Authors: John Godey
Zapatos, autobús, Metros y, sobre todo, buenos músculos para subir escaleras. Era axioma del oficio que nueve de cada diez personas a quienes había que seguir la pista vivían en pisos altos. Era natural. Los pobres cometían más delitos que los ricos. O, dicho con mayor exactitud, más delitos de los castigados en el Código Penal.
«Haskins, te estás volviendo comunista.»
Hacía media hora que le había dicho a Slott, su compañero, que se marchase a casa; Slott tenía una úlcera y, en todo caso, su mal humor lo ponía nervioso. Podía investigar él solo los tres nombres que quedaban de la lista, antes de presentarse por la noche a dar cuentas a sus superiores. Cuando se hubo marchado Slott, Haskins entró en una tienda de lavado en seco, propiedad de un antiguo empleado del Metro, que había sido despedido seis años atrás por escupir. A los pasajeros. Había sido guardia de andén de la estación de Times Square, y se hartó tanto de su trabajo, que le había dado por escupir disimuladamente a la espalda de los pasajeros, mientras los empujaba dentro de los vagones en las horas punta. Al cabo de un tiempo, después de montada la vigilancia, lo sorprendieron, abriósele expediente y fue despedido. Al serle notificado el fallo, escupió en la solapa del árbitro.
Respondiendo a las preguntas de Haskins, dijo: Primero, que no guardaba ya ningún rencor a las autoridades del Metro. Segundo, que esperaba que todo el maldito sistema metropolitano se incendiase y desapareciese para siempre. Tercero, que había pasado la mitad de la tarde en el sillón de un dentista, que le había destrozado las encías y arrancado brutalmente dos raíces. Aquel carnicero se llamaba doctor Schwartz, y su número de teléfono era...
El detective Haskins tomó nota, para llamar al doctor Schwartz por la mañana, bostezó, consultó su reloj —las ocho y cuarto— y estudió su lista. Se hallaba en un lugar equidistante de Paul Fitzherbert, que vivía en la Calle Dieciséis, al oeste de la Quinta Avenida, y de Walter Longman, de la Calle Dieciocho, al este de la Segunda. ¿Cuál de los dos? Lo mismo daba. Cualquiera que eligiese, tendría que recorrer después la misma distancia. Así, pues, ¿cuál? Las decisiones de los detectives eran siempre difíciles. Demasiado para ser resueltas sin tomar antes una taza de café; pero, afortunadamente, había un bar en la esquina. Entraría en él, tomaría un café, tal vez se comería un pedazo de tarta de manzana y, después, tomaría la gran decisión, como correspondía a un buen detective.
Longman no acababa de decidirse a conectar la radio. Estaba harto de ver, en el cine, a delincuentes que se delataban comprando los periódicos o recortando noticias de los mismos. Desde luego, era una tontería, pues nadie oiría su radio si la ponía bajito; pero a pesar de todo, y por irracional que fuese, se resistía a hacerlo. Por consiguiente, anduvo por su piso sin hacer nada, con el abrigo aún puesto y volviendo la cabeza cada vez que pasaba por delante de la radio, colocada al lado de su cama. Si Ryder había muerto, ¿qué prisa tenía en averiguarlo?
Pero a las seis, sin pensarlo conscientemente, puso la Televisión cuando iban a dar un programa de noticias. El secuestro era el suceso del día, y la información sobre el mismo fue completa. Incluso habían introducido cámaras en el túnel, y transmitían imágenes del tren directo descarrilado y primeros planos de los raíles retorcidos y de las estropeadas paredes del túnel. Después mostraban «el sector del túnel donde se había producido el tiroteo». Cuando la cámara giró hacia el lugar donde había caído Steever, Longman se estremeció, pues no quería ver cadáveres ni manchas de sangre. Había algo oscuro, que podía ser manchas de sangre, pero no se veía ningún cuerpo. Sin embargo, más tarde, las cámaras estaban preparadas cuando la Policía sacó tres camillas en las que iban otros tantos cadáveres cubiertos con sendas piezas de lona. No sintió el menor dolor; ni siquiera por Ryder.
Siguieron luego las entrevistas con personajes de la Policía, incluido el jefe superior. Ninguno de ellos dijo gran cosa, pero todos calificaron el suceso de crimen «odioso». Al ser interrogado por los reporteros sobre el cuarto secuestrador —Longman sintió una oleada de calor en todo su cuerpo—, el jefe de Policía dijo que sólo sabían que había huido por la salida de emergencia. Mientras hablaba, la pantalla mostró la salida, vista desde la calle y desde el pie de la escalera. El jefe de Policía añadió que el Departamente no había identificado aún a ninguno de los tres secuestradores, dos de los cuales habían muerto instantáneamente. El tercero, herido en la espina dorsal, había fallecido a los pocos minutos de ser encontrado por la Policía. Lo habían interrogado, pero no había podido contestar, pues el centro de la palabra, amén de otros, estaba visiblemente paralizado.
