Perdida en un buen libro (8 page)

Read Perdida en un buen libro Online

Authors: Jasper Fforde

Tags: #Aventuras, #Humor, #Policíaco

BOOK: Perdida en un buen libro
10.8Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Un día lo comprenderás y todo será muy diferente de lo que imaginas en el presente.

Debí de poner cara de boba, porque añadió:

—Recuerda, Thursday, que el pensamiento científico, es más,
cualquier
forma de pensamiento, ya sea religioso, filosófico o de otro tipo, es simplemente como la moda que vestimos, sólo que dura más. Se parece un poco a un grupo musical de jovenzuelos.

—¿El pensamiento científico es como un grupo musical de jovenzuelos? ¿Cómo se explica
eso?

—Bien, periódicamente aparece un grupo musical nuevo. Nos gusta, compramos sus discos, sus pósteres, lo vemos en la tele, convertimos a sus componentes en ídolos hasta que…

—¿… aparece el siguiente grupo musical de jovenzuelos? —propuse.

—Exacto. Aristóteles era un grupo musical joven. Muy bueno, pero sólo el sexto o séptimo. Fue el mejor grupo hasta que llegó Isaac Newton, y a Newton le superó a su vez un nuevo grupo todavía mejor. El peinado es el mismo… pero los pasos de baile diferentes.

—Einstein, ¿no?

—Exacto. ¿Comprendes a qué me refiero?

—Creo que sí.

—Magnífico. Ahora intenta situarte treinta o cuarenta grupos juveniles
más allá
de Einstein. En ese momento le veríamos como alguien que
vislumbró
una verdad, tocó un buen acorde en siete álbumes que merecen caer en el olvido.

—¿Adónde quieres llegar, papá?

—Ya termino. Imagina un grupo tan bueno que
jamás de los jamases
haga falta otro que lo sustituya. ¿Te lo imaginas?

—Me cuesta. Pero sí, vale.

—Ahora piensa en un grupo tan bueno que jamás hiciera falta más
música…
ni cualquier otra cosa.

Calló un momento para que yo asimilara la idea.

—Cuando llegas a
ese
grupo, cariño, la comprensión del todo se vuelve mucho más sencilla. ¿Y sabes lo mejor? Todo es diabólicamente
simple.

—¿Cuándo descubriremos ese grupo?

De pronto papá se puso serio.

—Por eso estoy aquí. Quizá nunca. ¿Has visto a un ciclista en la carretera?

—Sí.

—Bien —dijo, mirando su enorme cronógrafo de muñeca—, dentro de diez segundos arrollarán y matarán a ese ciclista.

—¿Y? —pregunté, con la sensación de estar perdiéndome algo.

Miró alrededor furtivamente y bajó la voz.

—Bien, parece que aquí y ahora se encuentra la clave que nos permitirá evitar lo que sea que destruirá hasta el último rastro de vida del planeta.

Miré sus ojos serios.

—No estás de broma, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—En diciembre de 1985,
tu
1985, por una razón desconocida, toda la materia orgánica del planeta se convierte en…
esto.

Se sacó una bolsita de muestras del bolsillo. Contenía un espeso cieno, opaco y rosado. Agité la bolsita con curiosidad mientras oíamos un frenazo súbito y un golpe brutal; un instante después caían cerca de nosotros un cuerpo descoyuntado y una bicicleta retorcida.

—El 12 de diciembre, a las 20.23, uno o dos segundos arriba o abajo, toda la materia orgánica… todas las plantas, todos los insectos, peces, pájaros, mamíferos y los tres mil millones de humanos de este planeta… empezarán a convertirse en
eso.
Es el fin para todos nosotros. El fin de la vida… y no llegaremos al grupo juvenil del que te hablaba. El problema —siguió diciendo mientras oíamos las portezuelas del coche y el sonido de pies corriendo hacia nosotros— es que no sabemos
por qué.
En este momento la CronoGuardia no está actuando tiempoarriba; el trabajo tiempoabajo no parece estar afectado.

