Authors: John Godey
Ryder contempló el túnel, poblado de sombras.
—Eso no tiene importancia —dijo—. Sólo contestaré preguntas sobre mis instrucciones. ¿Tiene que hacer alguna?
—Ninguna.
—Tiene diez minutos, desde este momento, para cumplirlas. Después se pondrá en contacto conmigo, para recibir las últimas instrucciones. Conteste.
—Tiene que darme más tiempo.
—No —dijo Ryder—. He terminado.
Prescott se sintió aliviado cuando la jefatura de la PDNY le dijo que accedía a seguir las instrucciones de los secuestradores. No podían hacer otra cosa, pero él conocía a los policías, porque era uno de ellos, y sabía que el sentimiento de fracaso podía torcer el buen juicio. A fin de cuentas, los policías eran seres humanos.
Saltó de su asiento y cruzó la sala corriendo. Frank Correll, sentado a la mesa de uno de sus auxiliares gritaba ante el micrófono. En otra parte de la inmensa dependencia, las cosas discurrían con más tranquilidad; había secciones que no tenían problemas.
Prescott dio una palmada en el hombro de Correll. Éste, sin volverse a mirarlo, siguió hablando por el micro. Prescott le apretó el hombro y Correll giró en redondo, echando chispas por los ojos.
—No pronuncie una palabra —dijo Prescott—. Limítese a escuchar. Tengo nuevas instrucciones...
—Me importan un bledo sus instrucciones —dijo Correll, sacudiéndose la mano de Prescott y volviéndose hacia su mesa.
Con la mano izquierda, Prescott agarró las solapas de su chaqueta de algodón, y con la derecha sacó su revólver de servicio. Levantó la barbilla de Correll, empujó su cabeza hacia atrás y apoyó el revólver entre sus cejas.
El comisario del distrito cursó las órdenes de acuerdo con las nuevas instrucciones de los secuestradores, pero dispuso también que una docena de detectives de paisano se mezclase con la multitud en el andén de la estación de South Ferry y que numerosos policías ocupasen la zona al aire libre. Después, en su desconcierto, consultó con Costello, el jefe de la Policía de Tráfico.
—¿Qué cree usted que se proponen, jefe?
—¿Escudarse en los dieciséis rehenes? ¿Podrían incurrir en semejante torpeza? —Meneó la cabeza—. En su lugar, yo no habría escogido un túnel para la huida.
—Sin embargo, ellos lo han escogido —dijo el comisario del distrito—, lo cual me hace suponer que tienen un buen plan para escapar. Quieren que se restablezca la corriente y que se despeje la vía. ¿Qué le sugiere esto?
—Que pondrán en marcha su vagón; es evidente.
—¿Por qué han elegido South Ferry?
El jefe meneó la cabeza.
—Que me maten si lo sé. El local de Lex ni siquiera circula a esta hora del día; tendrán que desviarse en el Puente de Brooklyn. ¿El agua? ¿Acaso tendrán una lancha esperándolos en el muelle? ¿O un hidroavión? No puedo imaginarme lo que se proponen.
—South Ferry viene después de Bowling Green. ¿Qué viene
después
de South Ferry?
—La vía da un rodeo, se dirige al Norte y vuelve a Bowling Green. No veo que esto pueda serles de utilidad. Siempre hay trenes parados en Bowling Green, y quedarían bloqueados.
El comisario del distrito le dio las gracias y miró al jefe de Policía, el cual parecía preocupado, pero absolutamente neutral. «Me está dando rienda suelta —pensó el comisario del distrito—. Confía implícitamente en sus subordinados. ¿Y por qué no ha de hacerlo, si nadie se cubrirá de gloria en este asunto?»
—Podríamos seguirlos en otro tren —dijo el jefe de la Policía de Tráfico—. Ya sé que prometimos no...
—¿No se pondrían rojas las señales después de su paso, y no se detendría nuestro tren automáticamente?
—En la vía local, sí; pero no en la de los directos —dijo el jefe—. Tal vez no han pensado en esto.
—Lo habrán pensado —contestó el comisario del distrito—. Saben demasiado sobre el Metro como para que les pueda haber pasado por alto este detalle. Bueno, tal vez podríamos seguirlos por la vía de los directos. Pero si nos descubriesen, matarían a un pasajero.
—También podríamos seguir su ruta en el tablero de la Torre de Grand Central, hasta la estación del Puente de Brooklyn. A partir de allí, la Torre de Nevins Street controla la zona de Brooklyn hacia el Sur.
—De este modo, ¿podríamos saber exactamente cuándo se ponen en movimiento?
—Sí. Y también dónde están exactamente en cada instante. Desde luego, tendremos que situar también agentes de Tráfico en todos los andenes.
—De acuerdo —dijo, vivamente, el comisario del distrito—. Vamos a ponerlo en práctica. Su Torre seguirá sus movimientos. Un tren directo marchará detrás de ellos. ¿Se pueden apagar todas las luces exteriores e interiores?
—Sí.
