—¿Todo bien? —se interesó Wallander—. ¿Has decidido adónde irás de viaje?
—Aún no. Pero ya lo haré.
La conversación con Linda le proporcionó un soplo de energía que le permitió regresar con renovadas fuerzas al montón de papeles. A las once y media, Ann-Britt Höglund se presentó en la puerta.
—Me voy a casa —anunció—. Hay una serie de detalles que quisiera discutir con vosotros mañana.
—Pues los discutimos —afirmó Wallander.
—Intentaré llegar antes de las ocho. Podemos comenzar el día con una nueva visita a Larstam —propuso ella.
—Bueno, lo visitaremos en cuanto podamos —le dijo Wallander.
La colega se marchó y, cinco minutos más tarde, también Wallander se levantó, sacó un manojo de ganzúas de uno de los cajones del escritorio y abandonó el despacho.
Había tomado la decisión mientras esperaban en el rellano de la escalera. Si ella no quería participar, forzaría la puerta él solo.
En efecto, había algo en la figura de Ke Larstam que lo inquietaba. Y él quería descubrir qué era.
Regresó, pues, a la calle Harmonigatan. Faltaban nueve minutos para la medianoche. Había comenzado a soplar una suave brisa del este, en la que Wallander percibió el vago anuncio del frío invernal, y se dijo que tal vez la oleada de calor había comenzado a remitir.
Llamó al portero electrónico. Las luces del piso superior seguían encendidas y, según pudo comprobar, procedentes de las mismas ventanas. Al no recibir respuesta, empujó la hoja de la puerta y empezó a subir las escaleras.
Tenía la impresión de haber vuelto a un punto de partida, a aquella noche en que, en compañía de Martinson, subió al apartamento de Svedberg. Una sensación de repentino malestar lo hizo estremecerse. Aplicó el oído a la puerta. Todo estaba en silencio. Abrió el buzón con gran cautela, pero no vio nada salvo una leve rayita de luz. Llamó al timbre manteniendo el dedo pulsado. Aguardó y llamó de nuevo. Transcurridos cinco minutos, sacó una de las ganzúas.
Y fue entonces cuando empezó a examinar la cerradura. Al principio, no sabía muy bien qué era aquello, pero después cayó en la cuenta de que se hallaba ante el sistema de cierre más complejo de cuantos había visto jamás.
Ke Larstam era una persona que se preocupaba mucho por que su casa permaneciera bien cerrada.
Wallander comprendió que nunca lograría forzar aquella puerta con sus ganzúas. Pero lo que en un principio se le antojó una ocurrencia inspirada, ahora se había convertido en algo acuciarte.
Dudó tan sólo un instante, antes de tomar el teléfono móvil y marcar el número de Nyberg.
Le respondió una voz irritada que no le permitió albergar ninguna duda; había despertado al técnico.
—Necesito tu ayuda —pidió Wallander.
—¿No querrás decir que ha vuelto a suceder? —rugió Nyberg.
—No, no hay más muertos —lo tranquilizó—. Pero necesito que me ayudes a forzar una puerta.
—¡Vaya! Para eso no necesitas a ningún técnico como yo, que yo sepa.
—En este caso, sí.
Nyberg gruñó pero, dado que ya se había despertado, escuchó la descripción que Wallander le ofrecía de la cerradura y tomó nota de la dirección. Nyberg prometió que acudiría, de modo que Wallander bajó en silencio la escalera, pues prefería esperar al técnico en la calle y, allí mismo, explicarle toda la historia. Wallander sabía que Nyberg protestaría: en aquel caso, el vocerío estaba garantizado.
Por otro lado, era consciente de que estaba a punto de hacer algo que, en realidad, no debía.
Nyberg llegó diez minutos más tarde; llevaba puesto el pijama bajo el abrigo, según pudo vislumbrar Wallander. Tal como él había previsto, el técnico empezó a protestar de inmediato.
—No puedes ir por ahí forzando las puertas de la gente cuando te venga en gana —le regañó.
—Sólo quiero que abras la puerta. Después, podrás marcharte. Yo asumo toda la responsabilidad, y puedes estar seguro de que no le diré a nadie que has estado aquí.
Nyberg no daba su brazo a torcer, pero Wallander insistió. Finalmente, logró que Nyberg accediese a subir la escalera. El técnico examinó la cerradura con detenimiento.
—Nadie te creerá —aseguró—. Nadie creerá que hayas podido abrir esto tú solo.
Acto seguido, se puso manos a la obra.
A la una menos diez de la noche, la puerta cedió por fin.
Lo primero que le llamó la atención fue el olor.
Entró en el vestíbulo, permaneció totalmente inmóvil, a la escucha, y lo percibió enseguida. Nyberg se había quedado fuera. Aquel olor lo envolvió con pesadez.
Después comprendió que era consecuencia de la escasa ventilación. Simplemente, el apartamento había permanecido cerrado tanto tiempo que el aire estaba viciado hasta un extremo insoportable.
