La tarde de aquel sábado histórico nos comimos seis bolsas de patatas, dos de panchitos, dos de cortezas, seis de fritos. Todo eso lo regamos con unas coca-colas de la cosecha del 95 y nos vimos una película de unos niños de esos que viven al lado de un acantilado, que forman una pandilla que investiga casos criminales y que tienen una contraseña y un cobertizo y un perro al que sólo le falta hablar.
Estábamos en casa del Orejones, de izquierda a derecha tirados en el sofá: Arturo Román, yo, el Orejones y Paquito Medina, y en los dos sillones, Yihad y el Imbécil.
Yihad hacía chistes sobre esos niños y todos nos reíamos de sus contraseñas y de sus citas secretas. Estábamos en plena risa, tirándonos unos encima de otros en el sofá por lo mucho que nos gustaba burlarnos de la pandillita, cuando dijo Yihad:
—Nosotros no vamos a ser menos: tenemos que buscar un buen nombre para nuestra panda.
A los cinco minutos estábamos todos sentados buscando nombres, contraseñas y lugares secretos de reunión. Te preguntarás qué hacíamos imitando a esos de los que nos burlábamos tanto. Es una buena pregunta y sólo tiene una respuesta: no somos niños de fiar. Nunca deposites tu confianza en nosotros.
Lo que estuvo claro desde la constitución de nuestra banda es que el jefe indiscutible sería Yihad, cosa que ya sabíamos desde el principio de los tiempos, con banda o sin ella. Luego tuvimos que buscarle un nombre, y no es por tirarme el folio, pero fue a mí a quien se le ocurrió:
—Ahora que la
sita
Asunción nos hace lavarnos a tope todos los días para no morir asfixiada, podíamos llamarnos la banda de los Pies Sucios y hacer honor a nuestro nombre —diciendo esto me sentía completamente salvaje, yeah.
—Serás tú el que puedas, porque a mí desde que la
sita
dijo que olíamos putrefactamente mi madre no me deja salir si no me he lavado con estropajo todas las partes de mi cuerpo —dijo el Orejones.
—Ni a mí —dijo Paquito Medina.
La cruda realidad nos había chafado mi gran idea.
—Entonces nos llamaremos Pies Limpios —se le ocurrió al Orejones.
Le miramos de arriba abajo. ¡Pies Limpios! Una banda decente jamás se llamaría Pies Limpios. La desolación inundó el salón del Orejones.
—Bueno, qué pasa, actuaremos sólo los fines de semana, cuando podemos ser los auténticos Pies Sucios —esto lo dijo Yihad quitándose los calcetines y pisando el suelo.
Aquel fue el principio de los Pies Sucios, aquella mítica banda de Carabanchel Alto que actuaba solamente sábados y domingos, que tenía como meta en la vida luchar contra el mal, que no tenía un perro cinematográfico, pero se conformó con la
Boni
, la perra de la Luisa (a la que había que llevar en brazos porque no era exactamente una perra de acción), y que no tenía un cobertizo pero que fijó el lugar de reunión en el Árbol del Ahorcado.
Los Pies Sucios debían salir por pies de casa antes de que una madre les rompiera el hechizo de su poder con agua y jabón. Los Pies Sucios se descalzaban en la calle y pisaban el suelo sin piedad hasta conseguir unos pies terriblemente negros. Los Pies Sucios tuvieron un tesorero, que se llamaba Manolito Gafotas. A este tipo le nombraron tesorero porque era un tipo de fiar y porque tenía un cerdo-hucha libre para poder meter el dinero de la banda. El dinero de los Pies Sucios se utilizaría sólo para las misiones especiales.
La primera misión especial que el jefe de los Pies Sucios propuso fue echar a los tíos del Instituto Baronesa Thyssen del parque del Ahorcado, porque habían tomado el parque como un campo de fútbol y no dejaban a los viejos y a los niños pequeños disfrutar de las magníficas instalaciones del parque con tranquilidad (las magníficas instalaciones son un banco, dos columpios, la tierra y el propio Árbol del Ahorcado). Cuando el jefe pidió voluntarios para tan arriesgada misión nadie levantó la mano. ¿Por qué? Porque los Pies Sucios aman demasiado la vida para enfrentarse con unos tíos que gastan un 43 de pie. El jefe (Yihad) dijo que no importaba que no hubiera voluntarios porque iríamos a la fuerza.
