Pedro Páramo (6 page)

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Authors: Juan Rulfo

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Pedro Páramo
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—¿Quién será? —preguntaba la mujer.

—Quién sabe —contestaba el hombre.

—¿Cómo vendría a dar aquí?

—Quién sabe.

—Como que le oí decir algo de su padre.

—Yo también le oí decir eso.

—¿No andará perdido? Acuérdate cuando cayeron por aquí aquellos que dijeron andar perdidos. Buscaban un lugar llamado Los Confines y tú les dijiste que no sabías dónde quedaba eso.

—Sí, me acuerdo; pero déjame dormir. Todavía no amanece.

—Falta poco. Si por algo te estoy hablando es para que despiertes. Me encomendaste que te recordara antes del amanecer. Por eso lo hago. ¡Levántate!

—¿Y para qué quieres que me levante?

—No sé para qué. Me dijiste anoche que te despertara. No me aclaraste para qué.

—En ese caso, déjame dormir. ¿No oíste lo que dijo ése cuando llegó? Que lo dejáramos dormir.

—Fue lo único que dijo.

Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño.

Y al rato otra vez:

—Acaba de moverse. Si se ofrece, ya va a despertar. Y si nos mira aquí nos preguntará cosas.

—¿Qué preguntas puede hacernos?

—Bueno. Algo tendrá que decir, ¿no?

—Déjalo. Debe estar muy cansado.

—¿Crees tú?

—Ya cállate, mujer.

—Mira, se mueve. ¿Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido.

—¿Qué te ha sucedido a ti?

—Aquello.

—No sé de qué hablas.

—No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.

—¿De cuál eso?

—De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho.

—¿Y hasta ahora vienes con ese cuento? ¿Por qué no te duermes y me dejas dormir?

—Me pediste que te recordara. Eso estoy haciendo. Por Dios que estoy haciendo lo que me pediste que hiciera. ¡Ándale! Ya va siendo hora de que te levantes.

—Déjame en paz, mujer.

El hombre pareció dormir. La mujer siguió rezongando; pero con voz muy queda:

—Ya debe haber amanecido, porque hay luz. Puedo ver a ese hombre desde aquí, y si lo veo es porque hay luz bastante para verlo. No tardará en salir el sol. Claro, eso ni se pregunta. Si se ofrece, el tal es algún malvado. Y le hemos dado cobijo. No le hace que nomás haya sido por esta noche; pero lo escondimos. Y eso nos traerá el mal a la larga… Míralo cómo se mueve, como que no encuentra acomodo. Si se ofrece ya no puede con su alma.

Aclaraba el día. El día desbarata las sombras. Las deshace. El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Oía:

—Se rebulle sobre sí mismo como un condenado. Y tiene todas las trazas de un mal hombre. ¡Levántate, Donis! Míralo. Se restriega contra el suelo, retorciéndose. Babea. Ha de ser alguien que debe muchas muertes. Y tú no lo reconociste.

—Debe ser un pobre hombre. ¡Duérmete y déjanos dormir!

—¿Y por qué me voy a dormir, si yo no tengo sueño?

—¡Levántate y lárgate a donde no des guerra!

—Eso haré. Iré a prender la lumbre. Y de paso le diré a ese fulano que venga a acostarse aquí contigo, en el lugar que voy a dejarle.

—Díselo.

—No podré. Me dará miedo.

—Entonces vete a hacer tu quehacer y déjanos en paz.

—Eso haré.

—¿Y qué esperas?

—Ya voy.

Sentí que la mujer bajaba de la cama. Sus pies descalzos taconeaban el suelo y pasaban por encima de mi cabeza. Abrí y cerré los ojos.

Cuando desperté, había un sol de mediodía. junto a mí, un jarro de café. Intenté beber aquello. Le di unos sorbos.

—No tenemos más. Perdone lo poco. Estamos tan escasos de todo, tan escasos…

Era una voz de mujer.

—No se preocupe por mí —le dije—. Por mí no se preocupe. Estoy acostumbrado. ¿Cómo se va uno de aquí?

—¿Para dónde?

—Para donde sea.

—Hay multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que se mira desde aquí, que no sé para dónde irá —y me señaló con sus dedos el hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto—. Este otro de por acá, que pasa por la Media Luna. Y hay otro más, que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos.

—Quizá por ése fue por donde vine.

—¿Para dónde va?

—Va para Sayula.

—Imagínese usted. Yo que creía que Sayula quedaba de éste lado. Siempre me ilusionó conocerlo. Dicen que por allá hay mucha gente, ¿no?

