Pisando los talones (23 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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Acto seguido se marchó a Ystad. Estaba muy hambriento y tenía la boca seca, por lo que se detuvo a tomar algo en un puesto de hamburguesas que había en la calle de Malmövägen. Mientras aguardaba su comida, se tomó una gaseosa. Comió, como de costumbre, a toda prisa, y se llevó una botella de litro de agua mineral.

Era consciente de que necesitaba tiempo para pensar. En la comisaría corría el riesgo de que lo distrajesen. Salió, pues, de la ciudad, aparcó junto al hotel de Saltjöbaden y se apeó del coche. Había refrescado, pero encontró un rincón resguardado en el que, además, por alguna extraña razón, habían abandonado un viejo trineo en el que se sentó, con los ojos entornados.

«En algún lugar tiene que haber una clave, una puerta que nos permita atravesar este muro», se dijo. «Un punto de contacto que paso por alto o que, sencillamente, no consigo identificar». Repasó todas las ideas que se le habían ocurrido y cuanto había sucedido hasta el momento. No obstante, y pese a sus esfuerzos, todo aquel asunto seguía antojándosele oscuro y desconcertante. Se preguntaba qué habría hecho Rydberg en su lugar. Mientras Rydberg vivió, Wallander siempre pudo acudir a él para pedirle consejo. Solían dar un paseo por la playa o sentarse en algún despacho, por la noche, y hacían cábalas hasta que llegaban a algo a lo que aferrarse. Pero Rydberg ya no estaba. Wallander ni siquiera era capaz de recordar el tono de su voz. Sólo oía silencio.

A veces tenía la sensación de que Ann-Britt Höglund podía convertirse en su nueva interlocutora, pues sabía escuchar tan bien como Rydberg y no dudaba en atreverse a discurrir por derroteros inesperados hasta dar con esa puerta que los llevaría a franquear el muro…

«Es posible que resulte. Ann-Britt es una buena policía. Pero todo lleva su tiempo», concluyó.

Con algo de dificultad, se incorporó del trineo y echó a andar hacia el coche.

«Tan sólo una peculiaridad distingue este caso de todos los demás casos de asesinato: el hecho de que aparezca gente disfrazada por todas partes», se dijo. «Svedberg va por ahí haciendo preguntas sobre fiestas de gente disfrazada. Tenemos una fotografía de unos jóvenes también disfrazados.

»En definitiva, disfraces y más disfraces».

Hacia las seis, ya estaba de vuelta en la comisaría. Contaba con que Ann-Britt regresaría de Trelleborg hacia las siete.

Hanson y Martinson acababan de salir a comer y el inspector supuso que habrían ido a casa de Martinson, pues eso solían hacer cuando trabajaban juntos.

Wallander sabía que la jornada sería larga. En cuanto todos estuviesen reunidos, cerrarían las puertas y se pondrían manos a la obra. Se quitó la chaqueta y llamó al hospital. Al cabo de un buen rato logró que lo pusieran con un médico que lo informó de que las constantes vitales de Isa Edengren se habían estabilizado y que la chica se recuperaría satisfactoriamente.

El inspector conocía al médico, pues ya habían coincidido en algún caso anterior.

—A ver, revélame la parte que no te está permitido revelar. ¿Fue tan sólo un grito de socorro o un intento serio de suicidio?

—Tengo entendido que fuiste tú quien la encontró, ¿no es así? —inquirió el médico.

—Cierto.

—Bien, permíteme entonces que lo diga con algo de diplomacia: fue una suerte que la encontrases y que no tardases mucho más en llegar.

Wallander comprendió el alcance de sus palabras. A punto estaba de colgar cuando se le ocurrió otra pregunta.

—¿Sabes si alguien ha ido a verla o ha preguntado por ella?

—Como comprenderás, no está para visitas.

—Sí, me hago cargo. Pero me pregunto si alguien ha querido verla o ha llamado interesándose por su estado.

—No lo sé, pero voy a ver si me entero.

Wallander se mantuvo a la espera al tiempo que rebuscaba en sus bolsillos la nota en la que Lundberg había escrito los números de teléfono de sus padres en España y en Francia.

Entretanto, volvió el médico.

—No, nadie ha estado aquí, ni tampoco han preguntado por ella. Por cierto, ¿quién informará a sus padres?

—Nosotros nos encargaremos de eso.

Wallander colgó el auricular antes de volver a descolgar para marcar el primero de los números, sin saber a cuál de los dos países estaba llamando. Contó hasta quince señales de llamada, colgó y marcó el segundo número. Una mujer respondió casi de inmediato. Wallander se identificó y ella se presentó como Berit Edengren.

El inspector le relató lo ocurrido mientras ella lo escuchaba en silencio. Wallander no podía dejar de pensar en el joven Jörgen, el hermano de Isa. Trató de pintarle las cosas sin demasiado dramatismo, pese a que un intento de suicidio era algo muy serio, algo que ni podía ni debía ocultarse.

La mujer pareció reaccionar con serenidad.

—Hablaré con mi marido. Como es natural, sopesaremos la conveniencia de regresar a Suecia.

