Pelham 123 (34 page)

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Authors: John Godey

BOOK: Pelham 123
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Ryder

Plantado frente a Welcome, en el primer momento de silencio desde que habían saltado del vagón, Ryder escuchaba los inexplicables ruidos del túnel: susurros, chasquidos, ecos, el débil suspiro de un viento contaminado. Steever y Longman lo miraban con ojos interrogadores.

—Lo dicho —declaró—. Fuera el cargador.

Casi al mismo tiempo que Steever y Longman, sacó el cargador de su metralleta y se lo metió en el bolsillo. Welcome sonrió y meneó la cabeza de un lado a otro.

Ryder dijo, suavemente:

—Descarga tu arma, Joe, antes de salir de aquí.

—Estoy listo —dijo Welcome—. Yo y el arma saldremos juntos.

—No puedes llevártela —dijo Ryder, todavía con suavidad.

—Mi «amiga» vendrá conmigo. Para el caso de que haya follón, ¿sabes?

—Todo el plan de evasión consiste en que pasemos inadvertidos. Y esto es imposible llevando una metralleta.

El argumento, incluso las palabras textuales, no eran nuevos. Lo había recalcado varias veces en las últimas semanas, y Welcome había acabado por ceder... o lo había parecido.

—No la
llevaré
. —Welcome miró a Steever y a Longman, como buscando su confirmación a lo que iba a decir—. La ocultaré debajo de mi abrigo.

«La canción de siempre», pensó Ryder.

—Una metralleta no puede ocultarse debajo de un gabán.

Longman dijo, con voz chillona:

—Eso es una locura; tenemos que salir de aquí.

El rostro de Steever permanecía impasible, sin mostrar enojo ni preferencias. Longman había empezado a sudar de nuevo. Welcome, sin dejar de sonreír, miraba fijamente a Ryder, entre los párpados entornados.

Ryder dijo:

—¿Quieres soltar el arma?

—¡Ni hablar! ¡No, mi general!

Aún sonreía cuando Ryder, disparando a través del bolsillo, le metió una bala en el cuello. El disparo no se oyó, ahogado por una tremenda explosión en el lado norte del túnel. Welcome cayó al suelo. Longman se apoyó en la pared del túnel. Welcome yacía de costado. Agitaba las piernas y se agarraba el cuello con la mano izquierda, manchados los dedos de rojo. Había rodado su sombrero, y los largos cabellos le caían sobre la frente. Todavía aferraba la metralleta con la derecha. Se inclinó, sacó el cargador y se lo metió en el bolsillo. Longman seguía apoyado en la pared, vomitando desaforadamente.

Ryder se agachó para ver más de cerca a Welcome. Tenía los ojos cerrados, estaba blanco como la cera y su respiración era jadeante. Sacó su automática y apuntó a la cabeza de Welcome. Miró a Steever.

—Podría durar lo bastante para hablar —dijo, y apretó el gatillo. La cabeza de Welcome se ladeó al recibir el balazo.

—Procura que Longman se recupere.

Desabrochó el abrigo de Welcome y desató el chaleco del dinero. Los bordes de uno de los fajos de billetes estaban manchados de sangre. Para sacar el chaleco, Ryder lo agarró por una punta y volvió boca abajo el cuerpo de Welcome. Se irguió, con el chaleco en la mano. En el túnel, hacia el Norte, una nube de polvo y de humo flotaba entre el suelo y el techo.

Steever sostenía a Longman, rodeándole la cintura con un brazo, y limpiaba con un pañuelo la parte delantera de su abrigo. Longman parecía enfermo. Su cara había palidecido, y tenía los ojos irritados y llorosos.

—Desabróchale el abrigo —ordenó Ryder.

Longman se había quedado sin fuerzas, y Steever le desabrochó los botones de su abrigo. Cuando Ryder se acercó a él con el chaleco, pareció como aterrorizado.