Wallander le indicó a Nyberg que entrase. Al principio, éste se mostró reacio, pero entró finalmente en el vestíbulo y cerró la puerta tras de sí. Wallander le ordenó que le aguardase mientras él se adentraba en el piso, que constaba de tres habitaciones y una pequeña cocina. Daba la impresión de estar limpio y bien cuidado, y Wallander pensó que aquello contrastaba llamativamente con el aire enrarecido.
La puerta de uno de los dormitorios se distinguía de las demás, pues parecía de factura especial. Cuando Wallander la empujó para abrirla, observó que era muy gruesa y le recordó a aquellas que había visto en los estudios de radio, cuando, en alguna que otra ocasión, había sido entrevistado. Una vez dentro, comprobó que había algo extraordinario en todos los detalles de la habitación. En efecto, no había ventanas. Las paredes eran tan gruesas como la puerta y sólo había una cama y una lámpara por todo mobiliario. La cama estaba hecha y la colcha puesta, pero advirtió que había permanecido alguien echado. Le llevó unos momentos comprender el porqué del aspecto de la habitación, hasta que cayó en la cuenta de que estaba insonorizada. Oyó el motor de un coche que se aproximaba por la calle y cerró la puerta enseguida: el ruido del vehículo dejó de percibirse. Inmerso en profundas reflexiones, salió del dormitorio para inspeccionar por segunda vez el resto del piso. Lo que esperaba encontrar era, ante todo, una fotografía del sujeto que habitaba aquel apartamento, pero no halló ninguna. El individuo se rodeaba de orden y de pulcritud, y un buen número de estanterías estaban llenas de figuras de porcelana y otros objetos de decoración. Sin embargo, no había una sola fotografía. Wallander permaneció unos minutos en medio de la sala. Una sensación de profundo malestar, muy distinta a la que había experimentado al principio, empezó a adueñarse de él. Se trataba, ciertamente, del remordimiento por haber cometido un delito, por haber entrado por la fuerza en un hogar que en absoluto le incumbía. Excepción hecha del aire viciado, todo indicaba que allí vivía alguien pacífico y pulcro. De pronto, sintió que debía abandonar el apartamento lo antes posible.
Y, no obstante, algo lo retuvo.
Se acercó hasta donde se encontraba Nyberg, que seguía aguardándolo.
—Cinco minutos —le aseguró—. No tardaré más.
Nyberg no respondió, así que Wallander volvió a adentrarse en el apartamento. Quería inspeccionar los armarios que hubiera. Halló tres, que abrió uno tras otro. En los dos primeros encontró sólo ropa de caballero. Y, a punto ya de cerrar también el tercero, vislumbró algo que llamó su atención. Retiró unas perchas de las que colgaban sendas camisas, para acceder al fondo del armario, que era muy profundo. Introdujo la mano en el hueco y sacó una de las perchas que allí se ocultaban y de la que colgaba un vestido rojo. Perplejo, nervioso, sostuvo el vestido en la mano. Puso sus cinco sentidos en lo que estaba haciendo. Revisó metódicamente los cajones de las cómodas, tanteó con la mano los rincones y debajo de los ordenados montones de ropa interior masculina. La sensación de apremio, de que le quedaba poco tiempo, aumentaba a medida que transcurrían los segundos. Entonces halló lo que buscaba: ropa interior femenina discretamente oculta. Regresó a los armarios, gateando ahora por su interior, hasta hallar también zapatos de señora, siempre tratando de volver a dejarlo todo en su sitio. En aquel momento, Nyberg entró en la sala de estar y Wallander vio que estaba colérico. O tal vez asustado.
—¡Ha pasado ya casi un cuarto de hora! —barbotó—. ¿Puedes decirme qué demonios estamos haciendo aquí?
Wallander no respondió, concentrado como estaba en encontrar algún escritorio que, concluyó, no existía. Sin embargo, sí había un pequeño secreter que, no obstante, estaba cerrado con llave. Fue en busca de Nyberg, que enseguida reanudó sus protestas.
Wallander lo interrumpió y le ofreció la explicación más escueta que se le vino a la mente.
—Louise vive en este apartamento —aclaró—. La mujer de la fotografía que hallamos en el apartamento de Svedberg. La mujer de Copenhague, ésa que no existe, vive aquí.
—¡Pues podías habérmelo dicho antes! —exclamó el técnico.
—Ya, pero no lo sabía —se excusó Wallander—. De hecho, no lo he sabido hasta ahora. ¿Crees que podrías abrir el secreter sin que se note?
Nyberg no tardó en forzar la cerradura y pudieron bajar el tablero. En no pocas ocasiones había pensado el inspector que el trabajo de la policía consistía en alimentar unas expectativas que nunca se cumplían. En realidad, tiempo después, Wallander nunca fue capaz de precisar qué era exactamente lo que esperaba hallar detrás de aquel tablero. Sin embargo, sí podía afirmar que, desde luego, no era lo que en aquel momento tenía ante sí.
Una funda de plástico llena de recortes de periódico, todos relacionados con la investigación del crimen, incluida la necrológica de Svedberg, que Wallander ni siquiera había visto hasta entonces.
Nyberg aguardaba a unos pasos de distancia.
