Authors: Agatha Christie
—En realidad, todas sus emociones fueron motivadas por puro desinterés —dijo el coronel Race.
—Usted lo ha dicho, coronel.
Hubo una pausa. Race miró a Poirot. El hombrecillo se inclinó hacia delante.
—Señor Pennington, no creemos una palabra de su historia.
—¡Maldición! ¿Y qué demonios creen ustedes?
—Nosotros creemos que el inesperado casamiento de Linnet Ridgeway le puso a usted en un apuro financiero, que usted vino precipitadamente con el objeto de encontrar algún medio para salir del apuro en que se encontraba, es decir, algún modo de ganar tiempo. Que con ese propósito
in mente
, usted procuró obtener la firma de la señora Doyle para ciertos documentos, y fracasó. Que en el viaje por el Nilo, cuando caminaba usted a lo largo del acantilado de Abu Simbel, desprendió usted una roca que cayó y por un pelo no tocó a su objetivo...
«Creemos que la misma clase de circunstancias ocurrió en el viaje de vuelta, es decir, se presentó una ocasión de suprimir a la señora Doyle
en el momento en que su muerte, sin duda, sería atribuida a la acción de otra persona
. No sólo lo creemos sino que
sabemos
que fue su revólver el que mató a una mujer que estaba a punto de revelarnos el nombre de la persona que ella tenía motivos para creer que mató a Linnet Doyle y a Luisa Bourget...
—¡Maldición! —la exclamación interrumpió el chorro de elocuencia de Poirot—. ¿Qué pretende usted? ¿Está usted loco? ¿Qué motivos tenía yo para matar a Linnet? Yo no iba a recibir su dinero; éste iría a parar a manos de su marido. ¿Por qué no se mete usted con él? Él ha de beneficiarse, no yo.
Race dijo en tono glacial:
—Doyle no salió nunca del salón la noche de la tragedia hasta que fue herido en la pierna. La imposibilidad de que caminase un paso después de eso, pueden atestiguarla un doctor y una enfermera, ambos testigos de confianza e independientes. Simon Doyle no pudo haber matado a su esposa. Él no pudo haber matado a Luisa Bourget. Ciertamente, no mató a la señora Otterbourne. Usted lo sabe tan bien como nosotros.
—Yo sé que no la maté —la voz de Pennington sonaba más calmada— Todo lo que digo es: ¿por qué razón me reprocha injustamente cuando yo no me beneficio por su muerte?
—Pero, querido señor —la voz de Poirot era suave como el runruneo de un gato— eso es materia de opinión. La señora Doyle era una mujer de negocios muy hábil, conocedora de sus asuntos y muy hábil para descubrir cualquier irregularidad. Tan pronto como ella tomara el gobierno de su propiedad, lo que haría a su regreso a Inglaterra, sus sospechas tendrían que despertarse. Pero ahora que ella está muerta y que su marido, como acaba de apuntar, hereda,
el asunto es diferente
. Simon Doyle no sabe nada de los asuntos de su esposa, excepto que ella era una mujer muy rica. Es una persona de disposición confiada. Usted encontrará fácil poner unas relaciones complicadas ante él, enredar el asunto en una red de cifras y retardar la liquidación con el argumento de las formalidades legales y la reciente depresión.
Creo que significa una diferencia considerable para usted el trato con él o con su esposa.
Pennington se encogió de hombros.
—Sus ideas son fantásticas.
—El tiempo lo demostrará.
—¿Qué ha dicho usted?
—He dicho: «El tiempo lo demostrará». Éste es un asunto de tres muertes, tres asesinatos. La ley exigirá que se practique una investigación a fondo del estado de la herencia de la señora Doyle. —observó el súbito hundimiento de los hombros de Pennington y comprendió que había triunfado. Las sospechas de Jaime Fanthorp estaban fundadas. Poirot continuó—: Usted ha jugado y ha perdido. Es inútil seguir fingiendo.
—Usted no comprende —murmuró Pennington—. Ha sido esta baja de valores. Wall Street ha estado loco. Pero yo había preparado una recuperación. Con suerte, todo estaría arreglado para mediados de junio.
—Supongo —musitó Poirot— que la roca fue una súbita tentación. Usted se imaginó que no le veía nadie.
—Fue un accidente. Juro que fue una pura casualidad —el hombre se inclinó hacia delante, el rostro contraído y los ojos aterrorizados—. Tropecé y caí contra ella. Juro que fue un accidente.
Los dos hombres no dijeron nada.
—No pueden ustedes achacarme eso, señores. Fue un accidente. ¡Y no fui yo quien la mato! ¿Oyen ustedes? No pueden ustedes achacarme eso tampoco y nunca lo harán.
Cuando la puerta se cerró detrás del abogado, Race exhaló un profundo suspiro.
—Logramos más de lo que suponíamos. Una confesión de fraude. Una confesión de intento de asesinato. Es imposible ir más allá. Un hombre confesará, más o menos, haber intentado un asesinato, pero no conseguirá usted que confiese el hecho real.
—A veces puede hacerse —musitó Poirot.
—¿Tiene un plan?