—¿Yo? —dijo Longman—. ¿Por qué yo?

Y Ryder se dio cuenta de que su miedo ya no era racional y de que el hombre se asustaba de cualquier cosa.

—Eres el más delgado. Dos chalecos debajo de tu abrigo no se notarán. Separa los brazos.

Al pasar el cinturón y sujetarlo, Ryder casi no pudo soportar el hedor del vómito y el pánico del otro. Pero siguió trabajando metódicamente, percibiendo el temblor del sudoroso cuerpo de Longman. Cuando hubo asegurado el chaleco, abrochó el abrigo de su compañero.

Steever dijo, como sin darle importancia:

—El tren ha saltado.

—Sí —dijo Ryder. Miró a Longman—. Está bien. Creo que podemos subir.

El comisario del distrito

—Ese breve recorrido que hicieron en dirección a Union Square —dijo el comisario del distrito— no estaba en el programa. Me preocupa.

Corrían hacia la parte baja de la ciudad, con la sirena aullando, mientras el tráfico se desviaba hacia las aceras.

El jefe de Policía seguía su propio razonamiento:

—Saben que podemos seguir todos los movimientos del tren. Saben que cubrimos el terreno palmo a palmo en la superficie. Pero esto no parece preocuparles. No pueden ser tan estúpidos; por consiguiente, deben de ser muy listos.

—Sí —dijo el comisario del distrito—. Lo mismo pienso yo. Ese movimiento hacia Union Square... Dijeron que lo hacían para alejarse de la Policía apostada en el túnel. ¿Qué puede significar?

—Que no les gustan los policías.

—Sabían que estábamos en el túnel y no parecía preocuparles. ¿Por qué había de inquietarles después?

El comisario del distrito hizo una pausa tan larga, que el jefe de Policía dijo, con impaciencia:

—Bueno, ¿por qué?

—Esta vez no querían que viésemos lo que hacían.

—¿Y qué hacían?

—No les importa que los sigamos, ¿verdad? En realidad, y reforzando este punto, podríamos decir que quieren que los sigamos, ¿no es cierto?

—No se ande por las ramas —dijo el jefe de Policía—. Si tiene una teoría, desembuche.

—Mi teoría —dijo el comisario del distrito— es que no están en el tren.

—Eso he creído que pensaba. Pero, ¿cómo puede funcionar el tren, si no van en él?

—Aquí está la pega. Si no fuese por eso, todo sería lógico. Los perseguimos hacia el Sur, y ellos se quedan cerca de Union Square y escapan por una salida de emergencia. ¿Y si tres de ellos se apearon del tren, y se quedó uno en él para conducirlo?

—¿Un criminal caritativo, que se sacrifica por los otros? ¿Ha visto alguna vez a un criminal así, Charlie?

—No —dijo el comisario del distrito—. Una hipótesis más lógica: supongamos que han ideado algún modo de hacer marchar el tren sin nadie en la cabina.

—Si lo han hecho —dijo el jefe de Policía—, están perdidos. Daniels los sigue por la vía de los trenes directos. Los descubrirá.

—Tal vez no. Quizá puedan ocultarse hasta que haya pasado. —Meneó la cabeza—. Ese breve movimiento... Ese inesperado movimiento...

—Bueno —dijo el jefe de Policía—. ¿Quiere poner a prueba su buen olfato?

—Sí, señor —dijo el comisario del distrito—. Si usted lo permite. —El jefe asintió con la cabeza. El comisario dijo al conductor:— En la próxima esquina, dé la vuelta y diríjase a Union Square.

Sonó la radio.

—Señor, el conductor del tren del subinspector jefe Daniels acaba de informar de que una bomba les ha hecho saltar de la vía.

El jefe de Policía preguntó si había habido bajas. Le respondieron que sólo un policía herido, pero no de gravedad.

—Éste fue el objeto del movimiento del tren —dijo al comisario del distrito—. No querían que nadie los viese cuando minaron la vía.

