Pisando los talones (17 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaca

BOOK: Pisando los talones
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—Ya, bueno. Todavía no sabemos si ha sido un robo.

—¿Qué otra cosa pudo ser?

—Eso no lo sé. En fin, ahora tengo que irme. Tengo una entrevista con Ylva Brink. Por cierto, hemos acordado reunirnos mañana a las nueve.

Se fue a su despacho y halló sobre la mesa una nota de Lisa Holgersson: quería verlo lo antes posible. Wallander marcó su extensión telefónica sin recibir respuesta. Con no poca dificultad, logró al fin conectar la suya propia con recepción, pero Ebba ya se había marchado, así que colgó el auricular y se puso en contacto con la central de alarmas.

—Lisa ya se ha marchado —le hizo saber el policía responsable de la centralita.

Wallander tomó la determinación de llamarla más tarde. Luego salió a la recepción y se dispuso a esperar hasta que, minutos después, Ylva Brink apareció en la puerta. De camino a su despacho, el inspector le preguntó si quería un café, pero ella, tras darle las gracias, lo rechazó.

Por una vez, Wallander había decidido usar una grabadora. No le gustaba; por un lado, el susurro que emitía la cinta le producía la sensación de que alguien no autorizado estuviese a la escucha. Y por otro lado, sabía que podía desviar la atención de Ylva. Sin embargo, en esta ocasión no deseaba perderse ni una sola palabra; además, quería que alguien le transcribiese la grabación para poder cotejar sus propias notas con la transcripción. El inspector le preguntó a Ylva Brink si le molestaba que grabase la conversación. Ella le aseguró que no.

—Bien, esto no es ningún interrogatorio —la tranquilizó Wallander—. Es más bien una charla para evocar recuerdos. Lo que ocurre es que la grabadora conserva los recuerdos mejor que yo.

Las bobinas empezaron a girar. Eran ya las siete y diecinueve minutos.

—Viernes 9 de agosto de 1996 —comenzó Wallander—. Entrevista con Ylva Brink. Caso: muerte del inspector de policía Karl Evert Svedberg, presunto homicidio o asesinato.

—¿Qué otra cosa podría ser? —inquirió ella.

—Hay ocasiones en que la policía se expresa con un exceso de formalismo —explicó Wallander, sorprendido de lo intrincado de sus propias palabras—. Ya han pasado varias horas —prosiguió—. Has tenido tiempo de meditar, de preguntarte por qué ocurrió. Aunque, en el fondo, un asesinato sólo tiene sentido para quien lo comete.

—Aún me cuesta creer que haya sucedido de verdad. Hace unas horas estuve hablando con mi marido, pues es posible llamar al barco vía satélite. Él creía que yo deliraba. Y justo entonces, mientras se lo estaba contando a otra persona, tomé conciencia de que había ocurrido realmente.

—Claro, comprendo que habría sido mejor que hubiésemos esperado un poco antes de celebrar esta entrevista, pero no es posible. Hemos de atrapar al asesino a la mayor brevedad. Y nos lleva una ventaja que se acrecienta a medida que pasa el tiempo.

Ylva parecía estar esperando la primera pregunta no meramente introductoria.

—Hablemos de una mujer llamada Louise —empezó Wallander—. Una mujer con la que Karl Evert supuestamente estuvo viéndose de forma regular durante muchos años. ¿Llegaste a conocerla?

—No.

—¿Ni siquiera oíste hablar de ella?

—No.

—¿Cuál fue tu reacción la primera vez que saqué a relucir su existencia?

—Que no existía.

—¿Y qué piensas ahora?

—Que es probable que sea cierto, pero que me resulta incomprensible.

—Karl Evert y tú sin duda hablasteis de mujeres alguna vez, de por qué no se casó. ¿Qué solía decir en esos casos?

—Que era un soltero incorregible. Y que se encontraba a gusto así.

—¿Nunca notaste nada extraño cuando lo comentabais?

—Algo, ¿como qué?

—Pues que titubease, o que pareciese que estaba mintiendo.

—No. Lo que decía siempre sonaba muy convincente.

Wallander creyó notar, por un instante, cierta inseguridad en el tono de Ylva Brink.

—Me ha dado la impresión de que estabas pensando en algo… —se atrevió a insinuar Wallander.

—Bueno, sí, alguna vez se me ocurrió pensar que tal vez fuese diferente… —contestó Ylva al cabo de unos segundos.

—¿Te refieres a que fuese homosexual?

—Sí.

—¿Cómo se te ocurrió tal cosa?

—¿Te parece descabellado?

En realidad, al propio Wallander se le había cruzado esa idea por la mente en alguna ocasión.

—No, me parecería de lo más natural.

—Un día salió el tema, hace ya bastantes años —recordó Ylva—, creo que fue la Nochebuena en que cenamos en mi casa. Y no surgió hablando de las cosas de Karl, sino a propósito de otra persona que ambos conocíamos. Recuerdo que su condena fue sorprendentemente violenta.

—¿Condenaba al amigo homosexual?