¿Qué pistas tenía la Policía para encontrar al secuestrador desaparecido? El jefe de detectives tomó la palabra y dijo que gran número de sus agentes estaban encargados del caso y no pararían hasta que el criminal fuese aprehendido. El reportero de la TV insistió: ¿Quería esto decir que no había pistas sólidas? El interrogado respondió, vivamente, que su Brigada seguía los procedimientos policíacos normales y que confiaba en poder dar noticias más concretas dentro de poco. Longman sintió de nuevo aquella oleada de calor, pero se tranquilizó un poco cuando las cámaras mostraron al reportero con las cejas arqueadas en un gesto irónico.
Nada se dijo sobre comprobación de fichas de ex empleados del Metro. Recordó que, en cierta ocasión, Ryder había hablado de este asunto.
Por aquel entonces, más que agradecerla, le había alarmado la previsión de Ryder.
—No veo por qué han de encontrarme —le había dicho a Ryder—. Puedo permanecer en tu casa.
—
Quiero
que estés en la tuya. Cualquier cosa que se saliese de lo corriente les haría sospechar.
—Tendré que inventar una coartada.
Ryder meneó la cabeza.
—Investigarán más a fondo los detalles de aquellos que presenten coartadas que los de quienes no la tengan. La
mayoría
de las personas a quienes interroguen no tendrán coartada; por consiguiente, te perderás entre ellas. Tienes que decir, simplemente, que pasaste una parte de la tarde dando un paseo y otra parte leyendo un libro o echando una siesta; y no precises demasiado las horas.
—Pensaré un poco sobre lo que tengo que decir.
—No. No quiero que lo ensayes; ni siquiera has de pensar en ello.
—Podría decir que me enteré por la radio y que estoy horrorizado...
—No. No es necesario alardear de espíritu justiciero. De todos modos, tus opiniones les tendrían sin cuidado. Investigarán a centenares de personas por mera rutina. Piensa sólo que serás uno entre una larga lista de nombres.
—Lo dices como si fuera una cosa fácil.
—Y lo es —dijo Ryder—. Ya lo verás.
—Sin embargo, me gustaría pensarlo un poco.
—Nada de eso —dijo Ryder, con firmeza—. Ni ahora, ni cuando todo haya terminado.
Había, seguido el consejo de Ryder, y, en realidad, ésta era la primera vez que pensaba en ello desde hacía semanas. Para la Policía era una cuestión de rutina, y él no era más que un ex empleado del Metro en una lista de centenares de ellos. Nada le pasaría.
Oyó que el jefe de detectives confesaba, al ser interrogado sobre ello, que las descripciones del hombre desaparecido eran muy vagas; que había demasiadas versiones contradictorias para poder hacer un retrato robot, y que varios pasajeros estaban examinando las fotografías de los archivos de la Policía. Longman casi sonrió. Él no tenía antecedentes; no encontrarían ninguna fotografía suya.
Fueron entrevistados diversos pasajeros: la chica del sombrero anzac, algo menos fotogénica de lo que él se había imaginado; aquel tipo alto, crítico teatral, que empleó muchas palabras altisonantes para decir muy poco; los dos chicos negros; el otro negro, se negó a responder a las preguntas por no guardar relación con el problema racial, pero que cerró y levantó los puños y gritó algo que no llegó a oírse. De pronto, los pasajeros hicieron que Longman se sintiese incómodo. Colocados de cara a las cámaras, en un apretado primer plano, dieron la impresión de que lo estaban mirando fijamente. Longman apagó la tele.
Entró en la cocina e hirvió el agua para el té. Sentado a la mesa, cubierta de linóleo, de la cocina, sin quitarse el abrigo, se comió unas pastas mojadas en el té. Fumó un cigarrillo —le sorprendió no haberlo necesitado antes, a pesar de que era un fumador empedernido— y, después, entró en su dormitorio. Conectó la radio, pero la apagó antes de que se hubiese calentado. Se tumbó en la cama y sintió un vago dolor en el pecho. Necesitó un buen rato para darse cuenta de que no era un ataque cardíaco, sino el peso y la presión de los chalecos del dinero. Saltó de la cama y se dirigió a la puerta de la entrada. Comprobó las tres cerraduras y volvió al dormitorio. Después de bajar al máximo las persianas, se quitó el abrigo y la chaqueta y, por fin, los chalecos del dinero. Los colocó cuidadosamente sobre la cama, en perfecto orden.
«Walter Longman —se dijo—, vales medio millón de dólares.» Lo repitió en un murmullo audible, y otro grito espontáneo le subió a la garganta. Se tapó la boca con las manos, para ahogarlo.
Anita Lemoyne había pasado muchos días malos en su vida, pero éste fue el peor de todos. Como si el secuestro fuera poco, tuvo que sufrir dos horas largas de tedio contemplando fotografías de delincuentes; un interminable desfile de rostros crueles o viles, que le recordaban a todos los truhanes que había conocido y que se imaginaban que unos cuantos puercos dólares les daban derecho a sentirse amados o a hacerla padecer.