—Aquí hay algo que creo que debes ver —le habló lentamente Wallander—. Así comprenderás por qué nos encontramos en este apartamento.
Nyberg avanzó unos pasos y, al contemplar el hallazgo, se quedó de piedra. Se cruzaron una mirada elocuente.
—Ahora sólo podemos hacer dos cosas —resolvió Wallander—. O nos retiramos y dejamos la casa bajo vigilancia, o hacemos unas llamadas y empezamos a poner patas arriba el apartamento ahora mismo.
—Piensa que lleva ocho muertos —le recordó Nyberg—. Es decir, que tiene armas y es peligroso.
Wallander ni siquiera había reparado en eso. La decisión fue inmediata: mantener vigilado el edificio. Nyberg cerró el secreter. Wallander vio que había algunos vasos sucios en la cocina y se metió uno en el bolsillo, no sin antes envolverlo en un trozo de papel. Estaba a punto de salir de la cocina cuando descubrió una puerta trasera. Cuando se acercó, comprobó que estaba entreabierta.
Una violenta oleada de pánico lo sacudió de pronto. Pensó en la posibilidad de que, de repente, alguien abriese la puerta y se plantase ante él apuntándole con un arma. Sin embargo, nada sucedió. Con mucho sigilo abrió la puerta y vio que la escalera posterior del edificio estaba desierta. Nyberg salía ya del apartamento por la otra puerta, y Wallander lo siguió. Una vez en el rellano, aplicaron el oído, pero todo estaba en silencio. Nyberg cerró la puerta de entrada con sumo cuidado y examinó el marco con una linterna.
—Hay algunos arañazos, pero nadie los notará, a menos que se ponga a buscarlos —afirmó.
Wallander pensó en la puerta trasera, que había encontrado entreabierta. Sin embargo, decidió no revelarle al técnico lo que pensaba. Al menos por el momento.
Salieron a la calle solitaria. Nyberg había aparcado su coche junto al teatro. Ya en el vehículo, se dirigieron en silencio a la comisaría. Era la una y media.
—¿A quiénes sugieres que llamemos? —inquirió Nyberg cuando entraron en la recepción.
—A todos —comentó Wallander—. Thurnberg y Lisa Holgersson incluidos.
—¿Y la vigilancia de la casa?
—Nada de coches patrulla. Sólo vehículos civiles y personal consciente de que esto va en serio. Cuando hayan llegado todos, ya decidiremos quiénes vigilarán la casa.
Se repartieron las llamadas y Wallander salió a la carrera por el pasillo, camino de su despacho. El primero a quien llamó, el primero al que deseaba en su puesto, fue a Martinson.
Durante los diez minutos que siguieron tuvo ocasión de hablar con unos cuantos colegas somnolientos que no tardaban en ir resucitando de su estado letárgico tan pronto como comprendían el alcance de sus palabras. Martinson fue el primero en presentarse, seguido de Ann-Britt Höglund y del resto del grupo, uno tras otro.
—He tenido suerte —se congratuló la colega—. Mi madre está aquí de visita.
—Volví a la calle Harmonigatan —le reveló Wallander—. Sentía que no podía esperar.
A las dos y catorce minutos estaban todos reunidos. Wallander echó una ojeada alrededor de la mesa y no pudo por menos de preguntarse de dónde habría sacado Thurnberg el tiempo necesario para aparecer con aquel nudo de corbata tan perfecto. Les refirió, pues, lo sucedido brevemente.
—¿Cómo se te ocurrió meterte allí en plena noche? —quiso saber Hanson.
—Ya sabes que no tengo mucha fe en mi intuición —repuso Wallander—. Pero en esta ocasión, no falló. —Se había sacudido el cansancio y se hallaba dispuesto a hacer del grupo de investigación un equipo que no cejaría hasta atrapar al asesino—. Ignoramos dónde se encuentra en estos momentos —sostuvo—. Pero la puerta trasera estaba entreabierta y, si tenemos en cuenta que la puerta de entrada estaba cerrada a cal y canto, creo que nos oyó y que se marchó a toda prisa. En otras palabras, sabe que le vamos pisando los talones.
—Lo que quiere decir que no es muy probable que vuelva —apuntó Martinson.
—De eso no podemos estar seguros, pero dispondremos vigilancia en la calle. Equipos de dos hombres con un mínimo de dos coches de refuerzo en las calles aledañas. —Wallander dejó caer pesadamente las manos sobre la mesa—. Es un sujeto peligroso —les advirtió—. Todos debemos ir armados.
Hanson y uno de los policías de Malmö se pusieron en marcha para hacerse cargo de la primera guardia, acompañados de Nyberg, que les indicaría cuál era el edificio en cuestión y comprobaría si se había producido algún cambio en las luces de las ventanas.
—Hay que llamar a Rydsgård y despertar a Kjell Albinsson —prosiguió Wallander—. Y pedirle que venga. Enviaremos un coche que lo recoja.
Nadie tenía la menor idea de quién era Albinsson, de modo que Wallander tuvo que darles una breve explicación antes de proseguir.