—¿Por qué?

—Una acción sindical. Los agentes de tiempoarriba están en huelga porque reclaman la reducción de las horas. No quieren
menos
horas, verás, lo que quieren es trabajar horas que sean, eh, más cortas.

—Por tanto, mientras ellos están en huelga el mundo podría acabarse. ¿No es una situación demencial?

—Desde el punto de vista sindical —dijo mi padre, pensando con cuidado—. Creo que es muy buena estrategia. Espero que lleguen a un acuerdo a tiempo.

—Pero ¡es una locura!

Papá se encogió de hombros.

—Ya no pertenezco al gremio del tiempo, garbancito. Renuncié, ¿recuerdas?

—¿Qué podemos hacer? —pregunté.

—No está claro cuál es el epicentro del desastre —respondió mi padre mientras buscaba la pipa en los bolsillos—. Todos mis esfuerzos por saltar directamente a él han fracasado. He ejecutado miles de billones de modelos de cronoflujo y el resultado es siempre el mismo: lo que sea que sucede aquí y ahora de alguna forma está relacionado con la crisis. Y dado que la muerte del ciclista es el único acontecimiento de cierta importancia que se produce durante horas en ambas direcciones,
tiene
que ser el desencadenante. El ciclista
debe
vivir para garantizar la salud del planeta.

Salimos de detrás de la valla para encararnos con el conductor, un joven que sufría un claro ataque de pánico.

—¡Oh, Dios mío! —dijo mientras miraba el cuerpo contorsionado del suelo—. ¡Oh, Dios mío! ¿Está…?

—Por ahora, sí —respondió mi padre imperturbable cebando la pipa.

—¡Debo llamar una ambulancia! —dijo el hombre—. ¡A lo mejor todavía vive!

—En cualquier caso —añadió mi padre, pasando por completo del conductor—, evidentemente el ciclista
hace
algo o
no lo hace,
y ésa es la clave de todo este embrollo.

El conductor dejó de retorcerse las manos un momento y nos miró con suspicacia.

—No iba a demasiada velocidad, ¿saben? —dijo con rapidez—. Puede que el motor fuese revolucionado, pero iba en segunda…

—¡Espera! —dije, confusa—. Has estado más allá de 1985, papá… ¡tú mismo me lo has dicho!

—Ya lo sé —respondió mi padre muy serio—, así que será mejor que lo resolvamos exactamente tal como debe ser.

—El sol estaba bajo —añadió el conductor, concentrado en pensar—, ¡y él se me ha metido delante!

—El síndrome masculino de elusión de la culpa —me explicó mi padre —. En 2054 es una enfermedad reconocida. —Me agarró del brazo y se produjeron varios destellos rápidos seguidos de un estallido sonoro, tras lo cual nos encontramos como a un kilómetro de distancia y cinco minutos antes en la dirección por la que había venido el ciclista. Pasó junto a nosotros y nos saludó con alegría.

Le devolvimos el saludo y le vimos irse pedaleando.

—¿No le detienes?

—Ya lo he intentado. No sirve de nada. Le robé la bicicleta… se la ha prestado un amigo. Pasó de los carteles de desviación y los charcos tampoco le detienen. Lo he probado todo. El tiempo es el engrudo del cosmos, Thursday, y hay que retirarlo
con cuidado;
si intentas forzar los acontecimientos acaba dándote en los lóbulos frontales como una col arrojada desde dos metros de altura. Lavoisier ya me habrá localizado a estas alturas. El coche llegará dentro de treinta y ocho segundos. Súbete y haz lo que puedas.

—¡Espera! —dije—. ¿Qué hay de mí?

—Te llevaré de vuelta cuando el ciclista esté a salvo.

—¿De vuelta adónde? —pregunté súbitamente. No me apetecía en absoluto volver al momento del que había partido—. El francotirador de OpEspec, papá, ¿recuerdas? ¿No puedes dejarme, digamos, treinta minutos antes?