Aquel domingo maldito los Pies Sucios salieron de sus casas, se descalzaron en el parque y se sentaron a esperar a que llegara la banda del Baronesa.
A los tres cuartos de hora aparecieron. Ni nos miraron. Empezaron a tirarse el balón como bestias. Yihad nos hizo una seña y con el miedo en el cuerpo salimos al ruedo a actuar.
Nos pusimos en mitad del parque para no dejarles jugar. Allí estábamos, descalzos: Paquito Medina, Arturo Román, Orejones, Yihad, Manolito y el Imbécil. Los Pies Sucios.
—¡Quitaos de en medio, enanos! —gritó uno de los Thyssen.
Pero como no nos quitamos siguieron jugando sobre nuestras cabezas. El balón sobrevolaba mis pensamientos. Por un momento me sentí como uno de esos pobres bolos a los que hay que cargarse en las boleras. Pensé en mis gafas, en lo poco que me habían durado estas últimas. Sólo se oía el chup-chup que hace el Imbécil con el chupete cuando está nervioso y las patadas que los del Baronesa daban al balón. Cerré los ojos porque me imaginaba que de un momento a otro un balonazo me derribaría y no quería verlo. No soy un niño masoquista. Pero cuando los abrí no era yo el que estaba en el suelo…
Había sucedido algo nuevo en la historia de Carabanchel Alto; por una vez en la vida no había sido yo el herido: el que estaba en el suelo era Yihad, que se llevaba la mano a la cara.
—La culpa la habéis tenido vosotros por molestar —dijo uno del Thyssen.
Los Pies Sucios retiraron a su jefe, que no podía abrir el ojo derecho. Los del Baronesa siguieron jugando como si nada en cuanto nos llevamos arrastrando al herido. Fue la primera baja de la banda y la última, porque el jefe decidió que ese tipo de misiones especiales eran una tontería, que en realidad la tranquilidad de los ancianos y los niños le importaba un pepino.
—¿A qué nos dedicaremos ahora? —preguntó el Orejones.
—Seremos una asociación de carácter cultural —dijo Yihad.
Así que decidimos que el dinero del cerdo-hucha se dedicaría a actividades del tipo de visitar el puesto del señor Mariano, llenar una bolsa de chucherías y ver una película en casa del Orejones.
Volvíamos a estar como siempre, pero con tesorero. Bueno, era emocionante formar parte de la Asociación Cultural Pies Sucios y compartir el dinero con tus mejores amigos. Los sábados llegábamos a casa del Orejones, nos descalzábamos y nos veíamos una película y acabábamos con nuestras existencias y las de la madre del Orejones, que es una madre de película tridimensional. Luego, ya tarde, cuando los del Thyssen habían acabado su partido y se habían ido a los billares, íbamos al parque del Ahorcado y allí jugábamos a la película. Si había sido
Robin de los Bosques
, pues a Robin; si había sido
Batman
, pues a Batman; si
Los Tres Mosqueteros
, pues a los Tres Mosqueteros (Yihad siempre tenía que ser D'Artagnan; yo tenía que conformarme con lo que me cayera. En una ocasión me tocó ser el cardenal Richelieu).
La tercera semana de vida de nuestra Asociación Cultural Pies Sucios había empezado a ocurrir una cosa muy extraña: cada vez aportábamos más dinero a la Asociación y cada vez había menos dinero. Yo había logrado disimular las pérdidas poniendo dinero de mi cerdo particular, pero llegó un momento en que los dos cerdos estaban en las últimas.
Me presenté sudando a una de nuestras sesiones en casa del Orejones. Las cuentas no me cuadraban y temía la expulsión. No pudimos comprar casi nada, pero me libré del castigo del jefe porque el Imbécil compartió su bolsa de chucherías con todo el mundo. Era una bolsa tremenda. El Imbécil iba ganando popularidad mientras yo la iba perdiendo. Se estaba convirtiendo en el protegido de Yihad. Eso era terrible para mí: era como tener al enemigo en casa.