—A todos los homosexuales. Una situación harto desagradable, pues siempre creí que era bastante liberal.

—¿Qué ocurrió después?

—Nada. Nunca más volvimos a hablar del asunto.

Wallander reflexionó un instante.

—¿Tienes idea de cómo podríamos dar con el paradero de la mujer llamada Louise?

—No.

—Puesto que él casi nunca salía de Ystad, debe de vivir aquí o, al menos, no muy lejos.

—La verdad, no lo sé.

Ylva Brink miró el reloj.

—¿A qué hora tienes que estar en el hospital?

—Dentro de media hora. No me gusta llegar tarde.

—Igual que Karl Evert. Era un hombre muy puntual.

—Sí, lo sé. ¿Qué era lo que solían decir de él…? Que se podía poner el reloj en hora con sólo ver lo que estaba haciendo. Era muy estricto en sus horarios.

—Dime cómo era en realidad.

—Eso ya me lo has preguntado con anterioridad.

—Pues te lo pregunto otra vez. ¿Qué clase de persona era?

—Amable, era una persona amable. No sabría precisar más. Era una persona amable capaz de enfadarse por nada, aunque no muy a menudo. También era tímido y cumplidor. Seguro que aburrido, para muchos. Un hombre que no se hacía notar. Algo lento, quizá. Pero no un necio.

A Wallander le pareció una buena descripción de Svedberg. Si se lo hubieran preguntado a él, habría enumerado más o menos los mismos rasgos.

—¿Quién era su mejor amigo?

Su respuesta le sorprendió.

—Creo que eras tú.

—¿Yo?

—Eso solía decir él. Que Kurt Wallander era su mejor amigo.

Wallander enmudeció de asombro. Fue una respuesta del todo inesperada. Para él, Svedberg era un colega como los demás. Nunca se habían relacionado en su vida privada, y tampoco se habían hecho confidencias íntimas. Rydberg sí había sido su amigo. Entre Ann-Britt Höglund y él estaba creándose, de forma paulatina, una relación de amistad. Pero con Svedberg, jamás.

—La verdad, me resulta increíble —confesó al cabo—. Yo nunca tuve esa idea.

—No, pero eso no impide que él sí te viese a ti como a su mejor amigo.

—No, claro que no.

Wallander creyó atisbar la inmensa soledad en que había vivido Svedberg. En medio de esa soledad, bastaba sólo una condición para considerar que había una amistad: simplemente, no habían sido enemigos.

Se quedó mirando fijamente la grabadora y, transcurrido un instante, se obligó a continuar.

—¿Tenía otras amistades? ¿Alguien cuya compañía frecuentase?

—Bueno, estaba en contacto con una asociación que se dedicaba al estudio de la historia de los indios americanos, pero se comunicaban casi exclusivamente por carta. Creo que se llamaba Indian Science, pero no estoy segura.

—Eso es algo que podemos averiguar. ¿Nadie más?

Ylva reflexionó un momento.

—En alguna ocasión mencionó a un director de banco retirado. Vive aquí, en el centro de Ystad. A veces iban juntos a contemplar las estrellas.

—¿Cómo se llama?

Tras otro momento de reflexión, ella respondió.

—Sundelius. Bror Sundelius. Pero no lo conozco personalmente.

Wallander anotó el nombre en su bloc.

—¿Ninguna otra persona?

—Sólo mi marido y yo.

Wallander cambió de tema.

—¿Recuerdas haber notado algún cambio durante los últimos meses? No sé, si había dado muestras de preocupación, de falta de concentración.

—No, salvo lo que me confesó acerca de su cansancio por el trabajo.

—Sin embargo, no llegó a explicarte por qué, ¿verdad?

—No.

Wallander cayó en la cuenta de que había otra pregunta, consecuencia lógica de la anterior.

—¿Te sorprendió que te confesase que estaba cansado?

—No, en absoluto.

—Es decir, que a ti sí te confiaba cómo se sentía.

—Por cierto, hay algo más. Tendría que haber pensado en ello antes, cuando me pediste que te lo describiese —observó ella—. Svedberg era bastante hipocondríaco. Al menor dolor se preocupaba en exceso. Si pillaba un catarro, enseguida pensaba que había contraído una grave infección vírica. Creo que le tenía pánico a las bacterias y a los virus.

A Wallander, por un instante, le pareció estar viéndolo. Recordó que iba a los servicios a todas horas para lavarse las manos, y que evitaba a quienes estaban constipados.

Ella volvió a mirar el reloj. Se les acababa el tiempo.

—¿Sabes si poseía algún arma?

—No, que yo sepa.

—¿Hay alguna otra cosa en la que estés pensando en este preciso momento y que pueda ser importante?

—Lamento su muerte. Tal vez no fuese una persona extraordinaria, pero voy a echarlo de menos. Era la persona más honrada que jamás conocí.

Wallander apagó la grabadora antes de acompañar a Ylva Brink hasta la recepción. Por un instante, sintió lástima por ella.

