Pedro Páramo (2 page)

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Authors: Juan Rulfo

Tags: #Cuento, Relato

BOOK: Pedro Páramo
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—Abundio —me contestó. Pero ya no alcancé a oír el apellido.

—Soy Eduviges Dyada. Pase usted.

Parecía que me hubiera estado esperando. Tenía todo dispuesto, según me dijo, haciendo que la siguiera por una larga serie de cuartos oscuros, al parecer desolados.

Pero no; porque, en cuanto me acostumbré a la oscuridad y al delgado hilo de luz que nos seguía, vi crecer sombras a ambos lados y sentí que íbamos caminando a través de un angosto pasillo abierto entre bultos.

—¿Qué es lo que hay aquí? —pregunté.

—Tiliches —me dijo ella—. Tengo la casa toda entilichada. La escogieron para guardar sus muebles los que se fueron, y nadie ha regresado por ellos. Pero el cuarto que le he reservado está al fondo. Lo tengo siempre descombrado por si alguien viene. ¿De modo que usted es hijo de ella?

—¿De quién? —respondí.

—De Doloritas.

—Sí, pero ¿cómo lo sabe?

—Ella me avisó que usted vendría. Y hoy precisamente. Que llegaría hoy.

—¿Quién? ¿Mi madre?

—Sí. Ella.

Yo no supe qué pensar. Ni ella me dejó en qué pensar:

—Éste es su cuarto —me dijo.

No tenía puertas, solamente aquella por donde habíamos entrado. Encendió la vela y lo vi vacío.

—Aquí no hay dónde acostarse —le dije.

—No se preocupe por eso. Usted ha de venir cansado y el sueño es muy buen colchón para el cansancio. Ya mañana le arreglaré su cama. Como usted sabe, no es fácil ajuarear las cosas en un dos por tres. Para eso hay que estar prevenido, y la madre de usted no me avisó sino hasta ahora.

—Mi madre —dije—, mi madre ya murió.

—Entonces ésa fue la causa de que su voz se oyera tan débil, como si hubiera tenido que atravesar una distancia muy larga para llegar hasta aquí. Ahora lo entiendo. ¿Y cuánto hace que murió?

—Hace ya siete días.

—Pobre de ella. Se ha de haber sentido abandonada. Nos hicimos la promesa de morir juntas. De irnos las dos para darnos ánimo una a la otra en el otro viaje, por si se necesitara, por si acaso encontrábamos alguna dificultad. Éramos muy amigas. ¿Nunca le habló de mí?

—No, nunca.

—Me parece raro. Claro que entonces éramos unas chiquillas. Y ella estaba apenas recién casada. Pero nos queríamos mucho. Tu madre era tan bonita, tan, digamos, tan tierna, que daba gusto quererla. Daban ganas de quererla. ¿De modo que me lleva ventaja, no? Pero ten la seguridad de que la alcanzaré. Sólo yo entiendo lo lejos que está el cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga. O, si tú quieres, forzarlo a disponer antes de tiempo. Perdóname que te hable de tú; lo hago porque te considero como mi hijo. Sí, muchas veces dije: «El hijo de Dolores debió haber sido mío». Después te diré por qué. Lo único que quiero decirte ahora es que alcanzaré a tu madre en alguno de los caminos de la eternidad.

Yo creía que aquella mujer estaba loca. Luego ya no creí nada. Me sentí en un mundo lejano y me dejé arrastrar. Mi cuerpo, que parecía aflojarse, se doblaba ante todo, había soltado sus amarras y cualquiera podía jugar con él como si fuera de trapo.

—Estoy cansado —le dije.

—Ven a tomar antes algún bocado. Algo de algo. Cualquier cosa.

—Iré. Iré después.

El agua que goteaba de las tejas hacía un agujero en la arena del patio. Sonaba: plas plas y luego otra vez plas en mitad de una hoja de laurel que daba vueltas y rebotes metida en la hendidura de los ladrillos. Ya se había ido la tormenta. Ahora de vez en cuando la brisa sacudía las ramas del granado haciéndolas chorrear una lluvia espesa, estampando la tierra con gotas brillantes que luego se empañaban. Las gallinas, engarruñadas como si durmieran, sacudían de pronto sus alas y salían al patio, picoteando de prisa, atrapando las lombrices desenterradas por la lluvia. Al recorrerse las nubes, el sol sacaba luz a las piedras, irisaba todo de colores, se bebía el agua de la tierra, jugaba con el aire dándole brillo a las hojas con que jugaba el aire.

—¿Qué tanto haces en el excusado, muchacho?

—Nada, mamá.

—Si sigues allí va a salir una culebra y te va a morder.

—Sí, mamá.

«Pensaba en ti, Susana. En las lomas verdes. Cuando volábamos papalotes en la época del aire. Oíamos allá abajo el rumor viviente del pueblo mientras estábamos encima de él, arriba de la loma, en tanto se nos iba el hilo de cáñamo arrastrado por el viento. “Ayúdame, Susana”. Y unas manos suaves se apretaban a nuestras manos. “Suelta más hilo”.