«¡Pues sí que quiere a su hija!», se indignó Wallander.

—Espero que le hagas ver que podía haber tenido un final trágico —añadió la mujer.

—Sí, pero, por suerte, no ha sido así. Y eso es algo de lo que debemos alegrarnos.

Wallander le dio el teléfono del hospital y el nombre del médico. Por el momento, decidió no preguntarle nada sobre Svedberg. Sin embargo, necesitaba aclarar algunos puntos sobre la fiesta de San Juan en la que Isa iba a participar.

—La verdad, Isa no es muy comunicativa —repuso ella—. Desde luego, yo no sabía nada de esa fiesta.

—Tal vez se lo dijo a su padre.

—Lo dudo mucho.

—Supongo que conoces a Martin Boge, a Lena Norman y a Astrid Hillström.

—Sí, son amigos de Isa.

—¿Mencionó algo tu hija acerca de adónde irían sus amigos la noche de San Juan?

—No.

—Esta pregunta es más importante de lo que puede parecer. Por favor, piénsalo bien antes de contestarme. ¿No mencionó ningún lugar?

—Tengo muy buena memoria. Isa no dijo ni una palabra sobre eso.

—¿Recuerdas si tenía algún disfraz en casa?

—¿Y por qué es eso tan importante?

—Porque lo es, y punto —la conminó Wallander—. Responde a mi pregunta.

—Yo no curioseo en sus armarios.

—¿Alguien tiene aquí, en Suecia, algún juego de llaves de la casa?

—No, pero hay uno en el canalón derecho, aunque Isa no lo sabe.

—Tampoco creo que su hija las necesite en los próximos días —replicó el inspector antes de formularle una última pregunta—: ¿Comentó Isa si planeaba salir de viaje este verano, después de San Juan?

—No.

—De haberlo planeado, ¿os habría dicho algo?

—Sólo si hubiese necesitado dinero, cosa que le ocurre continuamente.

El inspector apenas si lograba dominarse ya.

—Podéis estar seguros de que volveremos a llamaros —prometió antes de colgar el auricular con rabia, mientras reparaba en que seguía sin saber si había llamado a España o a Francia.

Fue al comedor a buscar una taza de café y, al regresar al despacho, recordó que le quedaba otra llamada por hacer. Buscó el número. En esta ocasión, al contrario de lo que le había ocurrido en los intentos anteriores, sí obtuvo respuesta.

—¿Bror Sundelius?

—Sí, soy yo —respondió sin titubear un hombre mayor.

Wallander se identificó, y estaba a punto de empezar a hablar de Svedberg cuando el hombre lo interrumpió.

—Hace mucho que esperaba que me llamase la policía. Se me antoja extraordinario que hayan tardado tanto tiempo.

—Lo cierto es que he llamado varias veces, pero nadie contestaba. ¿Por qué esperaba que nos pusiésemos en contacto con usted?

Sundelius contestó sin vacilar:

—Karl Evert no tenía muchos amigos. Yo era uno de ellos, así que di por sentado que se pondrían en contacto conmigo.

—¿Para qué?

—Eso lo sabrá usted mejor que yo.

«Cierto», admitió Wallander. «Este director de banco jubilado está en sus cabales, pese a la edad».

—La verdad es que me gustaría que nos viésemos —sugirió Wallander—. Aquí o en su casa. Mañana por la mañana, si puede ser.

—Como ya no trabajo, ahora estoy que me subo por las paredes —confesó Sundelius—. Dispongo de todo el tiempo del mundo, aunque ese tiempo discurre inútilmente. Puede venir cuando quiera, aquí, a Vädergränd, a partir de las cuatro y media de la mañana. Estoy mal de las piernas. ¿Cuántos años tiene usted?

—Pronto cumpliré cincuenta.

—En ese caso, sus piernas estarán más ágiles que las mías. Además, a esa edad, es conveniente moverse. De lo contrario, no tardan en aparecer los problemas de corazón. O de azúcar.

Wallander lo escuchaba atónito.

—¿Sigue usted ahí? —preguntó Sundelius.

—Sí. Sigo aquí. ¿Le parece bien mañana a las nueve?

A las siete y media estaban todos en la sala de reuniones. Lisa Holgersson había llegado poco antes, en compañía del fiscal que había de sustituir a Per Kesson durante el otoño, mientras éste se encontraba en Uganda. Después de sopesar los pros y los contras durante muchos años, Per Kesson había decidido pedir una excedencia. Ahora trabajaba para la Comisión Internacional de Refugiados y llevaba ya ocho meses fuera. De vez en cuando le escribía a Wallander alguna carta en la que lo ponía al corriente de su vida y le comentaba en qué medida aquel cambio tan radical de entorno y de trabajo estaba influyendo en él.

Unas veces, el inspector lo echaba de menos, aunque no se podía decir que los hubiese unido ningún lazo de amistad. Otras veces, la valentía de Per Kesson, que había sido capaz de romper con su vida anterior, suscitaba en él una vaga envidia; se preguntaba si él podía ser otra cosa que policía. Pronto cumpliría los cincuenta. El tramo final se acortaba a pasos agigantados, y Wallander sentía que se precipitaba hacia el desenlace a un ritmo desenfrenado.