El detective asintió con la cabeza. Luego dijo:
—El jardín de Assuán. Las declaraciones del señor Allerton. Las dos botellas de esmalte para las uñas. Mi botella de vino. La estola de terciopelo. El pañuelo manchado. La pistola que se dejó en el lugar del crimen. La muerte de Luisa. La muerte de la señora Otterbourne... Sí, todo está ahí. ¡Pennington no lo hizo, Race!
—¿Qué? —Race se sobresaltó.
—
Pennington no lo hizo
. Tenía el motivo, sí. Tenía la voluntad de hacerlo; de acuerdo. Llegó hasta
intentarlo
.
Mais c'est tout.
Hacía falta algo para el crimen
que Pennington no tenía
. Éste es un crimen que requiere audacia, una ejecución rápida e implacable, valor, indiferencia al peligro y un cerebro calculador e ingenioso.
Pennington no posee esos atributos.
Él no podía cometer un crimen a menos que supiese que estaba seguro. ¡Este crimen no era seguro! Pendía del filo de una navaja de afeitar.
—Creo que tiene usted razón —declaró Race.
—Eso creo. Hay una o dos cosas... ese telegrama, por ejemplo, que Linnet Doyle leyó. Me gustaría aclarar ese punto.
—¡Por Júpiter, olvidamos preguntárselo a Doyle! Nos estaba hablando de ello cuando la pobre señora Otterbourne se presentó. Volveremos a preguntárselo.
—Dentro de poco. Primeramente deseo hablar a alguien más.
—¿A quién?
—A Tim Allerton.
—¿Allerton? Bien, le traeremos —oprimió un botón y mandó al camarero con un mensaje.
Tim Allerton entró con aire interrogante.
—El camarero me dijo que usted quería verme.
—Así es, señor Allerton. Siéntese.
—¿Puedo servirle en algo? —inquirió en tono cortés, pero no entusiasta.
—En cierto sentido, quizá —respondió Poirot—. Lo que yo realmente deseo es que escuche.
—Ciertamente. Yo no soy el mejor oyente del mundo. Puede esperar de mí que diga: «¡U-a!» a tiempo oportuno.
—Eso es muy satisfactorio. «¡U-a!» será muy expresivo.
Eh bien!
; comencemos. Cuando los conocí a usted y a su madre en Assuán, señor Allerton, me atrajo su compañía muchísimo. Para empezar, declararé que su madre es una de las personas más encantadoras que jamás he conocido...
El rostro cansado se contrajo un instante, una sombra de expresión apareció en él.
—Ella es... única —dijo.
—Pero la segunda cosa que me interesó fue la mención de cierta dama.
—¿Realmente?
—Sí, una señorita, Juana Southwood. Vea usted; yo había oído mencionar recientemente ese nombre —hizo una pausa y continuó—: Durante los tres últimos años se han cometido ciertos robos de joyas que han fastidiado grandemente a Scotland Yard. Son lo que puede denominarse «robos de sociedad». El método es usualmente el mismo: la sustitución de una imitación de una joya por el original. Mi amigo el jefe inspector Japp, llegó a la conclusión de que los robos no eran obra de una persona, sino de dos que trabajaban juntas muy hábilmente. Estaba convencido, por el conocimiento íntimo que revelaban, de que los robos eran obra de personas de buena posición. Y, finalmente, su atención se enfocó sobre la señorita Juana Southwood. Todas las víctimas habían sido amigas o conocidas de ella y en todos los casos había tenido en sus manos, o le habían prestado, la joya en cuestión. También su tren de vida estaba muy por encima de su renta. Por otra parte, estaba claro que el robo, es decir, la sustitución, no había sido realizada por ella. En algunos casos ella había estado ausente de Inglaterra durante el periodo en que la alhaja había sido repuesta. Así gradualmente, una idea fue tomando cuerpo en la mente del inspector Japp. La señorita Southwood estuvo en un tiempo asociada a una Corporación de Joyería Moderna. Él sospechaba que ella manejaba las joyas en cuestión, hacía unos dibujos de todas ellas, las hacía copiar por algún joyero humilde, pero deshonesto, y que la tercera parte de la operación consistía en la sustitución por otra persona, alguien que podía probarse que nunca tuvo en sus manos las joyas y que jamás se mezcló en la operación de las copias o imitaciones de piedras preciosas. Japp desconocía absolutamente a la otra persona.
»Ciertas cosas que dijo usted en su conversación me interesaron. Un anillo que desapareció cuando usted estuvo en Mallorca; el hecho de que usted había estado en una fiesta particular, donde ocurrió una de esas sustituciones falsas y su íntima asociación con la señorita Southwood. También había el hecho de que usted, evidentemente, advirtió mi presencia e intentó que su madre fuese menos cordial conmigo. Esto, desde luego, pudo haber sido una antipatía personal, pero pensé que no era ése el caso. Usted estaba demasiado ansioso para tratar de ocultar su antipatía bajo unos modales muy cordiales.
»
Eh bien!