»El aire nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, el pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra.

»Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío».

—Te he dicho que te salgas del excusado, muchacho.

—Sí, mamá. Ya voy:

«De ti me acordaba. Cuando tú estabas allí mirándome con tus ojos de aguamarina».

Alzó la vista y miró a su madre en la puerta.

—¿Por qué tardas tanto en salir? ¿Qué haces aquí?

—Estoy pensando.

—¿Y no puedes hacerlo en otra parte? Es dañoso estar mucho tiempo en el excusado. Además, debías de ocuparte en algo. ¿Por qué no vas con tu abuela a desgranar maíz?

—Ya voy, mamá. Ya voy.

—Abuela, vengo a ayudarle a desgranar maíz.

—Ya terminamos; pero vamos a hacer chocolate. ¿Dónde te habías metido? Todo el rato que duró la tormenta te anduvimos buscando.

—Estaba en el otro patio.

—¿Y qué estabas haciendo? ¿Rezando?

—No, abuela, solamente estaba viendo llover.

La abuela lo miró con aquellos ojos medio grises, medio amarillos, que ella tenía y que parecían adivinar lo que había dentro de uno.

—Vete, pues, a limpiar el molino.

«A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras».

—Abuela, el molino no sirve, tiene el gusano roto.

—Esa Micaela ha de haber molido molcates en él. No se le quita esa mala costumbre; pero en fin, ya no tiene remedio.

—¿Por qué no compramos otro? Éste ya de tan viejo ni servía.

—Dices bien. Aunque con los gastos que hicimos para enterrar a tu abuelo y los diezmos que le hemos pagado a la Iglesia nos hemos quedado sin un centavo. Sin embargo, haremos un sacrificio y compraremos otro. Sería bueno que fueras a ver a doña Inés Villalpando y le pidieras que nos lo fiara para octubre. Se lo pagaremos en las cosechas.

—Sí, abuela.

—Y de paso, para que hagas el mandado completo, dile que nos empreste un cernidor y una podadera; con lo crecidas que están las matas ya mero se nos meten en las trasijaderas. Si yo tuviera mi casa grande, con aquellos grandes corrales que tenía, no me estaría quejando. Pero tu abuelo le jerró con venirse aquí. Todo sea por Dios: nunca han de salir las cosas como uno quiere. Dile a doña Inés que le pagaremos en las cosechas todo lo que le debemos.

—Sí, abuela.

Había chuparrosas. Era la época. Se oía el zumbido de sus alas entre las flores del jazmín que se caía de flores.

Se dio una vuelta por la repisa del Sagrado Corazón y encontró veinticuatro centavos. Dejó los cuatro centavos y tomó el veinte.

Antes de salir, su madre lo detuvo:

—¿Adónde vas?

—Con doña Inés Villalpando por un molino nuevo. El que teníamos se quebró.

—Dile que te dé un metro de tafeta negra, como ésta. —y le dio la muestra—. Que lo cargue en nuestra cuenta.

—Muy bien, mamá.

—A tu regreso cómprame unas cafiaspirinas. En la maceta del pasillo encontrarás dinero.

Encontró un peso. Dejó el veinte y agarró el peso.

«Ahora me sobrará dinero para lo que se ofrezca», pensó.

—¡Pedro! —le gritaron—. ¡Pedro!

Pero él ya no oyó. Iba muy lejos.

Por la noche volvió a llover. Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato; luego se ha de haber dormido, porque cuando despertó sólo se oía una llovizna callada. Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas. «Miraba caer las gotas iluminadas por los relámpagos, y cada vez que respiraba suspiraba, y cada vez que pensaba, pensaba en ti, Susana».

La lluvia se convertía en brisa. Oyó: «El perdón de los pecados y la resurrección de la carne. Amén». Eso era acá adentro, donde unas mujeres rezaban el final del rosario. Se levantaban; encerraban los pájaros; atrancaban la puerta; apagaban la luz.

Sólo quedaba la luz de la noche, el siseo de la lluvia como un murmullo de grillos…

—¿Por qué no has ido a rezar el rosario? Estamos en el novenario de tu abuelo.

Allí estaba su madre en el umbral de la puerta, con una vela en la mano. Su sombra descorrida hacia el techo, larga, desdoblada. Y las vigas del techo la devolvían en pedazos, despedazada.

—Me siento triste —dijo.

Entonces ella se dio vuelta. Apagó la llama de la vela. Cerró la puerta y abrió sus sollozos, que se siguieron oyendo confundidos con la lluvia.

El reloj de la iglesia dio las horas, una tras otra, una tras otra, como si se hubiera encogido el tiempo.

—Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. ¿Nunca te platicó ella nada de esto?

—No. Sólo me contaba cosas buenas. De usted vine a saber por el arriero que me trajo hasta aquí, un tal Abundio.