Eran más de las ocho cuando, al fin, los policías los dejaron marchar. Salieron tambaleándose del viejo edificio de la Jefatura y se quedaron pasmados en la acera. A un par de manzanas, hacia el Sur, un tráfico intenso fluía por Canal Street; pero Centre Street estaba helada, oscura, casi desierta. Permanecieron callados, formando un grupo heterogéneo. Después, la vieja borracha se arrebujó en sus harapos y se perdió, con pasos vacilantes, en la oscuridad. Un momento más tarde, el belicoso negro se sujetó la capa sobre los hombros y se echó a andar, de prisa y muy erguido, en dirección a Canal. Ése y la vieja borracha —pensó Anita— eran los únicos que no se sentirían afectados por lo ocurrido; era algo que —como el título del libro que siempre mencionaba el tipo de la TV— nada tenía que ver con el curso principal de sus pensamientos.
Pero, ¿cuáles eran
sus
principales pensamientos? Eran éstos: Anita, lárgate de este maldito lugar, busca un taxi que te lleve a casa. Un baño caliente y bien cargado con aquellas sales de París, y, después, quizá se decidiría a llamar por teléfono.
—Ni siquiera sé dónde estamos —dijo la llorosa voz de la madre de los dos chicos, que bostezaban a su lado—. ¿Podría decirme alguien cómo podemos ir a Brooklyn desde aquí?
—Desde luego —dijo el viejo—. Tome el Metro. Es el medio más rápido y seguro.
Rió entre dientes; pero, aparte unas pocas y forzadas sonrisas, nadie celebró su chiste.
Siguieron inmóviles, hasta que, de pronto, los dos chicos negros, cargados aún con sus paquetes, murmuraron algo y se alejaron.
El viejo les gritó:
—Adiós, muchachos, y suerte.
Los chicos se volvieron, saludaron con la mano y siguieron su camino.
—Una experiencia extraordinaria, y es poco decir.
Era el crítico teatral. Ella ni siquiera lo miró. Ahora la invitaría a tomar un taxi y, después, le pediría que subiese a su casa a beber unas copas. Nada que hacer. Se apartó de él, y, al cambiar de posición, sintió el soplo del viento. Una ráfaga fría azotó su falda y pasó entre sus piernas. Se volvió de espaldas. «Si me enfrío, tendré que cerrar la tienda.»
—Tengo una idea —dijo el viejo. Su rostro había perdido el color, y su sombrero borsalino aparecía un tanto maltrecho—. Después de todo lo que hemos pasado juntos, no me parece bien que nos despidamos y...
«¡Pobre viejo solitario! —pensó Anita—. Tiene miedo de morir sin un grupo de amigos junto a la cabecera de su cama.» Miró las caras que la rodeaban y pensó: «Mañana no recordaré ninguna de ellas.»
—...podríamos reunirnos, una vez al año, o incluso cada seis meses.
Anita se echó a andar en dirección a Canal Street. Al llegar a la esquina, la alcanzó el crítico teatral. Le acercó el rostro rubicundo, sonriendo.
—¡Lárguese! —exclamó Anita.
Y haciendo repicar sus tacones, en el silencio de la calle, se metió en Canal Street.
Frank Correll se negó a dejar el sitio a su relevo. De nuevo en su silla —la había sacudido descaradamente al marcharse Prescott, para «quitarle el polvo negro»—, empezó a trabajar en su mesa como (según había dicho una vez
Transit
, el periódico de los empleados, en un artículo de fondo) «un hombre poseído, un derviche, dedicado en cuerpo y alma a hacer que el Metro funcionase con la exactitud de un reloj». Chilló a más y mejor, giró en su silla para dar instrucciones a sus auxiliares y, cuando alguien tuvo la gentileza de servirle un café, lo derramó sobre la mesa con un brusco movimiento de su brazo.
En constante y, a veces, simultánea comunicación con el Depósito, con Operaciones, con Reparaciones, con las salas de las Torres y con los conductores, organizó nuevos trayectos, canceló los viejos, hizo milagros de manipulación, hasta que, a las 8:21 de la tarde, la Sección A funcionó de nuevo normalmente y todos los trenes volvieron a circular según los horarios previstos.
—Bien —dijo Correll a su relevo—. Le devuelvo su ferrocarril.
Se levantó, se puso la chaqueta sobre la camisa empapada en sudor, se sujetó el nudo de la corbata sobre el dolorido cuello y se puso el gabán.
Su relevo se sentó a la mesa y dijo:
—Buen trabajo, Frank.
—Sólo lamento una cosa —dijo Correll—. No pude arreglarlo todo antes de la hora punta.
—Ningún ser humano habría podido hacerlo en estas circunstancias —dijo su sustituto.
—En este caso, quisiera no ser humano.
Dio media vuelta, hundió las manos en los bolsillos del abrigo y salió.
—Estupendo mutis —dijo el sustituto.
Correll se detuvo junto a la mesa de Comunicaciones y escuchó:
—...y todo el servicio ha quedado normalizado a las ocho y veintiuno.