Pathfinder (53 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—¿Cómo esperas que una microbióloga sea una experta en calendarios?

—Lo que no decíais en vuestro estudio…

—¿Es que lo has leído? ¿Tú solito?

—He seguido las líneas con los dedos para no perderme —dijo Rigg, lo que provocó una pequeña y ronca carcajada como respuesta—. Lo que no decíais en vuestro estudio es que uno de los caminos evolutivos, el más importante, por cierto, no apareció en el cercado hasta hace unos once mil años. Nosotros pertenecemos a ese grupo y, desde el punto de vista genético, estamos emparentados con todos los animales a los que matamos para comer o a los que domesticamos para que nos sirvan, pero no tenemos el menor parecido con ninguno de los especímenes de la fauna local.

—¿Local? ¿Significa eso que piensas que nuestra familia bioquímica, la más grande de las dos, no se desarrolló aquí?

—No sé lo que pienso —dijo Rigg, aunque de hecho en aquel momento había llegado a la conclusión de que aquél era precisamente el tema del estudio, si bien Bleht no había arriesgado su reputación científica expresándolo claramente—. Pero quiero saber de qué hablasteis mi padre y vos.

—Hablamos sobre ti —respondió Bleht.

Rigg quedó estupefacto.

—¿Sobre mí?

—Por entonces todavía eras un niño —dijo ella—. Y luego desapareciste. Secuestrado, arrojado a un pozo, cualquier cosa que el Consejo de la Revolución fingiera descubrir en sus investigaciones sobre tu desaparición. Hablamos de lo que podía haberte sucedido, no de extrañas cronologías escondidas entre las páginas de un libro de la era losseana.

—No os creo —dijo Rigg.

—Eres libre de hacerlo.

—Creo que teníais razones para creer que nuestra tradición biológica no es visible en excavaciones de hace más de once mil años. Vuestro estudio lo insinúa así.

—Aquello no era más que un divertimento. Estaba en la introducción, no era ciencia de verdad.

—Mi padre creía que era cierto. Comparó la cronología y vuestros descubrimientos, y llegó a la conclusión de que los seres humanos y la mayoría de los animales de nuestro mundo aparecieron en el cercado de manera repentina. Procedemos de otra parte.

—¿Cómo? ¿Semillas arrastradas por el viento desde el otro lado del Muro? —preguntó ella con tono burlón—. ¿Y toda esta evolución en sólo once mil años?

—No me refiero desde otro cercado. Las plantas y las semillas se desplazan libremente de un lado a otro del Muro. Quiero decir desde otro mundo. Quizá desde otro sistema solar. —Y al decir estas palabras, se le ocurrió por primera vez que tal vez Padre, no Knosso sino el hombre que había muerto aplastado por el árbol, le hubiera insinuado la misma idea. Había acudido por sí sola a sus pensamientos y se dio cuenta de que Padre no había escatimado esfuerzos para explicarle con todo detalle los secretos de la astronomía y la aparición de la vida a lo largo de millones de generaciones y millones de años.

Una idea en concreto apareció de pronto en su mente sin ser convocada, sin duda colocada allí por Padre para que saliera a la superficie en aquel mismo momento. Le había hablado sobre el «límite de las mareas» y le había explicado que si los millones de rocas y fragmentos de hielo que conformaban el Anillo se hubieran congregado sólo unos miles de kilómetros más lejos, habrían terminado por formar una luna esférica. «Una luna lo bastante grande crearía mareas en todos los océanos del mundo —le había dicho—. En un mundo así, la vida se desarrollaría mucho más deprisa que en el nuestro, porque, debido a las mareas, el mar se adentraría mucho más en la tierra. Es en las zonas con agua donde nace la vida, y en los mundos con lunas las extensiones de agua son mucho, mucho más numerosas.»

¿Habría estado diciéndole Padre que su teoría era que los humanos procedían de un mundo así? ¿Que la vida había avanzado mucho más deprisa en el mundo original de los humanos?

—Ésa es una pregunta sobre astronomía e historia —dijo Bleht.

Rigg tardó un momento en comprender que no le estaba leyendo la mente y respondiendo a sus pensamientos. Simplemente respondía a su afirmación sobre «Quizá desde otro sistema solar».

—¿No entendéis lo que significaría eso para Knosso? —preguntó Rigg—. Él buscaba el modo de atravesar el Muro. No había encontrado nada en la física o en la historia, pero había descubierto, gracias a la cronología y a vuestro trabajo, la idea de que tal vez nuestros calendarios comiencen con la llegada de los seres humanos y de toda la vida que trajeron consigo, ajena a este mundo.

—¿Y? —preguntó Bleht.

—¿Estaban aquí los Muros cuando llegaron? ¿Cómo podría evolucionar ningún sistema biológico en un mundo en el que las criaturas con funciones cerebrales superiores no pueden pasar de un cercado a otro? Ni la familia biológica original ni la que trajeron consigo nuestros antepasados desde su planeta con luna podría haberse desarrollado en un planeta con Muros.

Bleht lo pensó un momento. Olivenko también.