Sonrió y me dedicó un guiño.

—Dile a tu madre que la quiero. Gracias por tu ayuda. Bien, el tiempo no espera por nadie, nosotros…

Pero había desaparecido disuelto en el aire que me rodeaba. Recapitulé un momento y saqué el pulgar para llamar al Jaguar que se aproximaba. El coche frenó y se detuvo, y el conductor, evidentemente ignorando el accidente que estaba a punto de producirse, sonrió y me pidió que subiese.

No dije nada, subí y salimos.

—Lo he recogido esta misma mañana —comentó, más para sí mismo que para mí—. Tres coma ocho litros con triple carburador DCOE Webers. Seis cilindros de motor… ¡Una belleza!

—Cuidado con el ciclista —dije cuando tomamos la curva. El conductor pisó el freno y esquivó al hombre que iba en bicicleta.

—¡Malditos ciclistas! —exclamó—. Son un peligro para sí mismos y para todos los demás. ¿Adónde va usted, señorita?

—Voy a… eh… a visitar a mi padre —le expliqué, bastante sinceramente.

—¿Dónde vive?

—En todas partes —respondí.

—La radio está muerta —anunció Bowden, dándole al micro y girando el botón—. Qué raro.

Recogí el billete de Skyrail mientras el vagón se aproximaba por la vía.

—¿Qué haces? —preguntó Bowden.

—Voy a subir al Skyrail; hay un neandertal con problemas.

—¿Cómo lo sabes?

Fruncí el ceño.

—En esta ocasión, digamos que es un
déjà vu.
Va a pasar algo… y yo estoy implicada.

Dejé a mi compañero y caminé con rapidez hacia la estación, le mostré el billete al revisor y subí los escalones de acero hasta la plataforma. Las puertas del vagón se abrieron con un silbido y entré, sabiendo
exactamente
qué hacer en esta ocasión.

4a

Cinco coincidencias, siete Irmas Cohen
y una confundida Thursday Next

El experimento neandertal fue simultáneamente el punto álgido y el más bajo de la revolución genética. Devolvió con éxito a la vida al primo largo tiempo extinguido del
Homo sapiens,
pero, sin embargo, fue un fracaso en la medida en que los científicos, tan felices contemplando sus experimentos desde sus altas torres de marfil, no tuvieron en cuenta las consecuencias sociales que podría tener la introducción de otra especie humana en un mundo que ésta no visitaba desde hacía treinta milenios. No resultó sorprendente que la mayoría de los neandertales se sintiesen confundidos y estuvieran poco preparados para soportar la presión de la vida moderna. Fue una muestra de falta de sapiencia del
Homo sapiens
.

G
ERHARD
V
ON
S
QUIDM

Neandertales: de vuelta tras una breve ausencia

Las coincidencias son fenómenos extraños. Me gusta la historia del jugador de póquer llamado Fallon, al que mataron de un tiro en San Francisco, en 1858, por hacer trampas. Consideraron de mal agüero repartirse los seiscientos dólares de ganancias del muerto, por lo que le dieron el dinero a uno que pasaba por allí con la esperanza de ganárselo jugando. El extraño convirtió los seiscientos dólares en dos mil doscientos y, cuando llegó la policía, le pidieron que entregase los seiscientos dólares iniciales para entregárselos a los familiares del jugador muerto. Después de una breve investigación, le devolvieron el dinero porque resultó que era el hijo de Fallon, a quien no veía desde hacía siete años.

Mi padre me dijo que no prestar atención a las coincidencias no suele causar problemas. «Sería muchísimo más asombroso —decía— que no las hubiera.»

