»Ella siempre odió a Pedro Páramo. “¡Doloritas! ¿Ya ordenó que me preparen el desayuno?” Y tu madre se levantaba antes del amanecer. Prendía el nixtenco. Los gatos se despertaban con el olor de la lumbre. Y ella iba de aquí para allá, seguida por el rondín de gatos. “¡Doña Doloritas!”
»¿Cuántas veces oyó tu madre aquel llamado? “Doña Doloritas, esto está frío. Esto no sirve”. ¿Cuántas veces? Y aunque estaba acostumbrada a pasar lo peor, sus ojos humildes se endurecieron.
“… No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo”.
»Entonces comenzó a suspirar.
»—¿Por qué suspira usted, Doloritas?
»Yo los había acompañado esa tarde. Estábamos en mitad del campo mirando pasar las parvadas de los tordos. Un zopilote solitario se mecía en el cielo.
»—¿Por qué suspira usted, Doloritas?
»—Quisiera ser zopilote para volar a donde vive mi hermana.
»—No faltaba más, doña Doloritas. Ahora mismo irá usted a ver a su hermana. Regresemos. Que le preparen sus maletas. No faltaba más.
»Y tu madre se fue:
»—Hasta luego, don Pedro.
»—¡Adiós, Doloritas!
»Se fue de la Media Luna para siempre. Yo le pregunté muchos meses después a Pedro Páramo por ella.
»—Quería más a su hermana que a mí. Allá debe estar a gusto. Además ya me tenía enfadado. No pienso inquirir por ella, si es eso lo que te preocupa.
»—¿Pero de qué vivirán?
»—Que Dios los asista.»
«… El abandono en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro».
—Y así hasta ahora que ella me avisó que vendrías a verme, no volvimos a saber más de ella.
—La de cosas que han pasado —le dije—. Vivíamos en Colima arrimados a la tía Gertrudis que nos echaba en cara nuestra carga. «¿Por qué no regresas con tu marido?», le decía a mi madre.
»—¿Acaso él ha enviado por mí? No me voy si él no me llama. Vine porque te quería ver. Porque te quería, por eso vine.
»—Lo comprendo. Pero ya va siendo hora de que te vayas.
»—Si consistiera en mí».
Pensé que aquella mujer me estaba oyendo; pero noté que tenía borneada la cabeza como si escuchara algún rumor lejano. Luego dijo:
—¿Cuándo descansarás?
«El día que te fuiste entendí que no te volvería a ver. Ibas teñida de rojo por el sol de la tarde, por el crepúsculo ensangrentado del cielo. Sonreías. Dejabas atrás un pueblo del que muchas veces me dijiste: “Lo quiero por ti; pero lo odio por todo lo demás, hasta por haber nacido en él”. Pensé: “No regresará jamás; no volverá nunca”».
—¿Qué haces aquí a estas horas? ¿No estás trabajando?
—No, abuela. Rogelio quiere que le cuide al niño. Me paso paseándolo. Cuesta trabajo atender las dos cosas: al niño y el telégrafo, mientras que él se vive tomando cervezas en el billar. Además no me paga nada.
—No estás allí para ganar dinero, sino para aprender; cuando ya sepas algo, entonces podrás ser exigente. Por ahora eres sólo un aprendiz; quizá mañana o pasado llegues a ser tú el jefe. Pero para eso se necesita paciencia y, más que nada, humildad. Si te ponen a pasear al niño, hazlo, por el amor de Dios. Es necesario que te resignes.
—Que se resignen otros, abuela, yo no estoy para resignaciones.
—¡Tú y tus rarezas! Siento que te va a ir mal, Pedro Páramo.
—¿Qué es lo que pasa, doña Eduviges?
Ella sacudió la cabeza como si despertara de un sueño.
—Es el caballo de Miguel Páramo, que galopa por el camino de la Media Luna.
—¿Entonces vive alguien en la Media Luna?
—No, allí no vive nadie.
—¿Entonces?
—Solamente es el caballo que va y viene. Ellos eran inseparables. Corre por todas partes buscándolo y siempre regresa a estas horas. Quizá el pobre no puede con su remordimiento. ¿Cómo hasta los animales se dan cuenta de cuando cometen un crimen, no?
—No entiendo. Ni he oído ningún ruido de ningún caballo.
—¿No?
—No.
—Entonces es cosa de mi sexto sentido. Un don que Dios me dio; o tal vez sea una maldición. Sólo yo sé lo que he sufrido a causa de esto.
Guardó silencio un rato y luego añadió:
—Todo comenzó con Miguel Páramo. Sólo yo supe lo que le había pasado la noche que murió. Estaba ya acostada cuando oí regresar su caballo rumbo a la Media Luna. Me extrañó porque nunca volvía a esas horas. Siempre lo hacía entrada la madrugada. Iba a platicar con su novia a un pueblo llamado Contla, algo lejos de aquí. Salía temprano y tardaba en volver. Pero esa noche no regresó… ¿Lo oyes ahora? Está claro que se oye. Viene de regreso.
—No oigo nada.