—Olvide lo que hemos hablado —dijo el comisario del distrito al chófer—. Adelante, según lo convenido.

El viejo

El viejo, evocando un antiguo recuerdo, activando unos impulsos desusados, alzó una mano (la famosa mano que antaño era cetro, que imponía obediencia en casa y respeto en la tienda) y dijo:

—Silencio, por favor. Permanezcan callados un minuto.

Hizo una pausa, saboreando la emoción de las caras vueltas hacia él, hacia la Autoridad. Pero antes de que pudiese seguir hablando, habían dejado de mirarlo. El hombre gordo, el crítico teatral, se había levantado y trataba de hacer girar la manecilla de la puerta de la cabina. Luego empezó a golpear la puerta con los puños. La puerta crujió, pero permaneció firmemente cerrada. El hombre se detuvo, giró en redondo y volvió a su asiento. Estaban llegando a una estación. ¿Bleecker Street? ¿O tal vez Spring Street? No pudo leer los rótulos. Varios pasajeros habían bajado los cristales de las ventanillas y gritaban pidiendo auxilio a la muchedumbre del andén. Ésta les respondió airadamente. Alguien arrojó un periódico doblado, que rebotó en una ventanilla, se abrió y volvió a caer en el andén en una lluvia de hojas.

—Amigos míos... —El viejo se levantó y se agarró a una de las anillas de metal—. Amigos míos, la situación no es tan mala como parece.

El negro lanzó una risa burlona por debajo del ensangrentado pañuelo («
mi
pañuelo», pensó el viejo), pero los otros pasajeros prestaron atención.

—En primer lugar, ya no tenemos que preocuparnos por esos bastardos. —Tres o cuatro caras se volvieron, con aprensión, hacia la puerta de la cabina. El viejo sonrió—. Como dijo la señorita, los bastardos saltaron del tren. Que les vaya bien.

—Entonces, ¿quién lo conduce?

—Nadie. De algún modo, consiguieron ponerlo en marcha.

—¡Vamos a matarnos! —chilló, angustiada, la madre de los chicos.

—No lo crea —dijo el viejo—. Confieso que, en este momento, vamos en un tren desbocado. Pero esto es temporal. Sólo temporal.

El vagón entró en una curva y se inclinó peligrosamente, mientras las ruedas chirriaban, resistiendo el impulso del coche, que pugnaba por descarrilar. Los pasajeros oscilaron y cayeron unos encima de otros. El viejo, desesperadamente agarrado a la anilla, pudo incorporarse a medias. El negro alargó una mano ensangrentada y lo sostuvo. El tren recobró su posición normal.

—Gracias —dijo el viejo.

El negro no le respondió. Inclinándose sobre el pasillo, señaló con el dedo a los dos mandaderos negros. Sus caras tenían el color de la ceniza.

—Hermanos —les dijo—, ésta es su última oportunidad de portaros como hombres.

Los muchachos se miraron asombrados y uno de ellos dijo:

—¿De qué está hablando?

—Sed hombres, hermanos. Demostrad a esos gallinas que ustedes son
hombres
. Lo peor que puede pasaros es morir.

Suavemente, con una voz que apenas dominaba el ruido del tren, uno de los chicos dijo:

—¿Le parece poco?

La muchacha del sombrero anzac se incorporó en su asiento.

—Déjense de gansadas, por el amor de Dios, y que alguien derribe esa puerta.

—Señoras y caballeros —dijo el viejo, levantando la mano—. Les ruego que me escuchen. Yo sé algo acerca del ferrocarril metropolitano y
les
aseguro que no debemos preocuparnos demasiado.

Sonrió confiadamente cuando los pasajeros se volvieron de nuevo hacia él, ansiosos, pero esperanzados, de la misma manera que le miraban sus hijos cuando le pedían un guante nuevo de béisbol, o sus empleados le rogaban que les diera seguridades de que, con depresión o sin ella, ninguno sería despedido.