Entré en el vagón de Skyrail, le di a la palanca de emergencia y ordené a todos que se apeasen. El conductor neandertal me miró extrañado mientras yo bloqueaba su puerta con un pie. Lo saqué de su asiento y le di un puñetazo en la mandíbula antes de esposarle. Unos días en el trullo y volvería con la señora Kaylieu. Reinaba un silencio conmocionado entre las mujeres del Skyrail mientras yo le registraba y encontraba… nada. Miré en la cabina y en la fiambrera, pero la pistola tallada en jabón tampoco estaba allí.

La mujer elegante que antes había estado tan deseosa de pinchar al conductor con el paraguas de pronto era todo indignación:

—¡Qué vergüenza! ¡Atacar a un pobre e indefenso neandertal! ¡Se lo contaré a mi esposo!

Una de las mujeres había llamado a OpEspec 21 y una tercera le había dado un pañuelo al conductor para que se limpiase la sangre de la boca. Le quité las esposas a Kaylieu y me disculpé. Luego me senté y puse la cabeza entre las manos, preguntándome qué había ido mal. Todas las mujeres se llamaban Irma Cohen, pero jamás lo sabrían. Papá decía que cosas así pasaban continuamente.

—¿Has hecho qué? —preguntó Victor, unas horas más tarde, en la oficina de detectives literarios.

—Le he dado un puñetazo a un neandertal.

—¿Por qué?

—Pensaba que tenía una pistola.

—¿Un neandertal con una pistola? ¡No seas ridícula!

—Vale, era una pastilla de jabón tallada… Quería que los de OE-14 le matasen. Pero eso no es ni la mitad de la historia. La verdadera víctima era yo. Si hubiese viajado en ese Skyrail, hubiese acabado en una bolsa para cadáveres yo, no Kaylieu. Era una trampa, Victor. Alguien manipuló los acontecimientos para intentar eliminarme con una bala perdida de OpEspec… Quizá sea su idea de una broma. De no ser porque papá me sacó de allí, ahora estaría tocando el arpa.

Victor frunció el ceño y le enseñé el ejemplar de esa mañana de
The Owl,
con las tres respuestas subrayadas en verde. Las leyó en voz alta.

—«Entrometida, Thursday, adiós.»

Se encogió de hombros.

—Una coincidencia. Yo podría formar la frase que quisiese con las otras respuestas. Mira.

Las examinó un momento.

—«Planeta. Destruido. Pronto.» ¿Qué significa eso? ¿El mundo se va a acabar?

—Bueno… Tiró mi informe de arresto en la bandeja de salida.

—Acepta mi consejo, Thursday. Diles que te ha parecido que el neandertal era un criminal, que te recordó al hombre del saco…
lo que sea.
Menciona cualquier asunto confidencial de la CronoGuardia y Flanker usará tu placa como pisapapeles. Escribiré un buen informe para OE-1 sobre tu trabajo y tu conducta hasta el momento. Con un poco de suerte y algunas mentiras gordas por tu parte, quizá puedas librarte con una reprimenda. Por amor de Dios, Thursday, ¿no aprendiste nada del Mal Tiempo en la M1?

Se puso en pie y se frotó las piernas. El cuerpo le fallaba. Había que reemplazarle la cadera que ya le habían reemplazado cuatro años antes. Bowden se nos acercó procedente de donde había estado pasando las páginas copiadas de
Cardenio
por el Analizador de Métrica. Parecía excitado, algo impropio de él. Casi daba saltos.

—¿Qué tal? —pregunté.

—¡Asombroso! —respondió agitando el informe impreso—. Un noventa y cuatro por ciento de probabilidades de que Will sea el autor… Ni siquiera el mejor
Cardenio
falso logró más de un setenta y seis. El AMP también ha detectado ligeros rastros de otra mano.

Other books

Blood at Bear Lake by Gary Franklin
The Malice by Peter Newman
Joan Wolf by Fool's Masquerade
Minister Without Portfolio by Michael Winter
The After Girls by Leah Konen
ModelLove by S.J. Frost
Thrice Upon a Marigold by Jean Ferris
Healthy Place to Die by Peter King