Fue Olivenko el que habló.

—Recuerdo que dijo: «Es obra nuestra.» Allí, mientras miraba la cronología, y pensé que quería decir que él y yo acabábamos de conseguir algo. Pero puede que se refiriera a que fuimos todos nosotros, la raza humana, los que hicimos el Muro, los que lo levantamos.

—Ahora veo que ninguno de los dos llegará a convertirse nunca en un verdadero sabio —dijo Bleht—. Extraéis conclusiones con demasiada rapidez.

—Los buenos científicos siempre extraen conclusiones —dijo Rigg—. Lo que los convierte en científicos es que ponen en duda estas conclusiones y tratan de refutarlas. Y sólo comienzan a darles crédito cuando no lo consiguen.

Olivenko asintió. Bleht volvió a resoplar.

—Lo dices como si estuvieras citando a alguien.

—Así es —dijo Rigg—. A mi padre… el que me crió.

—Bueno, pues mientras sacas tus conclusiones, mi joven nopríncipe —dijo Bleht—, respóndeme a esto: aunque los humanos pudieran crear algo como las barreras invisibles e impenetrables que rodean nuestro cercado, ¿por qué iban a hacerlo?

—Ésa —dijo Rigg con una sonrisa— es una pregunta sobre historia.

La sombra de una sonrisa cruzó por un instante el rostro de Bleht, como para decir: «Bien respondido, muchacho.»

—Lo que quiera que mató a mi padre… a Knosso —dijo Olivenko—, no era humano.

—Entonces, ¿es posible que los Muros dividan el mundo entre especies? —preguntó Rigg—. ¿Podría ser que fuese así también en el mundo natal?

—Puede que los Muros existan para impedir que estalle una guerra entre nosotros y los seres marinos que mataron a Knosso —dijo Olivenko.

—Qué bonito juego de especulaciones estáis organizando entre los dos, chicos. Pero para eso no necesitáis público. —Bleht se puso en pie.

Rigg tomó la palabra al instante para tratar de retenerla.

—Padre me dijo que el nombre del mundo es una de las palabras más antiguas y que todas las lenguas del cercado tienen una forma para ella.

Bleht aguardó para oír el resto de lo que tenía que decir.

—No me dijo cuál era la lengua original, pero sí la palabra y luego me explicó que significaba «Jardín». Y desde entonces es así como lo llamo en mis pensamientos.

—¿Y cuál es el sentido de ese supuesto significado original del nombre?

—Nuestro mundo, este mundo, este mundo con un anillo en lugar de una luna…

—¿Qué es una luna? —preguntó Olivenko.

—Un invento de los astrónomos que pasan demasiado tiempo mirando por sus telescopios y llegan a tener alucinaciones —dijo Bleht.

—Nuestro mundo —continuó Rigg— es un jardín. Y los muros lo separan en parcelas donde se cultivan distintas especies, sin dejar que se mezcle el polen o germinen las semillas fuera de la parcela que le corresponde a cada una.

—¿Tu supuesto padre te enseñó todo eso? —preguntó Bleht.

—No con tantas palabras, pero sí, creo que me preparó para llegar a esta conclusión. Y creo que es lo mismo que averiguó Knosso gracias a esa cronología y gracias a vos. La idea de que existen distintas cepas de la vida separadas por barreras infranqueables… Creo que dedujo el propósito del Muro.

—Para lo que le sirvió… —dijo Olivenko con amargura.

—¿Cómo iba a saber que las criaturas del otro lado lo matarían? —preguntó Rigg.

—Todo eso es muy entretenido —dijo Bleht—. Pero tengo trabajo que hacer. La próxima vez que decidas interrumpirme, espero que tengas algo sustancial que decir. —Ya no hubo manera de detenerla. Pero mientras la veía marchar, Rigg tuvo la certeza de que estaba tan intrigada como ellos por aquellas ideas. ¿Por qué, si no, se había quedado para oír lo que tenía que decir? Y lo cierto es que no había terminado de aclarar su ideas ni de entender algunas de sus ramificaciones hasta que no dialogó con ella.

—Knosso era una semilla, entonces —dijo Olivenko, que no había abandonado la conversación, aunque para él era algo muy personal, en absoluto teórica—. Una semilla que pretendía plantarse en la parcela de al lado.

—Y las plantas de la parcela la rechazaron —dijo Rigg.

De repente, Olivenko comenzó a respirar con demasiada fuerza. Por un instante, Rigg pensó: «Cómo puede darle un ataque al corazón a alguien tan joven.» Pero entonces se dio cuenta de que lo que estaba viendo eran sollozos. Olivenko estaba llorando, pero hacía todo lo que podía para contener la emoción, de manera que sus sollozos se manifestaban como jadeos.

Rigg apartó la mirada hasta que la respiración del guardia volvió a la normalidad.

—Lo siento —dijo Olivenko.

—Lo entiendo —dijo Rigg.

—Todos estos años me he preguntado si Knosso estaría loco. Eso pondría en duda todo lo que me había enseñado. Por eso abandoné los estudios y cambié por completo de vida. Porque me había dejado enredar en los desvaríos de un loco.