—El freno automático —dijo—. Éste, según dicen, es el ferrocarril más seguro del mundo. Pusieron frenos automáticos en las vías. Si un tren pasa una luz roja, los frenos actúan automáticamente y lo detienen. —Dirigió una mirada triunfal a su alrededor—. Por consiguiente, no tardaremos en pasar una luz roja, los frenos actuarán y el tren se detendrá en el acto.

La Torre de Grand Central

—El Pelham Uno Dos Tres pasa ahora por la estación de Canal Street. Mantiene la misma velocidad.

En el luminoso silencio de la sala de la Torre, sólo interrumpido por la voz de Mrs. Jenkins, Marino saboreaba la firmeza pausada y profesional de su tono.

—Enterado —dijo el operador del DPNY—. Siga informando.

—Roger —dijo Marino, vivamente—. Cuatro estaciones más, y estarán en South Ferry.

XXII
Tom Berry

Con el primer impacto de la explosión, Tom Berry se encogió hasta adoptar la posición fetal y, al hacerlo, sufrió otra lesión, esta vez leve. Su rodilla chocó contra un objeto duro y le causó un vivo dolor. Mientras se pasaba la mano por la rodilla, levantó la cabeza unos centímetros y vio a uno de los secuestradores tendido en el suelo. Era el que tenía pinta de chulo, y Berry dedujo que la explosión lo había derribado. Luego, vio que el jefe se sacudía el abrigo y dedujo que la explosión no había tenido nada que ver con aquello, que el jefe había disparado contra el chulo a través del bolsillo de su gabán.

De pronto, Berry recordó, esperanzado, el objeto con el que había chocado su rodilla. Palpó frenéticamente el mugriento suelo y encontró su pistola.

Rodó sobre el estómago, sin salir del refugio de la pilastra, y apoyó el breve cañón del arma en la muñeca izquierda. Buscó al jefe a través de la mira de la pistola, pero el hombre había desaparecido. Después lo vio. Estaba inclinado sobre el cuerpo del chulo. Lo oyó disparar y vio moverse la cabeza del caído. Entonces, el jefe desabrochó el abrigo del chulo y le quitó algo a éste. Era el chaleco del dinero. Berry vio que lo pasaba por encima de los hombros del hombre más bajito y que lo sujetaba.

Tenía la vista turbia. Cerró un momento los ojos, apretando los párpados, para aclararse la visión. Cuando los abrió de nuevo, el hombre bajito desaparecía por una abertura de la pared del túnel, seguido del más corpulento. Berry apuntó a la ancha espalda de este último y apretó el gatillo. Vio que el hombre se estremecía y caía pesadamente de espaldas. Berry levantó con rapidez la pistola, buscando al jefe; pero éste había desaparecido.

Anita Lemoyne

Anita Lemoyne se tambaleó en la parte delantera del vagón. Detrás de ella, el viejo, erigido en profeta, se mantenía firme. Anita, esforzándose por resistir los vaivenes del coche, miró por la ventanilla. Las vías, el túnel, los postes, pasaban velozmente junto al vagón, como absorbidos por un potente aspirador. Pasó una estación, un oasis de luz con numerosos grupos de personas. Dos nombres. ¿Brooklyn Bridge — Worth Street? Tres o cuatro más hasta South Ferry, la última parada. Y después... ¿qué?

—Jamás pensé que esto marchase tan de prisa.

El crítico teatral estaba detrás de ella; un hombre muy alto, cansado, jadeante, como si le costase aguantar su peso. Tenía ligeramente congestionado el rostro; sus ojos, azules, expresaban una mezcla de inocencia y experiencia, «lo cual quería decir —pensó Anita— que la inocencia era aparente y no podía ocultar del todo la experiencia».

—¿Tiene miedo? —preguntó él.

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