—Entonces es cosa mía. Bueno, como te estaba diciendo, eso de que no regresó es un puro decir. No había acabado de pasar su caballo cuando sentí que me tocaban por la ventana. Ve tú a saber si fue ilusión mía. Lo cierto es que algo me obligó a ir a ver quién era. Y era él, Miguel Páramo. No me extrañó verlo, pues hubo un tiempo que se pasaba las noches en mi casa durmiendo conmigo, hasta que encontró esa muchacha que le sorbió los sesos.
«—¿Qué pasó? —le dije a Miguel Páramo—. ¿Te dieron calabazas?
»—No. Ella me sigue queriendo —me dijo—. Lo que sucede es que yo no pude dar con ella. Se me perdió el pueblo. Había mucha neblina o humo o no sé qué; pero sí sé que Contla no existe. Fui más allá, según mis cálculos, y no encontré nada. Vengo a contártelo a ti, porque tú me comprendes. Si se lo dijera a los demás de Comala dirían que estoy loco, como siempre han dicho que lo estoy.
»—No. Loco no, Miguel. Debes estar muerto. Acuérdate que te dijeron que ese caballo te iba a matar algún día. Acuérdate, Miguel Páramo. Tal vez te pusiste a hacer locuras y eso ya es otra cosa.
»—Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el
Colorado
lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer ahora para encontrar el camino. Sé que lo brinqué y después seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo.
»—Mañana tu padre se torcerá de dolor —le dije—. Lo siento por él. Ahora vete y descansa en paz, Miguel. Te agradezco que hayas venido a despedirte de mí.
»Y cerré la ventana.
»Antes de que amaneciera un mozo de la Media Luna vino a decir:
»—El patrón don Pedro le suplica. El niño Miguel ha muerto. Le suplica su compañía.
»—Ya lo sé —le dije—. ¿Te pidieron que lloraras?
»—Sí, don Fulgor me dijo que se lo dijera llorando.
»—Está bien. Dile a don Pedro que allá iré. ¿Hace mucho que lo trajeron?
»—No hace ni media hora. De ser antes, tal vez se hubiera salvado. Aunque, según el doctor que lo palpó, ya estaba frío desde tiempo atrás. Lo supimos porque el
Colorado
volvió solo y se puso tan inquieto que no dejó dormir a nadie. Usted sabe cómo se querían él y el caballo, y hasta estoy por creer que el animal sufre más que don Pedro. No ha comido ni dormido y nomás se vuelve un puro corretear. Como que sabe, ¿sabe usted? Como que se siente despedazado y carcomido por dentro.
»—No se te olvide cerrar la puerta cuando te vayas.
»Y el mozo de la Media Luna se fue».
—¿Has oído alguna vez el quejido de un muerto? —me preguntó a mí.
—No, doña Eduviges.
—Más te vale.
En el hidrante las gotas caen una tras otra. Uno oye, salida de la piedra, el agua clara caer sobre el cántaro. Uno oye. Oye rumores; pies que raspan el suelo, que caminan, que van y vienen. Las gotas siguen cayendo sin cesar. El cántaro se desborda haciendo rodar el agua sobre un suelo mojado.
«¡Despierta!», le dicen.
Reconoce el sonido de la voz. Trata de adivinar quién es; pero el cuerpo se afloja y cae adormecido, aplastado por el peso del sueño. Unas manos estiran las cobijas prendiéndose de ellas, y debajo de su calor el cuerpo se esconde buscando la paz.
«¡Despiértate!», vuelven a decir.
La voz sacude los hombros. Hace enderezar el cuerpo. Entreabre los ojos. Se oyen las gotas de agua que caen del hidrante sobre el cántaro raso. Se oyen pasos que se arrastran… Y el llanto.
Entonces oyó el llanto. Eso lo despertó: un llanto suave, delgado, que quizá por delgado pudo traspasar la maraña del sueño, llegando hasta el lugar donde anidan los sobresaltos.
Se levantó despacio y vio la cara de una mujer recostada contra el marco de la puerta, oscurecida todavía por la noche, sollozando.
—¿Por qué lloras, mamá? —preguntó; pues en cuanto puso los pies en el suelo reconoció el rostro de su madre.
—Tu padre ha muerto —le dijo.
Y luego, como si se le hubieran soltado los resortes de su pena, se dio vuelta sobre sí misma una y otra vez, una y otra vez, hasta que unas manos llegaron hasta sus hombros y lograron detener el rebullir de su cuerpo.
Por la puerta se veía el amanecer en el cielo. No había estrellas. Sólo un cielo plomizo, gris, aún no aclarado por la luminosidad del sol. Una luz parda, como si no fuera a comenzar el día, sino como si apenas estuviera llegando el principio de la noche.
Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día; dejando asomar, a través de sus brazos, retazos de cielo, y debajo de sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto suave pero agudo, y la pena haciendo retorcer su cuerpo.
—Han matado a tu padre.
—¿Y a ti quién te mató, madre?
«Hay aire y sol, hay nubes. Allá arriba un cielo azul y detrás de él tal vez haya canciones; tal vez mejores voces… Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar.
