y escribió la letra J en la pared. Todo está claro, ¿no es verdad? Todo apuntaba a Jacqueline de Bellefort, señalándola como la asesina. ¿Y luego qué hace el asesino? ¿Dejar la pistola de Jacqueline de Bellefort, para que la encuentre cualquiera? No, él o ella, tira la pistola, esa prueba comprometedora particular, por la borda, al agua. ¿Por qué, amigo mío, por qué?

—Es extraño —murmuró Race.

—Es más que extraño... ¡es imposible!

—¡No es imposible, puesto que ocurrió!

—No quiero decir eso. Quiero decir que la
concatenación de los acontecimientos es imposible
. Hay algo que está equivocado.

Capítulo XVII

El coronel Race miró con curiosidad a su compañero. Respetaba, tenía motivos para ello, el cerebro de Hércules Poirot. Sin embargo, por el momento, no comprendía el proceso mental del otro.

No obstante, no formuló ninguna protesta. Continuó discutiendo el asunto.

—¿Qué hay que hacer a continuación?

—Interrogar a la señorita Otterbourne.

Rosalía Otterbourne entró de mala gana. No aparecía nerviosa ni asustada; simplemente, mal dispuesta y huraña.

—Bien —dijo—, ¿qué desean?

—Estamos investigando la muerte de la señora Doyle —replicó Race.

Rosalía asintió con la cabeza.

—¿Quiere decirnos lo que hizo usted anoche?

—Mamá y yo nos acostamos temprano, antes de la once. No oímos nada de particular, excepto algo de ruido en la parte exterior del camarote del doctor Bessner. Oí la voz del alemán. Desde luego no supe de qué se trataba hasta esta misma mañana.

—¿No oyó usted un disparo?

—No.

—¿Está segura?

Rosalía le miró con fijeza.

—¿Qué quiere usted decir? Desde luego que estoy segura de ello.

—¿Y usted, por ejemplo, no fue al lado de estribor del barco y tiró algo al agua?

El rostro de la muchacha se coloreó.

—¿Hay algo que prohíba tirar cosas por la borda?

—No, desde luego que no. ¿Entonces usted lo hizo?

—No, no. No salí del camarote.

—Entonces si alguien dice que la vio a usted...

—¿Quién dice que me vio?

—La señorita Van Schuyler.

—¿La señorita Van Schuyler?

—Sí. La señorita Van Schuyler declara que se asomó a la puerta de su camarote y vio a usted arrojar alguna cosa al agua.

Rosalía dijo claramente:

—Eso es mentira —Luego, como si le asaltara repentinamente una luminosa idea, preguntó—: ¿A qué hora fue eso?

Fue Poirot quien contestó.

—Eran la una y diez, mademoiselle.

Ella movió pensativamente la cabeza. Preguntó:

—¿Vio algo más?

Poirot la miró con curiosidad.

—Ver, no. Pero oyó algo.

—¿Qué oyó?

—Alguien que andaba dentro del camarote de la señora Doyle.

—Comprendo —murmuró Rosalía.

Estaba pálida como un muerto.

—¿E insiste en decir que usted no tiró nada por la borda, mademoiselle?

—¿Por qué diablos había yo de correr de un lado a otro tirando cosas por la borda?

—Podría haber una razón... una razón ingenua.

—¿Ingenua? —dijo la muchacha vivamente.

—Eso es lo que he dicho. Sabe usted, mademoiselle, alguna cosa fue tirada por la borda anoche, por alguien que no era inocente.

Race mostró el bulto de terciopelo manchado, abriéndolo para exhibir su contenido.

Rosalía Otterbourne se echó hacia atrás.

—¿Fue con eso... con lo que la mataron?

—Sí, mademoiselle.

—¿Y usted cree que yo... yo lo hice? ¡Qué tontería! ¿A santo de qué habría de querer matar a Linnet Doyle? ¡Ni siquiera la conocía! —se echó a reír y se irguió desdeñosamente—. Todo esto es demasiado ridículo.

—Recuerde, señorita Otterbourne —dijo Race—, que la señorita Van Schuyler está dispuesta a jurar que vio su rostro claramente a la luz de la luna.

Rosalía volvió a reír.

—Esa vieja gata. Probablemente está medio ciega. No fue a mí a quien vio —hizo una pausa—. ¿Puedo marcharme ahora?

Race asintió con la cabeza y Rosalía Otterbourne salió de la habitación. Los ojos de los dos hombres se encontraron. Race encendió un pitillo.

—Eso tenemos: una contradicción rotunda. ¿A cuál de ellas hemos de creer?

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