La
sita
acepta esos tratos ilegales porque sabe que es un problemático. Un niño de la mafia de Chicago no le llega a Yihad a la suela del zapato. A mí me dio la botella de anís del Mono porque le dije que, como es el anís que bebe mi abuelo, la toco todos los días con la música del telediario. Mentira podrida: no la toco para hacer música, la toco para hacerle a mi abuelo un cóctel que se llama Palomita. Son cuatro partes de anís y dos gotas de agua. Las dos gotas de agua las echamos para que mi madre se quede más tranquila, porque ella dice que no le gustan los viejos borrachuzos.
Una vez que tuvo distribuidos los instrumentos la
sita
terminó de escribir nuestra canción en la pizarra. La canción se llamaba
La tía Melitona
, y trataba de una mujer que no podía hacer un pan porque no tenía los ingredientes necesarios:
La tía Melitona ya no amasa el pan,
le falta el agua, la harina y la sal;
y la levadura la tiene en Pamplona;
por eso no amasa la tía Melitona.
La canción es mucho más larga, pero yo te digo la parte donde se cuenta el cogollo de la cuestión.
Durante los días siguientes empezamos los ensayos. Las dos primeras frases las cantaba Mostaza, que es el niño más bajo de mi clase; por eso le tengo tanto cariño. Si no existiera Mostaza me tocaría a mí ser el más bajo, así que le estoy eternamente agradecido. A veces me siento su protector, aunque Mostaza ni se entera ni necesita que nadie le proteja. Le llamamos la Hormiga Atómica porque es un tío super-rápido y además es el que mejor canta.
Total, que Mostaza empezaba con las dos primeras frases:
La tía Melitona ya no amasa el pan,
le falta el agua, la harina y la sal…
Y luego le seguíamos los demás cantando lo de la levadura y tocando nuestros instrumentos; y para ser sincero, una vez que entrábamos a mogollón no se entendía nada.
Al principio lo hacíamos fatal, pero no nos movíamos de nuestro sitio; luego lo seguimos haciendo fatal, con la diferencia de que empezamos a pelearnos. Yihad le tiró el palo del tambor al Orejones porque decía que el Orejones tocaba tan fuerte la pandereta que no se oía su tambor. El Orejones, que es un cerdo traidor y además tiene reflejos, agachó la cabeza y el palo de tambor me dio en las gafas, yo solté la botella de anís del Mono del susto y la botella se rompió.
Aquella tarde mi abuelo tuvo que beberse cuatro palomitas para acabar su botella y que yo la pudiera llevar a la escuela. Mi abuelo hace cualquier cosa por mí. Se las tuvo que beber a espaldas de mi madre y sabiendo que más tarde o más temprano sería descubierto, porque mi madre le mide con el metro de la costura lo que ha caído en el día.
La
sita
le quitó el tambor a Yihad y se lo dio a la Susana. También le quitó la pandereta al Orejones porque el tío se había emocionado demasiado y se ponía a darse panderetazos en las rodillas y en los codos y la
sita
le dijo que dejara esas gracias para cuando estuviera en la tuna.
A los que cantaban peor la
sita
les enseñó a hacer un
play-back
y los demás protestamos enérgicamente; todos queríamos hacer un
play-back
, que es lo que hacen los cantantes que han llegado a la cima. La
sita
distribuyó los papeles una vez más; dijo que a partir de ahora no admitiría ni más broncas ni más protestas:
—¿Alguna duda?
Arturo Román, que está en su mundo, levantó la mano:
—Yo no entiendo por qué esa mujer tiene la levadura en Pamplona. ¿Es que no tiene a nadie que se la traiga a Madrid o que la mande por mensajero? Si alguien se la mandara por SEUR la levadura estaría aquí en menos de veinticuatro horas.
Los más valientes se rieron de oreja a oreja y los más cobardes nos reímos de orejas para dentro porque sabemos que a la
sita
no le gustan esos comentarios.
La
sita
le dijo a Arturo Román que se fuera de la clase un rato por gracioso. La
sita
se equivoca: no se hace el gracioso, es que su cerebro es para donarlo al Museo de Ciencias Naturales.
A la semana siguiente la profe decidió pasar a la segunda parte: el baile. Unos cantarían, otros harían
play-back
, algunos tocaríamos instrumentos y una pareja bailaría en el centro. La
sita
dijo que empezáramos a cantarla y que ella nos haría una primera demostración. Mostaza se levantó, hinchó el pecho de aire y empezó:
La tía Melitona ya no amasa el pan,
le falta el agua, la harina y la sal…
Pero le salió un tremendo gallo inesperado y todos nos matamos de risa. Algunos se cayeron al suelo. Yo me aguanté porque a mi abuelo le había sentado fatal el anís el día anterior, mi madre llevaba prohibiéndole las palomitas toda la semana y si yo rompía la botella no tendría a nadie que se bebiera otra entera.
—¿Qué ha pasado, Mostaza? —dijo la
sita
gritando entre el jaleo que se había montado.
—Que tengo un pollo,
sita
—dijo Mostaza mirando al suelo, mientras las carcajadas volvían a oírse tan fuertes como la primera vez.
—¡No se dice que tengo un pollo, hombre! —le gritó la
sita
.
—Es que no conozco otra forma de decirlo —dijo Mostaza, que seguía mirando para abajo.
—Lo que tienes es una flema, que no sabéis ni hablar. ¡Vete al baño a aclararte la garganta! —Mostaza se fue y la
sita
se dirigió a nosotros—. Y vosotros no os riáis que sois todos iguales, delincuentes.