»Pero no para ti, Miguel Páramo, que has muerto sin perdón y no alcanzarás ninguna gracia».
El padre Rentería dio vuelta al cuerpo y entregó la misa al pasado. Se dio prisa por terminar pronto y salió sin dar la bendición final a aquella gente que llenaba la iglesia.
—¡Padre, queremos que nos lo bendiga!
—¡No! —dijo moviendo negativamente la cabeza—. No lo haré. Fue un mal hombre y no entrará al Reino de los Cielos. Dios me tomará a mal que interceda por él.
Lo decía, mientras trataba de retener sus manos para que no enseñaran su temblor. Pero fue.
Aquel cadáver pesaba mucho en el ánimo de todos. Estaba sobre una tarima, en medio de la iglesia, rodeado de cirios nuevos, de flores, de un padre que estaba detrás de él, solo, esperando que terminara la velación.
El padre Rentería pasó junto a Pedro Páramo procurando no rozarle los hombros. Levantó el hisopo con ademanes suaves y roció el agua bendita de arriba abajo, mientras salía de su boca un murmullo, que podía ser de oraciones. Después se arrodilló y todo el mundo se arrodilló con él:
—Ten piedad de tu siervo, Señor.
—Que descanse en paz, amén —contestaron las voces.
Y cuando empezaba a llenarse nuevamente de cólera, vio que todos abandonaban la iglesia llevándose el cadáver de Miguel Páramo.
Pedro Páramo se acercó, arrodillándose a su lado:
—Yo sé que usted lo odiaba, padre. Y con razón. El asesinato de su hermano, que según rumores fue cometido por mi hijo; el caso de su sobrina Ana, violada por él según el juicio de usted; las ofensas y falta de respeto que le tuvo en ocasiones, son motivos que cualquiera puede admitir. Pero olvídese ahora, padre. Considérelo y perdónelo como quizá Dios lo haya perdonado.
Puso sobre el reclinatorio un puño de monedas de oro y se levantó:
—Reciba eso como una limosna para su iglesia.
La iglesia estaba ya vacía. Dos hombres esperaban en la puerta de Pedro Páramo, quien se juntó con ellos, y juntos siguieron el féretro que aguardaba descansando sobre los hombros de cuatro caporales de la Media Luna.
El padre Rentería recogió las monedas una por una y se acercó al altar.
—Son tuyas —dijo—. Él puede comprar la salvación. Tú sabes si éste es el precio. En cuanto a mí, Señor, me pongo ante tus plantas para pedirte lo justo o lo injusto, que todo nos es dado pedir… Por mí, condénalo, Señor.
Y cerró el sagrario.
Entró en la sacristía, se echó en un rincón, y allí lloró de pena y de tristeza hasta agotar sus lágrimas.
—Está bien, Señor, tú ganas —dijo después.
Durante la cena tomó su chocolate como todas las noches. Se sentía tranquilo.
—Oye, Anita. ¿Sabes a quién enterraron hoy?
—No, tío.
—¿Te acuerdas de Miguel Páramo?
—Sí, tío.
—Pues a él.
Ana agachó la cabeza.
—Estás segura de que él fue, ¿verdad?
—Segura no, tío. No le vi la cara. Me agarró de noche y en lo oscuro.
—¿Entonces cómo supiste que era Miguel Páramo?
—Porque él me lo dijo: «Soy Miguel Páramo, Ana. No te asustes». Eso me dijo.
—¿Pero sabías que era el autor de la muerte de tu padre, no?
—Sí, tío.
—¿Entonces qué hiciste para alejarlo?
—No hice nada.
Los dos guardaron silencio por un rato. Se oía el aire tibio entre las hojas del arrayán.
—Me dijo que precisamente a eso venía: a pedirme disculpas y a que yo lo perdonara. Sin moverme de la cama le avisé: «La ventana está abierta». Y él entró. Llegó abrazándome, como si ésa fuera la forma de disculparse por lo que había hecho. Y yo le sonreí. Pensé en lo que usted me había enseñado: que nunca hay que odiar a nadie. Le sonreí para decírselo; pero después pensé que él no pudo ver mi sonrisa, porque yo no lo veía a él, por lo negra que estaba la noche. Solamente lo sentí encima de mí y que comenzaba a hacer cosas malas conmigo.
»Creí que me iba a matar. Eso fue lo que creí, tío. Y hasta dejé de pensar para morirme antes de que él me matara. Pero seguramente no se atrevió a hacerlo.
»Lo supe cuando abrí los ojos y vi la luz de la mañana que entraba por la ventana abierta. Antes de esa hora, sentí que había dejado de existir.
—Pero debes tener alguna seguridad. La voz. ¿No lo conociste por su voz?
—No lo conocía por nada. Sólo sabía que había matado a mi padre. Nunca lo había visto y después no lo llegué a ver. No hubiera podido, tío.
—Pero sabías quién era.
—Sí. Y qué cosa era. Sé que ahora debe estar en lo mero hondo del infierno; porque así se lo he pedido a todos los santos con todo mi fervor.
—No estés tan convencida de eso, hija. ¡Quién sabe cuántos estén rezando ahora por él!