—La que hay en todas partes.

—Figúrese usted. Y nosotros aquí tan solos. Desviviéndonos por conocer aunque sea tantito de la vida.

—¿Adónde fue su marido?

—No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa. ¿Que adónde fue? De seguro a buscar un becerro cimarrón que anda por ahí desbalagado. Al menos eso me dijo.

—¿Cuánto hace que están ustedes aquí?

—Desde siempre. Aquí nacimos.

—Debieron conocer a Dolores Preciado.

—Tal vez él, Donis. Yo sé tan poco de la gente. Nunca salgo. Aquí donde me ve, aquí he estado sempiternamente… Bueno, ni tan siempre. Sólo desde que él me hizo su mujer. Desde entonces me la paso encerrada, porque tengo miedo de que me vean. Él no quiere creerlo, pero ¿verdad que estoy para dar miedo? —y se acercó a donde le daba el sol—. ¡Míreme la cara!

Era una cara común y corriente.

—¿Qué es lo que quiere que le mire?

—¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de pote que me llenan de arriba abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo.

—¿Y quién la puede ver si aquí no hay nadie? He recorrido el pueblo y no he visto a nadie.

—Eso cree usted; pero todavía hay algunos. ¿Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, si Melquiades, si Prudencio el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven? Lo que acontece es que se la pasan encerrados. De día no se qué harán; pero las noches se las pasan en su encierro. Aquí esas horas están llenas de espantos. Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de padrenuestro. Y eso no les puede servir de nada. Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura. Al menos eso me dijo el obispo que pasó por aquí hace algún tiempo dando confirmaciones. Yo me le puse enfrente y le confesé todo:

»—Eso no se perdona —me dijo.

»—Estoy avergonzada.

»—No es el remedio.

»—¡Cásenos usted!

»—¡Apártense!

»—Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo. Tal vez tenga ya a quién confirmar cuando regrese.

»——Sepárense. Eso es todo lo que se puede hacer.

»—Pero ¿cómo viviremos?

»—Como viven los hombres.

»Y se fue, montado en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás, como si hubiera dejado aquí la imagen de la perdición. Nunca ha vuelto. Y ésa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros. Ya viene. ¿Lo oye usted?

—Sí, lo oigo.

—Es él.

Se abrió la puerta.

—¿Qué pasó con el becerro? —preguntó ella.

—Se le ocurrió no venir ahora; pero fui siguiendo su rastro y casi estoy por saber dónde asiste. Hoy en la noche lo agarraré.

—¿Me vas a dejar sola a la noche?

—Puede que sí.

—No podré soportarlo. Necesito tenerte conmigo. Es la única hora que me siento tranquila. La hora de la noche.

—Esta noche iré por el becerro.

—Acabo de saber —intervine yo— que son ustedes hermanos.

—¿Lo acaba de saber? Yo lo sé mucho antes que usted. Así que mejor no intervenga. No nos gusta que se hable de nosotros.

—Yo lo decía en un plan de entendimiento. No por otra cosa.

—¿Qué entiende usted?

—Nada —dije—. Cada vez entiendo menos —y añadí—: Quisiera volver al lugar de donde vine. Aprovecharé la poca luz que queda del día.

—Es mejor que espere —me dijo él—. Aguarde hasta mañana. No tarda en oscurecer y todos los caminos están enmarañados de breñas. Puede usted perderse. Mañana yo lo encaminaré.

—Está bien.

Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día.

Después salió la estrella de la tarde, y más tarde la luna.

El hombre y la mujer no estaban conmigo. Salieron por la puerta que daba al patio y cuando regresaron ya era de noche. Así que ellos no supieron lo que había sucedido mientras andaban afuera.

Y esto fue lo que sucedió:

Viniendo de la calle, entró una mujer en el cuarto. Era vieja de muchos años, y flaca como si le hubieran achicado el cuero. Entró y paseó sus ojos redondos por el cuarto. Tal vez hasta me vio. Tal vez creyó que yo dormía. Se fue derecho a donde estaba la cama y sacó de debajo de ella una petaca. La esculcó. Puso unas sábanas debajo de su brazo y se fue andando de puntitas como para no despertarme.

Yo me quedé tieso, aguantando la respiración, buscando mirar hacia otra parte. Hasta que al fin logré torcer la cabeza y ver hacia allá, donde la estrella de la tarde se había juntado con la luna.

—¡Tome esto! —oí.