—Muy bien. —El comisario del distrito meneó la cabeza—. ¡Menuda hazaña perseguir a alguien... con un Metro! El subinspector jefe Daniels se encargará del tren directo. Coches de patrulla lo seguirán por la calle. El mayor problema está en las comunicaciones. ¿De la Torre a aquí, y a la Central, y a los coches de patrulla? Mala cosa. Será mejor situar dos hombres en la Torre, con teléfonos independientes, uno conectado conmigo y el otro con la Central, de modo que podamos transmitir los mensajes directamente a los coches. Hay que emplear en esto todos los vehículos disponibles. Y todos los agentes. Tanto de la PDNY como de la JT. Cubrir todas las estaciones, todas las salidas, todas las salidas de emergencia. ¿Cuántas salidas de emergencia hay, jefe?
—Aproximadamente dos por estación.
—Sólo una cosa —dijo el jefe de Policía, rompiendo su silencio—. Hay que tener mucho cuidado. Los rehenes. No quiero que muera ninguno de ellos.
—Sí —dijo el comisario del distrito—. No debemos olvidar que están bajo la amenaza de las balas.
De pronto sintió frío. Habían caído las sombras, y la multitud parecía congelada; los policías tenían el aspecto de rígidos muñecos vestidos de azul. Recordó lo que había dicho anteriormente al jefe superior: que no volvería a ser el mismo cuando hubiese terminado aquello. Era verdad. Lo había trastornado por completo.
El súbito retorno de toda la luz al vagón pilló desprevenidos a los pasajeros y los hizo parpadear, confusos. Los brillantes tubos de neón ponían al descubierto tensiones que habían sido mitigadas por las luces de emergencia: bocas crispadas y temblorosas, arrugadas de fatiga, ojos que revelaban miedo. Tom Berry observó que la intensidad de la luz delataba las horas de vuelo de la chica del sombrero anzac; la penumbra la había favorecido. El más joven de los dos muchachos parecía aturdido, como si hubiese sido arrancado violentamente del sueño. El pañuelo que el belicoso negro se aplicaba a la cara ya no estaba limpio, y sus manchas eran de un rojo chillón. Sólo la vieja borracha permanecía inmutable. Dormía ruidosamente, y de sus labios brotaba una espumilla irisada. Los secuestradores parecían más corpulentos y amenazadores. «Bueno —pensó Berry—;
habían
engordado un poco, gracias a su respectivo cuarto de millón de dólares.»
Se abrió la puerta de la cabina y salió el jefe. Su aparición provocó murmullos apagados por parte de los pasajeros, y el viejo, que parecía haberse erigido en portavoz, dijo:
—¡Ah! Aquí está nuestro amigo. Veamos lo que va a pasar ahora.
—Atención, por favor. —El jefe esperó, impávido y paciente, y Berry pensó: «Hay algo profesional en su actitud; está acostumbrado a mandar a grupos de personas»—. Bien. Dentro de cinco minutos pondremos en marcha el vagón. Permanecerán sentados y quietos. Deberán seguir haciendo exactamente lo que les diga.
Un énfasis idiosincrásico en el
deberán
despertó la memoria de Tom Berry. ¿Dónde lo había oído? En el Ejército. ¡Claro! Era el término y el tono empleados por los instructores, los oficiales y las clases de tropa. «
Deberán
llevar uniformes clase A...
Deberán
presentarse a las ochocientas horas...
Deberán
vigilar la zona...» Bueno, quedaba aclarado un pequeño misterio: el jefe había estado en el Ejército y había dado órdenes en él. Y ahora, ¿qué?
—Confiamos en que dentro de poco podremos dejarlos ir sanos y salvos. Pero, mientras tanto, siguen siendo nuestros rehenes. Pórtense como tales.
El viejo dijo:
—Ya que el tren se pondrá en marcha, ¿le importaría dejarme en Fulton Street?
El jefe no le hizo caso. Sin añadir palabra, volvió a la cabina. La mayoría de los pasajeros miraron al viejo de forma airada, censurando su ligereza. El viejo sonrió taimadamente.
«La prueba tocaba a su fin», pensó Berry. Dentro de poco, los pasajeros respirarían a pleno pulmón el aire contaminado de la superficie y abrumarían a la Policía con inexactos y contradictorios detalles del suceso. Todos, menos el agente Tom Berry, que daría una versión correcta, a pesar del desdén que, sin duda, no tratarían de disimular sus compañeros. Cuando se reuniese con Deedee, después de terminado el interrogatorio, habría dejado de ser un poli, salvo oficialmente, aunque también en este sentido dejaría pronto de serlo. ¿Qué haría cuando lo expulsasen del Cuerpo? ¿Casarse con Deedee e iniciar una vida de rebelde social, cantando eslóganes antibelicistas y maldiciendo a la CIA, cogidos de la mano, o juntando sus dos corazones en uno para protestar contra los impuestos, rompiendo cristales a pedradas?
El más pequeño de los dos chiquillos empezó a lloriquear. Berry observó a la madre, que trataba de imponerle silencio.
—No, Brandon, tienes que estarte callado.
El chico se removió, inquieto, y dijo en voz alta:
—Estoy cansado. Quiero salir de aquí.