; después del asesinato de Linnet Doyle, se descubrió que sus perlas habían desaparecido. Comprenderá usted que al instante pensé en usted. Pero no estoy satisfecho del todo. Pues si usted trabaja, como sospecho, con la señorita Southwood, que era íntima amiga de la señora Doyle, entonces la sustitución sería el método empleado, no un robo descarado. Pero entonces se restituyen inesperadamente las perlas, y ¿qué descubro? Que las perlas no son legítimas, sino que son falsas.
»Supe entonces quién es el verdadero ladrón. Era el collar falso el que fue robado y devuelto, una imitación que usted había cambiado previamente por el collar legítimo.
Miró al joven que tenía delante. Tim estaba blanco bajo su rostro curtido. No era un luchador tan bueno como Pennington. Dijo con un esfuerzo para sostener sus maneras burlonas:
—¿De veras? Y si es así, ¿qué hice con ellas?
—También lo sé.
El rostro del joven se alteró.
—No hay más que un lugar donde puedan estar —prosiguió Poirot lentamente—. He reflexionado y mi juicio me dice que así es. Esas perlas, señor Allerton, están escondidas en un rosario que cuelga de su camarote. Las cuentas del rosario están talladas de una manera muy elaborada. Creo que usted lo mandó hacer especialmente. Esas cuentas se desenroscan, aunque nadie pensaría en tal cosa al mirarlas. Dentro de cada una de ellas hay una perla pegada con secotina. La mayoría de los investigadores policíacos suelen respetar los símbolos religiosos, a menos que haya eminentemente algo extraño en ellos. Usted contaba con eso. Procuré averiguar cómo la señorita Southwood le mandó el collar falso a usted. Debe de haberlo hecho, puesto que usted vino aquí desde Mallorca al saber que la señora Doyle estaría aquí en su luna de miel. Tengo la creencia de que fue mandado en un libro, habiéndose hecho un agujero cuadrado recortando las páginas en el centro. Un libro se remite con los extremos abiertos y prácticamente nunca lo abren en Correos.
Hubo una pausa, una larga pausa. Luego Tim dijo quedamente :
—¡Ha vencido usted! Ha sido una partida magnífica. Pero ha terminado por fin. Ya no hay nada que hacer, supongo, más que aguantar y sufrir las consecuencias.
Poirot asintió.
—¿Se da usted perfecta cuenta de que le vieron aquella noche?
—¿Que me vieron? —preguntó Tim, sobresaltado.
—Sí, la noche que Linnet Doyle murió, alguien le vio a usted salir de su camarote después de la una de la madrugada.
—Escuche —dijo Tim—, usted no cree... ¡no fui yo quien la mató! ¡Lo juro! Haber escogido precisamente esa noche... ¡Cielos, es terrible!
—Sí —asintió Poirot—, debe usted de haber pasado unos momentos angustiosos. Pero ahora que se ha descubierto la verdad, tal vez pueda ayudarnos. ¿Estaba la señora Doyle viva o muerta cuando usted robó las perlas?
—No lo sé —respondió Tim roncamente—. ¡Pongo a Dios por testigo, señor Poirot, no lo sé! Había averiguado dónde las dejaba de noche, sobre la mesita, junto a la cama. Entré con sigilo, busqué a tientas y las cogí, deposité las otras y salí. Suponía, desde luego, que ella estaba dormida.
—¿La oyó usted respirar? ¿Seguramente escucharía eso?
—Estaba muy silencioso, muy silencioso, en verdad. No, recuerdo haberla oído respirar...
—¿Notó algún olor a humo en el aire, como debería haberlo si se hubiese disparado un arma de fuego recientemente?
—No lo creo. No lo recuerdo.
—Entonces no hemos adelantado nada.
—¿Quién me vio? —preguntó Tim con curiosidad.
—Rosalía Otterbourne. Ella venía del otro lado del barco y le vio salir del camarote de Linnet Doyle e ir al suyo.
—De modo que ella fue quien se lo dijo.
—Dispense, ella no me lo dijo.
—Entonces, ¿cómo lo sabe?
—¡Porque yo soy Hércules Poirot!
¡No necesito que me lo digan!
Cuando la interrogué, ¿sabe usted lo que me dijo? Esto:
«No vi a nadie.»
Y mintió.
—Pero, ¿por qué?
—Quizá porque pensó que el hombre que ella vio era el asesino. Así parecía.
—Esto me parece mayor motivo para decirlo.
—Al parecer, ella no lo creía así.
—Es una muchacha extraordinaria —dijo Tim con una nota extraña en la voz—. Debe de haber sufrido mucho con esa madre suya.
—Sí, la vida no ha sido fácil para ella.
—¡Pobre criatura! —murmuró Tim. Se volvió hacia Race—. Bien, señor, ¿a dónde vamos a parar de aquí? Confieso haber tomado las perlas del camarote de Linnet y usted las encontrará precisamente donde ustedes dicen que están. Soy culpable Pero en lo tocante a la señorita Southwood, no confieso nada. No tiene usted ninguna prueba contra ella. Cómo llegó a mis manos el collar falso, es asunto mío.
—Una actitud muy correcta —murmuró Poirot.