El fiscal sustituto se llamaba Thurnberg y era oriundo de la zona de Örebro. Wallander no había tenido mucho contacto con él, ya que se había incorporado a su puesto en Ystad a mediados de mayo. Era unos años más joven que Wallander, se mantenía en forma y era rápido de reflejos. Por el momento, el inspector no sabía si le gustaba o no.

Y es que, la verdad, de vez en cuando Thurnberg daba la impresión de ser bastante soberbio.

Wallander dio unos toquecitos en la mesa con un lápiz sin dejar de mirar a su alrededor. La silla de Svedberg seguía vacía, y se preguntó cuándo llegaría el día en que alguien la empezase a utilizar.

Confiaba en que Björklund, el primo de Svedberg, regresase de Copenhague en cualquier, momento a lo largo de la tarde, y empezó por informarles del hallazgo del telescopio y de las ideas que ese hallazgo había suscitado en él.

—Nosotros hemos mantenido una pequeña conversación poco antes de la reunión —intervino Martinson—. El hecho es que he descubierto algo muy curioso con respecto a ese grupo de jóvenes, o así lo veo yo. No hay ni un solo diario. Les pregunté a los demás padres, y nada. Ninguno de estos jóvenes parece haberse dedicado a escribir su diario. Ni siquiera hemos encontrado una agenda.

—Más aún —añadió Hanson—, tampoco hemos hallado ninguna carta.

—Sí —terció Ann-Britt—. También yo me he llevado esa impresión, como si estos jóvenes hubiesen ido eliminando cualquier huella que pudiese conducirnos hasta ellos.

—¿Qué hay de los jóvenes que habéis visitado hoy, los de la otra fotografía? ¿Ocurre lo mismo con ellos?

—Lo mismo, sí —aseguró Martinson—. Quizá debamos presionarlos un poco más para sonsacarles más detalles.

—Bien, recapitulemos —dijo entonces Wallander—. Isa Edengren está recuperándose poco a poco. Un día de estos también podremos hablar con ella, pero hasta que eso ocurra hemos de tener en mente dos circunstancias: la primera, que ha cometido un intento serio de suicidio; la segunda, que, hace unos años, su hermano Jörgen se quitó la vida, tras escribir una nota en la que, en términos bastante duros, les pedía a sus padres que se fuesen al infierno.

Martinson hojeó sus notas y se disponía a decir algo cuando llamaron a la puerta y apareció un agente que le hizo un gesto a Wallander.

—Björklund está en casa —explicó. Wallander se levantó.

—Iré yo solo, pues no se trata de una detención —dijo Wallander—. Continuaremos cuando yo regrese.

Nyberg también se había levantado.

—Creo que debería ver ese telescopio cuanto antes —propuso.

Así pues, ambos salieron para Hedeskoga en el coche de Nyberg. El coche camuflado de la policía los aguardaba en el cruce. Wallander salió del vehículo y cruzó unas palabras con el policía que estaba al volante.

—Llegó hace veinte minutos —explicó el agente—, en un Mazda.

—Bien, ya podéis volver a la comisaría.

—¿No nos quedaremos a vigilarlo?

—No, no es necesario —les aseguró Wallander, y volvió al coche—. Está en casa —le dijo a Nyberg—. No hay la menor duda.

Aparcaron a la entrada del jardín de Björklund. Por una ventana abierta salían a raudales acordes de un ritmo sudamericano. Wallander llamó al timbre y el volumen de la música descendió. Björklund les abrió en pantalones cortos.

—Tengo que hacerte de inmediato un par de preguntas.

—¡Ah! Ahora comprendo el porqué.

—¿El porqué de qué?

—Del coche que vi apostado en el cruce.

Wallander asintió.

—Sí, vine a verte antes, pero no estabas. Y mis preguntas no pueden esperar.

Björklund los hizo pasar. Wallander le presentó a Nyberg.

—Hubo un tiempo, en mi lejana juventud, en que consideré la posibilidad de convertirme en técnico criminal —aseguró Björklund—. Me resultaba atractiva la idea de dedicar mi vida a interpretar pistas.

—Es una actividad menos apasionante y con menos aventuras de lo que uno cree —indicó Nyberg.

Björklund lo miró perplejo.

—Yo no hablo de aventuras, sino de vivir la vida como descubridor de senderos.

Permanecieron de pie a la entrada de aquella enorme habitación. Wallander se dio cuenta de que Nyberg contemplaba con pasmo el interior de la casa.

—Bien, iré directo al grano —irrumpió Wallander—. Ahí fuera, en el jardín, tienes un trastero. Y en el interior de ese trastero, bajo una lona, hay algo que a mí me parece que es un telescopio. Quiero saber si podría tratarse del telescopio que hemos echado en falta en el apartamento de Svedberg.

Björklund, atónito, preguntó:

—¿Un telescopio? ¿En mi trastero?

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