—El bueno de Abundio. ¿Así que todavía me recuerda? Yo le daba sus propinas por cada pasajero que encaminara a mi casa. Y a los dos nos iba bien. Ahora, desventuradamente, los tiempos han cambiado, pues desde que esto está empobrecido ya nadie se comunica con nosotros. ¿De modo que él te recomendó que vinieras a verme?

—Me encargó que la buscara.

—No puedo menos que agradecérselo. Fue buen hombre y muy cumplido. Era quien nos acarreaba el correo, y lo siguió haciendo todavía después que se quedó sordo. Me acuerdo del desventurado día que le sucedió su desgracia. Todos nos conmovimos, porque todos lo queríamos. Nos llevaba y traía cartas. Nos contaba cómo andaban las cosas allá del otro lado del mundo, y seguramente a ellos les contaba cómo andábamos nosotros. Era un gran platicador. Después ya no. Dejó de hablar. Decía que no tenía sentido ponerse a decir cosas que él no oía, que no le sonaban a nada, a las que no les encontraba ningún sabor. Todo sucedió a raíz de que le tronó muy cerca de la cabeza uno de esos cohetones que usamos aquí para espantar las culebras de agua. Desde entonces enmudeció, aunque no era mudo; pero, eso sí, no se le acabó lo buena gente.

—Este de que le hablo oía bien.

—No debe ser él. Además, Abundio ya murió. Debe haber muerto seguramente. ¿Te das cuenta? Así que no puede ser él.

—Estoy de acuerdo con usted.

—Bueno, volviendo a tu madre, te iba diciendo…

Sin dejar de oírla, me puse a mirar a la mujer que tenía frente a mí. Pensé que debía haber pasado por años difíciles. Su cara se transparentaba como si no tuviera sangre, y sus manos estaban marchitas; marchitas y apretadas de arrugas. No se le veían los ojos. Llevaba un vestido blanco muy antiguo, recargado de holanes, y del cuello, enhilada en un cordón, le colgaba una María Santísima del Refugio con un letrero que decía: «Refugio de pecadores».

—… Ese sujeto de que te estoy hablando trabajaba como «amansador» en la Media Luna; decía llamarse Inocencio Osorio. Aunque todos lo conocíamos por el mal nombre del Saltaperico por ser muy liviano y ágil para los brincos. Mi compadre Pedro decía que estaba que ni mandado a hacer para amansar potrillos; pero lo cierto es que él tenía otro oficio: el de «provocador». Era provocador de sueños. Eso es lo que era verdaderamente. Y a tu madre la enredó como lo hacía con muchas. Entre otras, conmigo. Una vez que me sentí enferma se presentó y me dijo: «Te vengo a pulsear para que te alivies». Y todo aquello consistía en que se soltaba sobándola a una, primero en las yemas de los dedos, luego restregando las manos; después los brazos, y acababa metiéndose con las piernas de una, en frío, así que aquello al cabo de un rato producía calentura. Y, mientras maniobraba, te hablaba de tu futuro. Se ponía en trance, remolineaba los ojos invocando y maldiciendo; llenándote de escupitajos como hacen los gitanos. A veces se quedaba en cueros porque decía que ése era nuestro deseo. Y a veces le atinaba; picaba por tantos lados que con alguno tenía que dar.

»La cosa es que el tal Osorio le pronosticó a tu madre, cuando fue a verlo, que “esa noche no debía repegarse a ningún hombre porque estaba brava la luna”.

»Dolores fue a decirme toda apurada que no podía. Que simplemente se le hacía imposible acostarse esa noche con Pedro Páramo. Era su noche de bodas. Y ahí me tienes a mí tratando de convencerla de que no se creyera del Osorio, que por otra parte era un embaucador embustero.

»—No puedo —me dijo—. Anda tú por mí. No lo notará.

»Claro que yo era mucho más joven que ella. Y un poco menos morena; pero esto ni se nota en lo oscuro.

»—No puede ser, Dolores, tienes que ir tú.

»—Hazme ese favor. Te lo pagaré con otros.

»Tu madre en ese tiempo era una muchachita de ojos humildes. Si algo tenía bonito tu madre, eran los ojos. Y sabían convencer.

»—Ve tú en mi lugar —me decía.

»Me valí de la oscuridad y de otra cosa que ella no sabía: y es que a mí también me gustaba Pedro Páramo.

»Me acosté con él, con gusto, con ganas. Me atrinchilé a su cuerpo; pero el jolgorio del día anterior lo había dejado rendido, así que se pasó la noche roncando. Todo lo que hizo fue entreverar sus piernas entre mis piernas.

»Antes que amaneciera me levanté y fui a ver a Dolores. Le dije:

»Ahora anda tú. Éste es ya otro día.

»—¿Qué te hizo? —me preguntó.

»—Todavía no lo sé —le contesté.

»Al año siguiente naciste tú; pero no de mí, aunque estuvo en un pelo que así fuera.

»Quizá tu madre no te contó esto por vergüenza.

“… Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada…”

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