Pathfinder (65 page)

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Authors: Orson Scott Card

BOOK: Pathfinder
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—Tu padre no se gastaría el dinero en comprar un cerdo, y mucho menos en cuatro caballos. ¡Y encima para compartirlos!

Umbo se estremeció.

—Volvamos al camino. No creo que los que nos buscan esperen a que terminemos con esto. ¿Y si aparecen en el camino ahora mismo? ¿Qué haríamos?

Rigg abrió la marcha ladera arriba, en dirección a los caballos. Vio que a Param le costaba subir, pero Olivenko acudió al instante para ayudarla, así que Rigg echó a correr. Al llegar a la cima, mientras acariciaba al caballo que había decidido que era el suyo, buscó nuevos rastros en el camino, detrás y por debajo de ellos. Exploró durante kilómetros sin encontrar más que los de los animales y los lugareños ocupados en sus quehaceres. Nada importante por el momento.

Durante un instante, pensó que podía ser buena idea remontarse unos cuantos días en el pasado, todos ellos, incluidos los caballos, para sacarles algo más de ventaja a sus perseguidores. Pero al final rechazó la idea sin llegar a exponerla. Para hacerlo necesitarían a alguien que los anclase al pasado. Llamarían muchísimo la atención y cuando llegaran los hombres del general Ciudadano, sabrían que el grupo de Rigg estaba dando saltos en el tiempo.

Y si saltaban diez años, o quince, o cien, hacia el pasado, ¿entonces qué? ¿Cómo iba a saber en qué líos podían meterse o en qué aspectos cambiarían el futuro? Podían engendrar una leyenda sobre unos viajeros que salían de pronto de la nada. O, peor aún, sobre un príncipe y una princesa que caían del cielo. El general Ciudadano o Madre deducirían lo que había sucedido y los interceptarían en cuanto llegaran al camino. No, viajarían por el presente hasta que las circunstancias los obligaran a hacer otra cosa.

Comenzaron a avanzar más rápido, a pesar de que tres de ellos iban a pie, pues sus caballos iban cargados con los petates. Param iba montada en uno de los caballos —lo que ya de por sí era bastante complicado— mientras Hogaza se adelantaba con otro para explorar el camino. Al cabo de poco tiempo, la muchacha insistió en desmontar y hacer sus turnos caminando.

—Nunca ganaré fuerzas si voy montada a caballo. Además, no es nada cómodo. Me duelen los muslos y me siento como si me hubieran estirado todo el cuerpo.

Viajaron así durante un par de semanas. El tiempo que Param podía pasar caminando antes de volver a montar se fue prolongando cada vez más hasta que al final pudo hacerlo durante toda la jornada. Compraron más provisiones en dos granjas, hasta que en la última, el dueño les dijo:

—No sé adónde creéis que vais, pero no está allí.

—¿Qué es lo que no está allí? —preguntó Olivenko.

—Nada —dijo el granjero—. En esa dirección no hay nada.

—Puede que eso sea lo que buscamos, la nada —dijo Olivenko.

—Así que buscáis el Muro —dijo el granjero.

—¿El Muro? —preguntó Olivenko.

—Así es —respondió el granjero—. Está bien. Lo encontraréis. Está por ahí. A un día o dos de camino.

—¿Hay bandidos en la zona? —preguntó Hogaza.

—Puede —dijo el granjero—. Pero si los hay, aquí no nos molestan.

—En ese caso todo irá bien —dijo Olivenko.

—¿De qué huís? —preguntó el granjero.

A Rigg no le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación

—Queremos ir a un sitio en el que la gente no husmee en los asuntos de los demás —le dijo.

—Hay patrullas de soldados por allí, ¿sabéis? —repuso el granjero—. Nunca sabes cuándo van a aparecer. Pensé que os interesaría saberlo, si estáis huyendo y no queréis que os cojan.

Rigg cambió de opinión sobre el hombre al instante.

—Gracias por el aviso.