—¿Qué haces con nuestro dinero, Manolito? —gritó Yihad.
—¡Eso! ¿Qué haces? —gritaron rodeándome mis mejores amigos.
Estaban a punto de hacerme un consejo de guerra cuando el Imbécil dijo:
—El nene compra con el cerdo.
Dicho esto, y con todo el morro del mundo, se sacó un montón de monedas del bolsillo y se las puso en la mano a Yihad con una sonrisa de oreja a oreja (y tiene las orejas muy separadas). El Imbécil había estado abriéndole la tripa al cerdo todo el tiempo, comprando por su cuenta y haciéndonos regalos con nuestro propio dinero.
Nos comimos el resto, nos vimos la película y disolvimos la Asociación. Podíamos hacer lo mismo sin asociación ni nada. Al fin y al cabo siempre éramos los mismos, jugando a lo mismo y comiendo las mismas marranadas. La diferencia: cada uno con su dinero en el bolsillo, así no habría problemas ni cuentas pendientes. Los Pies Sucios no volvieron a actuar.
Aquella tarde, cuando volví a casa, mi madre borró el último recuerdo de la Asociación poniéndome los pies debajo del grifo. De algo estaba seguro: si alguno de nosotros tenía sangre fría suficiente para dirigir una banda organizada ese era… el Imbécil.
Cuando la Luisa (mi vecina de abajo) le pidió a mi madre que si se podía quedar este fin de semana con la
Boni
, el Imbécil y yo nos pusimos encima del mueble-bar a gritar de la alegría que no nos cabía en el cuerpo.
La
Boni
es la perra de la Luisa. No es una perra de raza, es un cruce, un cruce de chuchos que se encontraron en la calle, por eso la
Boni
, al ser un cruce, es un poco rara: tiene la cabeza y el cuerpo muy gordos y las patas delgadas como las de una bailarina. Tiene el mismo tipo que la Luisa, en eso está de acuerdo todo Carabanchel. Aunque el que esté tan gorda debe de ser porque dice mi abuelo que la
Boni
, en vez de vivir como una perra, vive como una marquesa: sólo come solomillo y bombones.
Debe de ser verdad eso de que los perros se acaban pareciendo a sus amos: una vez soñé que veía a la Luisa y a la
Boni
jugando en el parque del Ahorcado y la Luisa, en vez de llevar su cabeza, llevaba la cabeza de la perra, y la
Boni
, en vez de llevar su cabeza, llevaba la cabeza de la Luisa. Bueno, pues yo me pasaba hablando con ellas todo el rato y no notaba nada raro, hasta que de repente caía en la cuenta y le preguntaba a la Luisa:
—¿Qué te ha pasado en la cabeza?
Y la Luisa, con su cara de perra, respondía:
—Es que nunca lo había dicho por vergüenza, pero yo tampoco soy enteramente de la raza humana, también soy un cruce.
Dicho esto la Luisa, con su cara de perra, se ponía a ladrar y a enseñar los dientes en señal de pelea y yo me despertaba agitado y sudando por esta terrible pesadilla.
Desde entonces, cada vez que llamo a casa de la Luisa, mientras espero a que ella abra la puerta, siento un escalofrío que me llega hasta ese lugar donde mi madre deposita sus collejas: la nuca.
Pues sí, la
Boni
no es una perra agraciada por la madre Naturaleza: es bastante monstruosa, pero la queremos mucho. Cuando nos encuentra por la escalera se tumba en el suelo con las patas para arriba para que le rasquemos las tetitas, y como está tan gorda luego tarda un rato en poder darse la vuelta para levantarse porque la
Boni
es mayor y dice la Luisa que ya no puede ni con su alma.
Un día la Luisa y mi madre se enfadaron a cuenta de la
Boni
. Fue porque pillaron al Imbécil dándole a chupar a la
Boni
su chupete. No era la primera vez que lo hacía, llevaban compartiendo el chupete mucho tiempo, pero las madres siempre son las últimas en enterarse de los vicios de sus hijos. La Luisa le arrebató a la
Boni
el chupete de la boca y le dijo: