Erica lo ve.
—Ahí está, ya llegó.
Diletta:
—Sí, él ha hablado, Fabio Fobia, el de las grandes verdades. El gurú.
—¿Lo habéis oído? Están pasando mi disco por la radio…
Niki interviene.
—Faltaría más… Te has hecho un disco tú solito. Le has hecho gastar un montón de dinero a tu padre y has obligado a un pringao de Radio Azurra 24 amigo tuyo a ponértelo de vez en cuando.
—Mi amigo no es un pringao.
—Quizá no, pero todo lo demás es cierto.
—¿Y qué? ¿Qué tiene de malo?
Niki resopla.
—Nada. Dejémoslo. ¿Se puede saber qué has venido a hacer? ¿No tuviste bastante con lo del otro día con mi amigo? No hiciste más que demostrar lo que siempre te he dicho.
—¿El qué?
—Que yo tenía razón, que puedes escribir todas las canciones que quieras, pero hay cosas que deberías saber decir con el corazón. Llegar a las manos para reconquistar a una chica… menudo poeta… —Niki se le acerca con cara de mala hostia—. Te lo jugaste todo con aquella gilipollez. Tú jamás volverás a tenerme, ni siquiera como amiga.
Fabio se aparta.
—Y a mí qué. No te digo. Yo puedo tenerlo todo de la vida. Yo no soy como el viejo ese… Le has caído del cielo y no te suelta porque tiene miedo. Los años pasan. Sabe que no le quedan tantas oportunidades.
Niki mira a sus amigas. Ellas la miran a su vez. Permanecen todas en silencio. Tan sólo Olly parece nerviosa. Fabio continúa.
—Piensa que yo hasta me he tirado una Ola.
Niki lo mira boquiabierta.
—Sí, puede que te parezca raro, pero he «surfeado» con una de tus amigas fieles.
Niki las mira a todas. Diletta. Erica. Olly. Se detiene un poco más sobre esta última. Olly baja un poco la mirada, parece abochornada. Fabio se da cuenta.
—Muy bien, Niki, lo has adivinado. ¿Lo ves…? Cuando quieres, sabes darte cuenta de las cosas tú solita.
Olly mira a Niki. Una mirada triste. Disgustada. Busca ayuda en los ojos de su amiga.
—No le creas, Niki. Es un gilipollas, quiere meter cizaña entre nosotras.
Fabio sonríe y se les sienta al lado.
—Claro, claro. Son gilipolleces. ¿Quieres que te explique los detalles, Niki? Quieres que te hable de todos sus lunares, tiene uno en particular en un lugar extraño. ¿O quieres que te hable de su tatuaje, quieres que te diga cómo es y dónde lo tiene?
Olly insiste.
—No le hagas caso, Niki, por favor. Es su palabra contra la mía. Cualquiera puede haberle hablado de mi tatuaje. Lo único que pretende es hacernos daño.
Niki levanta la mano.
—Ok, ok… Ya vale, Fabio. Vete. Independientemente de lo que haya podido pasar, tú ya no me interesas. Y si hubiese sucedido, mejor todavía. Confirma aún más lo que pensaba.
Fabio se levanta y la mira.
—¿Qué?
Niki sonríe.
—Que eres un gilipollas. Eres malvado, inútil, sólo sabes hacer daño, eres un parásito que vives la vida pensando que es una guerra. Como esos que dicen «cuantos más enemigos, más honor». Pero ¿sabes una cosa? Para hacerse un enemigo no se necesita nada. Mejor dicho, hasta es fácil… Basta con ser un lelo, como tú. En cambio, el verdadero honor estriba en saber hacerse un amigo. Tienes que querer, ser querido, currártelo, ser leal, ser amado… y eso es mucho más difícil, más trabajoso. —Se acerca a Olly. Le sonríe—… Pero también más hermoso.
Fabio mueve la cabeza. Se monta detrás del ciclomotor de su amigo.
—Vámonos, va, que estas tías parecen bobas. Esto parece el festival de los buenos sentimientos y de la hipocresía.
Niki sonríe.
—¿Ves como no te enteras de nada? Nosotras no somos bobas, somos Olas.
Una semana más tarde. Todo está más claro y hasta el cielo parece más azul. Alessandro está en su despacho. Llega la secretaria.
—Un señor pregunta por usted.
—Gracias, hágalo pasar. —Alessandro se sienta en el escritorio. Sonríe al verlo entrar. Tony Costa. Parece más delgado que la última vez que lo vio—. Ha adelgazado.
—Sí, mi mujer me ha puesto a dieta. Bien, aquí tiene la información que me pidió. He conseguido las notas, a todas les ha ido bastante bien en Selectividad. Pero naturalmente ninguna de ellas conoce todavía el resultado. Niki Cavalli ha sacado un notable.
Bien, piensa Alessandro. Estará contenta, no esperaba tanto y encima yo estuve a punto de acabar de hundirla.
—En cambio, su número de teléfono ha cambiado, todavía no he averiguado el nuevo. Se va dentro de dos días con sus amigas. —Tony Costa hojea un bloc de notas que tiene en la mano—. Aquí está, con las Olas, sí… se llaman así, y se van a Grecia. Santorini, Rodas, Mikonos e Íos. —Tony Costa guarda su bloc—. Sólo tiene que preocuparse por esta última, la llaman la isla del amor.
Alessandro sonríe.
—Gracias. ¿Cuánto le debo?
—Nada… basta con el anticipo. Este trabajo ha resultado incluso demasiado fácil.
Alessandro acompaña a Tony Costa hasta el ascensor.
—Espero que nos veamos otro día por otros motivos. Usted me resulta simpático.
—Gracias, usted también.
Alessandro se queda allí mientras las puertas del ascensor se cierran. Después regresa a su despacho. Está a punto de entrar cuando llega Andrea Soldini.
—¡Alex! ¡No tenías que haberlo hecho!
Alessandro se acerca a su sillón, se sienta y sonríe.
—No ha sido nada… Sólo un detalle.
—¿Y le llamas detalle a eso? ¡Me has hecho una pasada de regalo! ¡Un Macintosh McWrite Pro, rapidísimo además…! ¿Por qué lo has hecho?
—Quería darte las gracias, Andrea… Tú me has ayudado mucho.
—¿Yo? Pero ¡si todas las ideas se te ocurrieron a ti, las fotos, el eslogan, esa chica además! ¡Niki es perfecta! ¿Has visto los carteles? Están ajustando los colores para Italia, pero estoy seguro de que quedarán muy bien. ¡Es una publicidad simple pero genial!
—Sí, en el extranjero ha funcionado muy bien. Ya veremos cuando salga aquí.
—¿Que muy bien en el extranjero? Si parece que el caramelo se ha agotado en todo el mercado internacional. ¡Ha arrasado por todas partes! ¡Tú has arrasado!
—De todos modos, no quería darte las gracias por eso, o mejor dicho, también por eso…
—¿Y por qué entonces?
—Te he regalado ese ordenador para agradecerte el mail que me enviaste… amigo mío… O mejor: «amigo verdadero».
Andrea se siente morir.
—Pero yo…
—No ha sido tan difícil. Conocías a Marcello. Trabajabas con Elena. Tenías acceso a su ordenador por trabajo. Y, sobre todo, Niki te caía simpática. Fue enviado a las veinte y cuarenta y cinco desde un ordenador de nuestra empresa. El otro día, en la oficina, sólo quedabais Leonardo y tú. Y no creo que a él le preocupe mi felicidad. De modo que… fuiste tú.
—¿No tenía que haberlo hecho?
—¿Bromeas? Antes me sentía culpable y ahora me siento feliz. ¡Disfruta de tu ordenador! Pero por favor, ocurra lo que ocurra, si quieres ser «mi amigo verdadero»… ¡no me envíes e-mails!
—Ah, jefe. Entonces hay otra cosa que me gustaría decirte.
Alessandro lo mira perplejo.
—¿Debo preocuparme?
—No, no creo… O al menos eso espero. ¿Te acuerdas de la historia del atajo? ¿La persona que tenía en el equipo adversario que nos iba informando de sus ideas?
—Sí, ¿qué?
—Me parece justo que lo sepas. Era Alessia. Prefería verte ganar, aunque a ella la transfiriesen a Lugano y tú te quedases en Roma.
—Nunca lo hubiese imaginado. ¿Cómo está?
—Mejor… —Andrea Soldini está un poco azorado—. Hemos empezado a salir.
—¡Genial! —Alessandro se le acerca y lo abraza—. ¡¿Ves como al final hay alguien que sabe apreciarte?!
Y otra noche más. Noche profunda. Noche de gente alegre. Noche de luces, sonidos, claxon, fiesta. Noche que pasa demasiado rápido. Noche que no pasa nunca. Desilusión. Amargura. Tristeza. Desesperación. Demasiadas cosas para meterlas en una sola noche. No importo una mierda. No importo una puta mierda. Para ella no importo una mierda, nunca le he importado una mierda. Mauro corre con su ciclomotor. Sin casco. Sin gafas. Sin nada. Lágrimas. Y no sólo por el viento. Mierda, mierda, mierda. La única poesía que es capaz de componer, la única rima, la única música fácil de tocar, simple, de periferia. Música de rabia y de dolor. Música de mal de amores. Corre y no sabe adónde ir. Y llora y solloza y no se avergüenza. Corre, moto, corre. Quiero acabar con todo. Sigue así, por la tangencial, sigue perdiéndose en una ciudad que ya no siente suya, que no le pertenece. ¿Por qué, joder? ¿Por qué? Me siento demasiado mal. Demasiado. Me cago en tus muertos, Paola. Eres una hija de puta. Una grandísima hija de puta. Y en medio de la desesperación, un pensamiento gracioso, más bajo, más infantil. En esos días el tipo no ha podido tocarla. Le había venido eso. Y se ríe. Magro consuelo. Y un poco más sereno conduce en la noche. Abandona la tangencial. Aminora un poco. Hace zigzaguear el ciclomotor, saliendo y entrando de la raya blanca a medio pintar que hay en el desnivel creado por el asfalto recién echado. El ciclomotor baja y continúa por los adoquines. Tin tin tin. El ruido de la rueda al pasar sobre esas piedras, perdido en el silencio de ese asfalto gris, y arriba de nuevo. Tin tin tin. Y sigue, un tonto juego metropolitano de quien no tiene ganas de pensar. No pensar. No pensar. Mauro suelta un largo suspiro y luego exhala todo el aire hacia arriba. Y otra inspiración aún más larga y de nuevo el aire fuera. Ya está. Se siente mejor. Sí, se siente mejor. Continúa conduciendo. Se sube a un puente para cambiar de sentido. Al fondo de la carretera hay dos putas. Le vienen al encuentro. Una se levanta la falda, cortísima por delante y le muestra el pubis desnudo. A la luz de la farola se adivinan unos pelos ralos. Cansados, hartos de respirar humo y contaminación. La otra, con botas altas, de un rojo brillante, se da la vuelta y se inclina, mostrándole las nalgas, blancas, firmes. Mauro describe una curva con su ciclomotor, las roza, intenta darles una patada. Sin más, para divertirse. Pero las dos polacas no entienden ese tipo de diversión. Y gritan palabrotas en su lengua. Una coge una piedra y se la arroja. Nada. No tiene puntería. La piedra va a parar al borde de la carretera. Seguramente, piensa Mauro, no pasaron su infancia en la caseta de tiro al blanco del parque de atracciones. Él sí. Se entretenía con el dinero de su padre disparándole a una estúpida bolita de ping pong que flotaba en una palangana transparente. Si todo iba bien, volvía a casa con una bolsa de agua con un pez rojo dentro. Que acabaría en el inodoro antes de una semana. Mauro da un bandazo con su ciclomotor, gira y se baja del puente, desapareciendo en la noche. Las dos putas se quedan allí, soportando el frío de la noche frente a una fogata hace tiempo apagada, a la espera de un cliente al que vender un poco de sexo mientras llega el amor verdadero. Porque todos buscan el amor verdadero. Sin tener que venderlo o comprarlo. Pero a lo mejor no pasa por allí jamás.
Mauro sonríe para sí mientras regresa a su casa. Joder, a la morena esa que me ha enseñado el culo me la hubiese tirado. Me he empalmado. Maldita sea, no tengo un puto euro. Y vuelve a caer en una desesperación absurda. Repentinas imágenes confusas. Paola. Paola cuando la conoció. Paola en una fiesta. Paola desnudándose. Paola riéndose. Paola la primera vez. Paola con él bajo la ducha aquel día que no había nadie en casa. Paola en la montaña aquella vez, las únicas vacaciones juntos. Aquellas breves vacaciones. Unas pequeñas vacaciones de un día en una habitación de hotel. Con aquellos ricachones que hacían
snowboard
, él mucho mayor que ella. El vino blanco. La cena bajo las estrellas. Paola. ¿Dónde estará en estos momentos? ¿Dónde estará mañana? ¿Dónde estará en mi vida? Y de repente vuelve a desesperarse. Se pierde. Piensa, recuerda, sufre. Ha agotado las lágrimas. Y casi la gasolina. Joder, ¿cuándo fue la última vez que le eché? Hoy tenía el depósito lleno. De improviso se da cuenta de que está debajo de su casa. Pero no tiene ganas de subir. No tan pronto. Tiene miedo de encontrarse a alguien despierto. De escuchar preguntas, de tener que dar respuestas. De modo que pasa de largo con un hilo de gasolina. Se detiene poco después. Se baja, le pone la cadena al ciclomotor y está a punto de entrar en un pub. El único que está abierto hasta tarde por esa zona. Pero qué digo. Es todavía temprano. Mauro mira su reloj. Son las once. Pensaba que era más tarde. Las noches que hacen daño no pasan nunca. Empuja la puerta del pub. Una mano se le apoya en el hombro.
—Hola, tronco, ¿qué haces por aquí? —Gino, el Mochuelo, aparece ante él.
—Tus muertos, me has asustado.
—¿Entramos? Vamos a beber algo, te invito a lo que quieras, como en los viejos tiempos. —El Mochuelo coge a Mauro por el brazo sin esperar su respuesta. Se lo lleva para dentro y lo empuja casi contra un taburete que hay en la esquina del fondo. Después se deja caer también él, frente a Mauro y de inmediato levanta el brazo para hacerse ver por la chica que está detrás de la barra—. ¿Tú qué quieres?
Mauro, tímido.
—No lo sé. Una cerveza.
—Qué va, vamos a tomarnos un whisky, que aquí tienen uno que está de muerte. —Y vuelto hacia la chica de nuevo—: Eh, Mary, tráenos dos de lo mismo que me tomé anoche. Pero bien cargaditos, ¿eh? No te me hagas la agarrada… y sin nada. —Después se acerca a Mauro, se extiende casi hacia él con los brazos por delante, apoyados en la pequeña mesa de madera—. Anoche me metí una botella entera entre pecho y espalda. —Se vuelve de nuevo hacia Mary—. Esperé a que terminara y la acompañé hasta casa con un coche. —El Mochuelo se acerca a Mauro y hace un gesto con los dedos de la mano, haciéndolos girar sobre sí mismos, como diciendo «lo choricé»—. Aparcamos debajo de su casa. Jo, con la preocupación de que la pasma clichase el coche y encima con la botella que me había bajado, aquí el amigo estuvo a punto de gastarme una broma de mal gusto. —El Mochuelo se toca entre las piernas—. Menos mal que me metí otro lingotazo y se recuperó… Bueno, qué quieres que te diga, el mejor polvo de los dos últimos años.
Justo en ese momento, llega Mary con dos vasos y la botella.
—Pero no bebáis demasiado. —Mira a Gino y le sonríe—. Beber es malo.
El Mochuelo levanta la cabeza y le sonríe también.
—Sí, pero al final sienta bien, ¿eh?
Mary, risueña, menea la cabeza y se aleja con su falda ajustada, un poco sudada, con un delantal a la cintura y los cabellos detrás de las orejas. Pero sobre todo con la certeza de estar siendo observada.