—¿Por qué otra razón iba a acercarse alguien a esta parte del cercado? —respondió el granjero sonriendo—. Si te fugas con la mujer de un ricachón, tienes que irte a un sitio donde el viejo sapo no te encuentre nunca. Cerca del Muro, pero no demasiado. Sé lo que me digo. Y mi esposa también.

Rigg miró a la mujer desdentada que los acompañaba, rodeada por cinco niños, y pensó: «¿Será feliz con su elección?» Se notaba que había sido hermosa en su día.

Pagaron al hombre las provisiones. Exactamente lo que pedía, sin regatear, puesto que también estaban comprando su silencio, o al menos dándole las gracias por sus buenos consejos.

A partir de allí desaparecía el camino y mientras avanzaban por la campiña, colina arriba y valle abajo, Rigg no podía dejar de pensar en la mujer del granjero. Finalmente habló:

—¿Por qué dejaría una vida de comodidades por lo que tiene allí?

—No sabría cómo iba a ser —dijo Umbo— y luego ya era demasiado tarde.

—Sabe cómo funciona el mundo —dijo Olivenko—. Su belleza se marchitaría y su rico marido la reemplazaría por otra más joven.

—Amaba a su hombre —dijo Hogaza—. Probablemente desde antes de casarse con el rico. Seguro que sus padres la convencieron. Un mal consejo, que luego se arrepintió de haber seguido. Ésa es la historia, creo yo.

Rigg miró a Param. Ésta esbozó una sonrisa y dijo:

—Quería los hijos de ese hombre y no los de otro.

Los demás se echaron a reír.

—¿Así de sencillo? —preguntó Rigg.

—Puede que no sea la historia que se cuenta a sí misma —dijo Param—, pero sí, es así de sencillo. Eso es lo que decía Madre.

«Ah, sí, Madre.»

—¿Ésa fue la razón por la que se casó con Knosso? —preguntó Rigg.

—Se refería a las demás mujeres —dijo Param—. Las demás se casaban por esa razón.

—¿Y ella?

—Por el bien del linaje real —dijo Param.

—En otras palabras —dijo Hogaza—, que quería tener los hijos del rey.

Esto les hizo reír con ganas a todos.

Llegaron al Muro cuatro días después de haber pasado por la granja, y no dos, pero no era de extrañar, porque habían avanzado en dirección sudeste y no este. El primer encuentro con el Muro se produjo, no con los ojos, sino con la mente.

—¿Os habéis dado cuenta de que nos hemos desviado hacia el sur? —preguntó Hogaza.

—¿Sí? —preguntó Olivenko.

A Rigg y a Umbo no les hizo falta preguntarlo.

—Sí —dijo este último—. Mi caballo ya no quiere avanzar hacia el este.

—Los caballos lo sienten… La aversión —dijo Hogaza—. El deseo de no seguir avanzando en esa dirección.

Param se estremeció.

—No sabía que la sensación se debiera al Muro.

—Al pensar en ir hacia allí te vuelves irritable, ¿verdad? —dijo Hogaza.

—Sería como presentarse voluntaria para una pesadilla —dijo Param.

—Eso es —dijo Hogaza.

Olivenko le tendió a Rigg las riendas del caballo que llevaba de la mano. Luego se alejó hacia el este, en dirección a una loma. Al poco había desaparecido al otro lado.

—Volverá —dijo Hogaza.

Y en efecto, Olivenko reapareció más al sur, caminando con paso decidido, hasta que oyó sus voces y vio que lo llamaban con gestos. Entonces corrió hacia ellos con cara de sorpresa.

—¿Cómo lo habéis hecho? —inquirió—. ¿Cómo os habéis adelantado?

Se echaron a reír y Hogaza les explicó lo que sucedía.

—Es el Muro. Te obliga a desviarte. Has seguido caminando a buen paso y en línea recta, ¿verdad? Creías que podrías llegar hasta allí. Pero el Muro te desvía. Cada paso que das te desvías un poco más, hasta que de pronto estás caminando en dirección contraria a él. A pesar de que crees que todavía te estás acercando.

—¿No os habéis movido? —Sólo entonces pareció reparar en que los caballos seguían más o menos donde los había dejado al marcharse—. ¿Me habéis esperado aquí?

—O sea, que el Muro te engaña para que te desvíes, ¿no? —preguntó Param.

—No —dijo Hogaza—. El Muro te llena de terror y tristeza. Tu mente no puede soportar la idea de acercarse ni por un momento, así que eres tú el que se engaña a sí mismo para desviarse.

—Quería saber lo que se sentía —dijo Olivenko—. No pensé que pudiera llegar.

—Hay que escoger un elemento destacado del paisaje. Y al decir «escoger» me refiero a que hay que escribir lo que es y mirar constantemente lo que has escrito para no olvidarlo. Una vez escogido el elemento, caminas en línea recta hacia él, sin apartar la vista. Cuando estés lo bastante cerca, comenzarás a sentirlo.

—Pues yo quiero hacerlo —dijo Olivenko—. Quiero saber cómo es acercarse al Muro.

—¿Nunca has tenido una pesadilla? ¿Nunca has despertado empapado en sudor frío, o llorando?

Olivenko se encogió ligeramente de hombros.

—¿Quieres decir que ya sé cómo es?

—Quiero decir que no querrás saberlo. Porque cuanto más te acerques, más comenzará tu mente a buscar razones para explicar el abatimiento y el terror que siente. Empezarás a tener alucinaciones sobre monstruos o mutilaciones, o a ver cómo torturan o asesinan a tu familia. Y lo que recordarás luego, durante el resto de tu vida, son las cosas que te mostrará tu cuerpo para explicar la tristeza y el horror que sentías.

—Pues entonces me pregunto cómo pudo llegar a saberse que era el Muro y no un lugar maldito —dijo Olivenko, dejando salir por un momento al erudito que llevaba dentro.

—¿No experimentaste el efecto del Muro cuando fuiste con Knosso? —preguntó Rigg.

Olivenko sacudió la cabeza.

—Vuestro padre nos hizo permanecer a bastante distancia. Aun así, estaba lo suficiente cerca como para ver que la posición del Muro está indicada por medio de unas boyas. Hace mil años que las colocaron. Para que no se pierdan los barcos. Sopla un viento en la dirección equivocada y los marineros se aproximan demasiado. Y se vuelven locos. Todo el mundo sabía que con un barco era posible cruzar el Muro. Fue idea de tu padre hacerlo estando inconsciente.

—¿Y no tenía miedo de soñar? ¿De que lo asaltaran las pesadillas al cruzar?

—Estaba narcotizado, sumido en un sueño sin sueños —dijo Olivenko—. Pero no sabemos si funcionó. Nunca pudo contárnoslo.

—Sigamos adelante —dijo Hogaza—. Salvo que quieras volver a intentarlo, Olivenko.

—No —dijo Olivenko—. Ya habrá tiempo de sobra para afrontar los horrores del Muro cuando lleguemos al lugar en el que vamos a cruzarlo. —Miró a Rigg—. ¿Qué estamos buscando?

—Un lugar liso. Sin árboles, pero no inclinado, para que no haya avalanchas ni corrimientos de tierra. Como la cima de los acantilados del Escarpalto. Antes la zona era un enorme lago y las cataratas Stashi caían desde lo alto de los acantilados. Pero las aguas fueron horadando la tierra más y más y el lago fue hundiéndose y hundiéndose, hasta que ahora no es más que un ensanchamiento en el río y salta más allá del borde de los acantilados y luego cae por un profundo cañón que no existía hace doce mil años.

—¿Viste el pasado? —preguntó Param—. ¿El lago?

—Vi los rastros de la gente —dijo Rigg—. Las huellas de su paso. Los sitios donde estaban los puentes. Los sitios donde nadaban. Rastros en mitad del aire, donde antes había tierra, antes de que se la llevara la erosión. Tenemos que elegir un sitio que no haya cambiado mucho, un sitio donde el rastro que tendremos que seguir no esté en el aire. Y donde no haya muchas cosas comestibles, para que no nos encontremos con un depredador que decida que somos presas fáciles. Un lugar que estuviera hace doce mil años igual que ahora.

—Ah, ¿nada más? —preguntó Hogaza.

—¿Por qué? —dijo Rigg—. ¿Es que conoces un sitio así?

—Yo serví en el Muro occidental —dijo Hogaza—. Sabes que estaba siendo sarcástico.

—Aquí había animales antes de que llegaran los humanos —dijo Rigg—. No hablo de animales pequeños, como los ebecos, los rutos y los guosos. Algunos de ellos eran enormes. Algunos eran enormes depredadores. He estado buscándolos desde que nos acercamos al Muro. La mayoría de los más antiguos no se parecen en nada a ningún animal que haya visto antes. Los rastros viejos son tan tenues, tan borrosos, y son tan distintos a los de los animales que Padre y yo buscábamos por su piel, que nunca me había molestado en estudiarlos hasta ahora. Son distintos. De un lugar distinto.

—Un planeta distinto, quieres decir —dijo Umbo.

—Eso quería decir, sí —respondió Rigg.

—¿Qué planeta? —preguntó Param.

—Éste —dijo Rigg—. Jardín. Los intrusos somos nosotros. Llegamos hace poco más de once mil ciento noventa y un años. Antes de eso, el mundo era distinto y estaba poblado por formas de vida diferentes. Quiero utilizar a uno de los animales nativos para remontarnos a un tiempo anterior a la construcción del Muro y así poder cruzarlo.

—Así que seremos los primeros humanos que pisan este mundo —dijo Olivenko—. Eres consciente de que eso es aún más absurdo que las teorías de tu padre, ¿no?

—Mucho más —dijo Rigg—. Y nunca le daría crédito si no fuese porque es verdad.

Pero al final no encontraron el lugar idóneo. Porque mientras atravesaban aquel paisaje árido, moteado sólo por árboles y matorrales, Rigg captó de pronto unos rastros que convergían sobre los suyos. Se encontraban aún a muchos kilómetros, pero los alcanzarían en cuestión de pocas horas.

Cuando se lo contó a los demás, su primer impulso fue echar a correr, pero Rigg los detuvo.

—El Muro está muy cerca. El suelo es lo bastante rocoso. No hay ningún arroyo importante entre el Muro y nosotros. Sólo tengo que encontrar un lugar en el que la superficie no se haya desplazado… un rastro que podamos seguir. Habremos cruzado antes de que nos alcancen.

—Si es que funciona —dijo Hogaza.

—Gracias por tu ánimo y tu entusiasmo —dijo Rigg.

—Si no funciona —dijo Param—, no debe haber peleas. Ninguna. Que se nos lleven a Rigg y a mí. Los demás marchaos.

—Puede que ellos tengan opiniones distintas al respecto —dijo Hogaza—. Y aunque nos prometan algo, no creo que lo cumplan.

—No seas tonto —dijo Param—. Sólo hace falta que Umbo os lleve un par de meses al pasado. O un año. Desapareceréis y tendréis tiempo de sobra para ocultaros. Nunca os encontrarán. Vosotros no tenéis que cruzar el Muro para estar a salvo. Sólo nosotros, los elegidos, los príncipes. —Esbozó una sonrisa sarcástica—. Pero de momento dejemos que Rigg se concentre en encontrar el lugar adecuado.

Umbo sacó la bolsa de las piedras preciosas de sus pantalones.

—Rigg —dijo—. Será mejor que guardes tú esto.

—Oh, muy bien, distráelo —dijo Param en voz baja.

—¿Por qué? —preguntó Rigg—. Hasta ahora las has llevado tú y no han corrido ningún peligro.

—Porque son tuyas —dijo Umbo—. El Hombre Dorado te las dio a ti.

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