No me atrevía a volver la cabeza.

—¡Tómelo! Le hará bien. Es agua de azahar. Sé que está asustado porque tiembla. Con esto se le bajará el miedo.

Reconocí aquellas manos y al alzar los ojos reconocí la cara. El hombre, que estaba detrás de ella, preguntó:

—¿Se siente usted enfermo?

—No sé. Veo cosas y gente donde quizás ustedes no vean nada. Acaba de estar aquí una señora. Ustedes tuvieron que verla salir.

—Vente —le dijo él a la mujer—. Déjalo solo. Debe ser un místico.

—Debemos acostarlo en la cama. Mira cómo tiembla, de seguro tiene fiebre.

—No le hagas caso. Estos sujetos se ponen en ese estado para llamar la atención. Conocí a uno en la Media Luna que se decía adivino. Lo que nunca adivinó fue que se iba a morir en cuanto el patrón le adivinó lo chapucero. Ha de ser un místico de ésos. Se pasan la vida recorriendo los pueblos «a ver lo que la Providencia quiera darles»; pero aquí no va a encontrar ni quien le quite el hambre. ¿Ves como ya dejó de temblar? Y es que nos está oyendo.

Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes deshaciéndose. Las parvadas de los tordos. Y en seguida la tarde todavía llena de luz.

Las paredes reflejando el sol de la tarde. Mis pasos rebotando contra las piedras. El arriero que me decía: «¡Busque a doña Eduviges, si todavía vive!».

Luego un cuarto a oscuras. Una mujer roncando a mi lado. Noté que su respiración era dispareja como si estuviera entre sueños, más bien como si no durmiera y sólo imitara los ruidos que produce el sueño. La cama era de otate cubierta con costales que olían a orines, como si nunca los hubieran oreado al sol; y la almohada era una jerga que envolvía pochote o una lana tan dura o tan sudada que se había endurecido como leño.

Junto a mis rodillas sentía las piernas desnudas de la mujer, y junto a mi cara su respiración. Me senté en la cama apoyándome en aquel como adobe de la almohada.

—¿No duerme usted? —me preguntó ella.

—No tengo sueño. He dormido todo el día. ¿Dónde está su hermano?

—Se fue por esos rumbos. Ya usted oyó adónde tenía que ir. Quizá no venga esta noche.

—¿De manera que siempre se fue? ¿A pesar de usted?

—Sí. Y tal vez no regrese. Así comenzaron todos. Que voy a ir aquí, que voy a ir más allá. Hasta que se fueron alejando tanto, que mejor no volvieron. Él siempre ha tratado de irse, y creo que ahora le ha llegado su turno. Quizá sin yo saberlo, me dejó con usted para que me cuidara. Vio su oportunidad. Eso del becerro cimarrón fue sólo un pretexto. Ya verá usted que no vuelve.

Quise decirle: «Voy a salir a buscar un poco de aire, porque siento náuseas»; pero dije:

—No se preocupe. Volverá.

Cuando me levanté, me dijo:

—He dejado en la cocina algo sobre las brasas. Es muy poco; pero es algo que puede calmarle el hambre.

Encontré un trozo de cecina y encima de las brasas unas tortillas.

—Son cosas que le pude conseguir —oí que me decía desde allá—. Se las cambié a mi hermana por dos sábanas limpias que yo tenía guardadas desde el tiempo de mi madre. Ella ha de haber venido a recogerlas. No se lo quise decir delante de Donis; pero fue ella la mujer que usted vio y que lo asustó tanto.

Un cielo negro, lleno de estrellas. Y junto a la luna la estrella más grande de todas.

—¿No me oyes? —pregunté en voz baja.

Y su voz me respondió:

—¿Dónde estás?

—Estoy aquí, en tu pueblo. Junto a tu gente. ¿No me ves?

—No, hijo, no te veo.

Su voz parecía abarcarlo todo. Se perdía más allá de la tierra.

—No te veo.

Regresé al mediotecho donde dormía aquella mujer y le dije:

—Me quedaré aquí, en mi mismo rincón. Al fin y al cabo la cama está igual de dura que el suelo. Si algo se le ofrece, avíseme.

Ella me dijo:

—Donis no volverá. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse. Ahora tú te encargarás de cuidarme. ¿O qué, no quieres cuidarme? Vente a dormir aquí conmigo.

—Aquí estoy bien.

—Es mejor que te subas a la cama. Allí te comerán las turicatas.

Entonces fui y me acosté con ella.

El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. De su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.

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