—¿Cómo me las voy a arreglar con el entierro? —imploró de pronto—. Sture opina que lo mejor que puede hacerse con los muertos es esparcir sus cenizas al viento, sin más ceremonia y sin la presencia de ningún sacerdote. Pero yo sé lo que a él le habría gustado.

—¿Dejó testamento?

—No, o al menos no me lo comentó. Si hubiera redactado uno, me lo habría dicho.

—¿Tenía alguna caja fuerte en el banco?

—No.

—¿Eso también te lo habría dicho?

—Sí.

—Como es natural, sus compañeros de la policía asistiremos al entierro —le dijo Wallander—. Hablaré con Lisa Holgersson sobre el asunto y le pediré que se ponga en contacto contigo.

Ylva Brink desapareció a través de las puertas de cristal de la comisaría. Wallander regresó a su despacho. Había aparecido otro nombre, Bror Sundelius, director de banco retirado. Buscó su número en el listín de teléfonos y comprobó que vivía en la calle Vädergränd, en pleno centro. Anotó su número de teléfono. Después se puso a pensar en la entrevista con Ylva Brink. ¿Qué era lo que le había revelado exactamente? ¿Había algún dato que no conociese de antemano? La mujer llamada Louise seguía siendo un secreto bien guardado. «Muy bien guardado», se repitió Wallander. «Ésa es la mejor manera de describirlo».

Anotó sus reflexiones en el bloc. ¿Por qué mantener a una mujer en secreto durante tantos años? Ylva Brink le había hablado acerca del violento rechazo que Svedberg había manifestado a propósito de los homosexuales, de su horror a los virus, y de un director de banco jubilado con el que se veía de vez en cuando para contemplar las estrellas a medianoche. Wallander dejó el bolígrafo y se echó hacia atrás en la silla. «Nada cambia», se dijo. «En líneas generales, la imagen que tengo de Svedberg es la misma que tenía cuando vivía, salvo por la existencia de esa mujer llamada Louise. Nada hay que nos conduzca a una posible explicación de su muerte».

Se le antojó de pronto que las cosas empezaban a perfilarse, que cobraban mayor claridad y transparencia. Svedberg no se había presentado en el trabajo porque ya estaba muerto. Había sorprendido a un ladrón que le disparó antes de huir llevándose su telescopio. Era un drama fruto de la casualidad, un drama banal y terrible.

Simplemente, no podía haber otra explicación.

Eran ya las ocho y diez. Wallander llamó a casa de Lisa Holgersson. Precisamente, ésta lo buscaba para hablar con él del modo en que el Cuerpo de Policía habría de participar en el entierro, por lo que Wallander le indicó que se pusiese en contacto con Ylva Brink. Después, lo informó de lo ocurrido a lo largo de aquella tarde. Asimismo, le confesó que se sentía cada vez más inclinado a creer que Svedberg había caído víctima de un ladrón muy agresivo, quién sabe si bajo los efectos de alguna droga.

—El director general de la Policía llamó para transmitirnos su pésame y su preocupación —comentó ella.

—¿Por ese orden?

—Sí, por fortuna.

El inspector le explicó que habían acordado reunirse al día siguiente a las nueve, y le prometió mantenerla informada si acontecía algo significativo durante la noche. Cortó la comunicación y después marcó el número del ex director de banco, Sundelius, pero nadie atendió la llamada, y tampoco pudo dejar ningún mensaje, pues no había contestador automático.

Se sintió entonces indeciso, sin la menor idea de cómo proseguir, acuciado por la impaciencia. Sabía que no le quedaba más remedio que esperar. Esperar el informe de los forenses y los resultados de la investigación técnica.

Volvió a sentarse ante el escritorio, rebobinó la cinta y escuchó con atención la entrevista con Ylva Brink. Cuando acabó toda la grabación, se recreó pensando en las últimas palabras de la comadrona: Svedberg había sido, por encima de todo, un hombre honrado.

—Creo que veo gato encerrado donde no lo hay —sentenció en voz alta—, cuando lo que debo hacer es perseguir a un criminal que ha cometido un asesinato.

En ese momento llamaron a la puerta. Era Martinson.

—Hay un par de periodistas impacientes aguardando en la recepción, a pesar de la hora que es.

Wallander hizo una mueca de disgusto.

—No tenemos ninguna novedad de que informar.

—A mí me parece que les va a dar igual lo que sea, nuevo o no, con tal de que les digamos algo.

—¿Por qué no intentas librarte de ellos? Promételes que convocaremos una rueda de prensa en cuanto sepamos algo más.

—¿Acaso has olvidado que hemos recibido órdenes de las altas esferas de mantener buenas relaciones con los medios de comunicación? —ironizó Martinson.

No, no lo había olvidado. Les habían llegado varias circulares de la Dirección General de la Policía en las que se les exhortaba a intensificar y mejorar el contacto con los medios de comunicación. Bajo ninguna circunstancia debían rechazar a los periodistas. Muy al contrario, debían dedicarles tiempo y prestarles la mayor atención.

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