—He dicho que te calles. —El murmullo de la mujer no careció de energía—. ¿No has oído lo que ha dicho ese hombre? ¡Tienen que estarse quietos!
Y le dio un azote en el trasero.
Cuando empezaron a moverse los trenes situados al sur del Pelham Uno Dos Tres y a brillar las lucecitas rojas en el tablero de la Torre de Grand Central, los empleados lanzaron gritos de júbilo. Marino frunció las cejas y miró por encima del hombro, recordando que Caz Dolowicz quería silencio en la sala de la Torre. Pero Caz ya no estaba allí; lo habían matado. «Esto —pensó Marino— lo convertía a él en el jefe.» Y también a él le gustaba el silencio.
—Guarden compostura —dijo, y al hacerlo advirtió que había empleado la frase predilecta de Caz—. Guarden compostura en la sala de la Torre.
Marino sostenía un auricular fuertemente apretado a su oído, conectado con un operador de la sala de Comunicaciones de la Jefatura de Policía de Centre Street. Cerca de él, impasible el semblante moreno, Mrs. Jenkins mantenía contacto con Operaciones, de la Jefatura de la Policía de Tráfico.
—Todavía nada —dijo Marino, por teléfono—. Han empezado a despejar la vía hasta South Ferry.
—Está bien —dijo la voz del operador de la Policía—. Todavía nada.
Marino hizo un ademán a Mrs. Jenkins.
—Dígale que aún no hay nada. El Pelham Uno Dos Tres sigue parado.
Mrs. Jenkins dijo por el micro:
—Todavía nada.
—Quiero que todos estén atentos —dijo Marino—. Ahora somos nosotros quienes dirigimos el baile. Por consiguiente, nada de alboroto.
Volvió la mirada hacia el tablero y la fijó en las lucecitas rojas que indicaban la posición del Pelham Uno Dos Tres. En la sala de la Torre reinó un silencio absoluto.
—Guarden compostura —dijo Marino, severamente—. Como si Caz estuviese aún entre nosotros.
El subinspector jefe Daniels marchaba al frente de un grupo de treinta hombres por el túnel, en dirección al Woodlawn Uno Cuatro Uno, detenido en la vía de los trenes directos, a unos ciento cincuenta metros de la estación de la Calle Veintiocho. Su fuerza se componía de veinte especialistas de la Brigada de Operaciones Especiales y diez agentes de Tráfico, con su casco azul.
El conductor los vio llegar y asomó la cabeza por la ventanilla de la cabina.
—Abra la puerta —dijo el subinspector jefe—. Vamos a subir.
—No sé —dijo el conductor, un hombre de piel tostada, bigotes caídos y pequeñas patillas—. Tengo orden de no dejar subir a nadie.
—Tiene orden, ¿eh? —dijo el subinspector jefe—. ¿Qué se imagina que somos? ¿El Ejército Rojo soviético?
—Supongo que son policías —dijo el conductor, saliendo de la cabina y abriendo la puerta con su llave—. Supongo que tienen autorización.
—Supone bien —dijo el subinspector jefe—. Écheme una mano.
Subió al vagón, gruñendo. La mitad de los treinta pasajeros que se hallaban en el coche avanzó en dirección a él, que levantó una mano.
—Atrás, amigos. Tendrán que trasladarse a los otros vagones. —Hizo una seña a cuatro agentes de Tráfico que habían subido ya—. Encárguense de ellos.
Una voz indignada se destacó del rumor de protesta general.
—¿Sabe usted cuánto tiempo llevo en este maldito tren? ¡Horas! ¡Voy a reclamar cien mil dólares de daños y perjuicios a la ciudad! ¡Y ganaré el pleito!
Los hombres de Tráfico, acostumbrados a manejar multitudes, iniciaron la carga. Los pasajeros retrocedieron a regañadientes. El subinspector jefe pasó por delante de los policías que subían al tren y agarró de un brazo al conductor.
—Vamos a perseguir un tren —le dijo—. Quiero que apague todas las luces y que desenganche este vagón del resto del convoy.
—¡Hombre! No puedo hacer eso.
El subinspector jefe aumentó la presión sobre el brazo del otro.
—Todas las luces apagadas, incluidos los faros delanteros, las luces de posición, ¡todo! Este coche tiene que estar a oscuras por dentro y por fuera, y, además, ha de separarlo del resto del tren.
Probablemente, el conductor estaba dispuesto a seguir discutiendo, pero la creciente presión sobre su brazo hizo que lo pensara mejor. Empujado por el subinspector jefe, entró en la cabina y cogió las llaves y la empuñadura del freno.
El subinspector jefe escogió a un hombre para que acompañase al conductor. Ambos corrieron a la parte posterior del vagón, donde los últimos pasajeros eran empujados a través de la puerta por los agentes de Tráfico, como reses en la entrada de un corral. Daniels destacó a otros cascos azules para que ayudasen a mantener el orden, y luego dijo a los restantes miembros de su fuerza que ocupasen los asientos. Armados con rifles, fusiles y lanzagases lacrimógenos, los hombres anduvieron torpemente de un lado a otro y, por fin, se sentaron. El subinspector jefe entró en la cabina.