—Puede que estuviera loco —dijo Rigg—. Y yo soy su hijo. Podría estarlo también.

—No lo estás —dijo Olivenko—. Y él tampoco. Ni siquiera estaba equivocado. Simplemente, tuvo la desgracia de cruzar el Muro en un lugar en el que lo estaban esperando. ¿Cómo iba a saber lo que iban a hacer?

—Así que el misterio está resuelto —dijo Rigg—. Al menos en la medida de lo posible, con la información de que disponemos.

Permanecieron un rato sentados en silencio.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Olivenko.

—Lo único que tiene sentido —dijo Rigg—. En esta ciudad hay una lucha por el poder, cuyo premio es un imperio para el jugador más inteligente, más fuerte o más brutal. Muchos de los jugadores me quieren muerto. Tengo que encontrar el modo de escapar de la ciudad y ocultarme donde no puedan encontrarme.

—Probablemente no sea yo la persona más apropiada para haberle dicho eso.

—Eres la única persona a la que se lo podría decir, porque eres la única que no me tomaría por loco al oírlo. Me esconda donde me esconda en este cercado, acabarán por encontrarme. Mi única defensa sería unirme al juego, tratar de reclutar un ejército y derrotar a todos los demás. Convertirme en el emperador.

—Por lo que he visto de ti, no sería imposible que lo lograras.

—Conozco un poco de historia —dijo Rigg—. Hombres más estúpidos que yo lo han hecho. —Aunque le parecía un poco ridículo hacerse llamar hombre a su edad—. Pero el único modo de ganar sería llegar hasta la Radiante Tienda caminando sobre los cadáveres de centenares, o puede que miles, de las mismas personas a las que habría jurado proteger. Luchar para salvar el reino de una amenaza justificaría esas muertes. Pero luchar para salvar solo mi triste vida y convertirme en el Señor de la Tienda… por eso no merecería la pena sacrificar una sola vida.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

—Abandonaré el cercado —dijo Rigg.

Olivenko sacudió la cabeza.

—Eso podría salir peor de lo que piensas.

—No escaparé por mar —dijo Rigg—. Esas criaturas viven en el agua. Puede que por tierra esté a salvo. O puede que si me alejo lo suficiente en dirección sur antes de cruzar el Muro, llegue a un cercado distinto al que vio morir a Knosso.

—Has buscado la fuente de las ideas de Knosso para cruzar el Muro. Has descubierto que no averiguó nada en la Gran Biblioteca. ¿Qué te hace pensar que puedes encontrar la manera de conseguirlo?

—Seguiré su ejemplo —dijo Rigg—. Hacer una suposición y comprobar si funciona.

—¿Y cuál es tu suposición?

—¿Pretendes que se lo diga a mi centinela? —dijo Rigg con una sonrisa.

—Tenía que intentarlo —dijo Olivenko.

—Cuando vengan a asesinarme, y ya lo han intentando dos veces, una de camino aquí y otra durante la primera noche en casa de Flacommo, ¿es tu misión protegerme o ayudarlos?

—Protegerte —dijo Olivenko—. Nunca habría aceptado la misión de hacer daño a un hijo de Knosso, por irritante que sea o por mucha sangre real que corra por sus venas.

—Voy a decirte una cosa —dijo Rigg—. Cuando me llegue la hora de escapar de la casa de Flacommo, lo haré y no creo que puedas hacer nada por impedirlo. Pero me caes bien. No quiero que te culpen por dejarme ir. Lo haré cuando esté otro vigilándome.

—Eres muy amable —dijo Olivenko—. Eso me permitirá proseguir mi brillante carrera militar con un expediente inmaculado.

—¿Tienes una idea mejor?

—Llévame contigo —dijo Olivenko.

—Ya te lo he dicho —dijo Rigg—. No voy a reclutar un ejército. Voy a cruzar el Muro.

—Llévame contigo.

—No estoy seguro de poder hacerlo… llevarte conmigo al otro lado del Muro.

—Pues entonces llévame hasta el Muro y deja que vea cómo lo cruzas. Deja que te ayude hasta haber pasado al otro lado.

—Ya lo hiciste una vez, Olivenko —dijo Rigg— y no salió bien.

—En cierto modo sí —dijo Olivenko—. Padre logró atravesar el Muro con vida.

—Aunque no sabemos si en sus cabales.

—Yo creo que sí —replicó Olivenko—. ¿Lo conseguirás tú?

—Espero que sí —dijo Rigg.

—¿Cómo vas a hacerlo? Dímelo, por favor.

—Encontraré un rastro y lo seguiré —respondió Rigg.

Olivenko trató por un momento de deducir lo que quería decir esto.

—¿Qué rastro? ¿Qué te lleva a pensar que lo habrá?

—Si crearon el Muro hace once mil años, es que hubo un tiempo en que no estaba allí. Los animales pasarían por el espacio donde ahora se levanta y dejarían un rastro. Por allí cruzaré.

Olivenko puso los ojos en blanco.

—¿Ése es tu plan?

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