A los tres minutos, Mostaza volvió a entrar rojo como un tomate y se colocó en su sitio. Tomó aire, carraspeó y empezó una vez más:
La tía Melitona ya no amasa el pan,
le falta el agua, la harina y la sal…
Y luego seguimos todos, gritando como posesos y aporreando los instrumentos. La
sita
empezó a bailar como una loca una especie muy rara de jota. Estaba emocionada y daba brincos en el aire. Todos habíamos empezado a cantar mucho más lento porque estábamos bastante alucinados. Nunca habíamos asistido a un espectáculo semejante con las piernas descontroladas por los aires. Yo, personalmente, nunca la había visto levantar los pies del suelo. Sólo para andar, claro. Arturo Román, que seguía expulsado, abrió lentamente la puerta y preguntó:
—¿Qué hace?
No supimos responderle. Entonces, en uno de esos brincos mortales, la
sita
perdió los pies, o por lo menos no los encontró a la hora de ponerlos en el suelo, y cayó de culo. Nos pusimos enfermos de la risa. Yihad empezó a imitar la forma en que la
sita
se había caído y luego seguimos los demás, tirándonos en picado. De repente, oímos a la
sita
decir con voz muy baja y sin levantarse del suelo:
—Decidle al conserje que venga.
Entre el conserje y tres profesores tuvieron que llevarse a mi
sita
porque mi
sita
está bastante gorda. Cuando vimos que la montaban en una ambulancia nos quedamos un poco cortados.
Ahora ya hace dos semanas que no tenemos
sita
propia. Nos cuida el señor Solís, el conserje, y la
sita
nos manda los deberes desde el hospital. Es que se rompió la cadera.
Esta tarde mi abuelo Nicolás y el señor Solís, el conserje, nos llevaron a verla. Está en una habitación con dos señoras que también están gordas, pero eso ha sido casualidad; no es que en los hospitales pongan a las gordas en habitaciones separadas.
La llevamos unas flores y una caja de bombones que nos comimos entre todos (incluso a ella le tocó uno). Luego le dijimos que cerrara los ojos. Cuando los abrió, todos estábamos en nuestros puestos, con los instrumentos, y el Orejones y Jessica la ex-gorda en el centro, de pareja de baile. El Orejones fue elegido por votación entre todos los chicos para bailar, porque nunca se cae: las orejas le hacen mantener el equilibrio, y Jessica la ex-gorda entre todas las chicas porque a ella no le importa que en las vueltas de la jota se le vean las bragas, y a las otras sí.
Mi abuelo dijo:
—
¡One, two, three!
Y Mostaza, la Hormiga Atómica, carraspeó para ahuyentar a las terribles flemas y empezó a cantar la historia de la tía Melitona. Los demás seguimos, sin pegarnos, sin gritar, sin ser como somos siempre. A la
sita
se le empezaron a escapar bastantes lágrimas. Nos aplaudió mucha gente: las enfermeras, las otras dos gordas y un camillero. El conserje nos puso en fila para darle un beso de despedida a la
sita
, y ella dijo:
—Bueno, delincuentes, a ver qué hacéis en mi ausencia.
Y ahí se quedó, sola. Me recordó a la tía Melitona, que también debe de ser soltera como mi
sita
, porque si tuviera familia no llevaría tantos años esperando a que alguien le mande la dichosa levadura desde Pamplona. Por una vez, Arturo Román tenía razón.
La
sita
volvió. Llevaba un bastón y se movía por los pasillos del colegio arrastrando la pierna. Eso le daba un aspecto bastante aterrador, como esas mujeres enormes de las películas que tienen secuestrados a cientos de niños inocentes y dedican su vida a torturarlos en masa y les amenazan con el bastón y luego se ríen con unas carcajadas que hacen temblar los muros de su mansión diabólica.
Me he pasado un poco de rosca, lo reconozco. La realidad era algo distinta. Las carcajadas de mi
sita
no podían oírse porque mi
sita
volvió completamente ronca. Nos explicó el señor Solís que en el hospital le habían metido un tubo mortífero por la garganta para que no se ahogara mientras la estaban operando y que eso la había dejado sin habla.
—¿Pero después de que le quitaron el tubo la
sita
Asunción escupió sangre?
Éste que preguntaba era el Orejones, que le encantan todas las cosas de enfermedades mortales y quirófanos. La última redacción que nos puso la
sita
de tema libre la hizo sobre una autopsia. El que contaba la historia era el muerto. Cuando la empezó a leer en voz alta en clase Arturo Román empezó a llorar porque le daba terror. El Orejones fue enviado sin más preámbulos a la psicóloga a que tomara medidas drásticas. Y en ese capítulo de la terapia lo tenemos.
A lo que iba, que la
sita
volvió sin poder decir esta boca es mía, pero con mucha emoción de volver a vernos. Yo estoy seguro de que no quería perderse ese último mes del curso en el que se ponen las notas. Ella no hubiera soportado la idea de que fuera otra la encargada de escribir en nuestro boletín los suspensos. Es su
hobby
. A otras personas les gusta el fútbol, a otras el cine, a mi
sita
estampar ceros, aunque dice, con mucha tristeza, que en el mundo actual los ceros no están de moda y hay que poner:
el niño no progresa adecuadamente
. Bueno, mi
sita
se conforma. Algo es algo.
Abrió la puerta de la clase y nos dedicó una sonrisa con todos sus dientes, o sea, una gran sonrisa. Se acercó cojeando hasta la pizarra y escribió:
¿QUÉ TAL DELINCUENTES?
Y todos dijimos:
—¡Muy bien,
sita
!
Y borró su primer mensaje y volvió a escribir:
ESTA SEMANA, COMO NO PUEDO GRITAR,
OS PONDRÉ TRABAJOS EN CLASE.