Authors: Orson Scott Card
En su cuarto, el primer baño los estaba esperando y Hogaza ordenó a Umbo que se desvistiera y se metiera en la tina.
—Y no escatimes el jabón. Quiero que te restriegues dos veces por todas partes, asquerosa anguila de barro.
Umbo, mientras se desvestía, preguntó:
—¿No vas a darme las gracias por advertirte de que mantuvieras la boca cerrada y ahorrarnos a los dos una paliza?
—No —dijo Hogaza, que se había tumbado en el suelo.
—¿Por qué te tumbas en el suelo cuando tienes una cama ahí mismo? —preguntó Umbo.
—Porque cuando acabe de bañarme, quiero encontrarme la cama limpia —dijo Hogaza.
—Si no me das las gracias por avisarte, no te mereces una cama limpia —dijo Umbo.
—Para empezar, no fuiste tú quien me avisó —dijo Hogaza—, sino una versión futura de ti que ya no existirá nunca. Y además, seguro que lo hiciste porque mi yo del futuro te dijo que lo hicieras, así que tendría que darme las gracias a mí mismo. Y por último, hasta donde yo sé, la única persona que recibió una paliza fue tu yo del futuro. Apuesto algo a que yo terminé sin un rasguño y sólo te pedí que nos avisaras porque el tabernero nos echó a la calle y no quería tener que buscar alojamiento otra vez.
—Tienes suerte de que no vuelva hacia atrás en el tiempo y me mee sobre ti ahí donde estás.
—Seguro que lo estás haciendo ahora mismo en el baño —dijo Hogaza.
—¿Por qué? ¿Es la costumbre en la gran ciudad?
—Restriégate con más fuerza.
A la mañana siguiente tomaron un estupendo desayuno, pero Umbo se dio cuenta de que no podría seguir viviendo así eternamente. Durante unos meses sí, tenían dinero de sobra. Pero ¿qué pasaría si Rigg no los encontraba o no podía salir del sitio donde lo tenían?
—Creo que tenemos que celebrar un consejo de guerra —anunció Hogaza.
—Si con eso quieres decir que tenemos que decidir lo que vamos a hacer —respondió Umbo—, estoy de acuerdo.
—Por un lado —dijo Hogaza—, podríamos ir en busca de Rigg. Pero me parece una posibilidad peligrosa. Al menos si es lo único y lo primero que hacemos en la ciudad. Preferiría dedicarme a hacer otra cosa y, mientras tanto, reunir información sobre el sitio en el que vive la familia real y averiguar si él está con ellos.
—Gracias al incidente de anoche —dijo Umbo— ya sabemos que Rigg está en la ciudad y sigue con vida, por mucho que eso moleste a algunos.
—Sabemos que hay gente que cree que está en la ciudad y que cree que está con vida —dijo Hogaza—. Aunque reconozco que eso es mejor que no saber nada.
—¿Y a qué otras cosas podemos dedicarnos? —preguntó Umbo.
—No recordarás por un casual cómo se llamaba la banca a la que estaba dirigida la carta de crédito de Rigg, ¿verdad?
Umbo lo pensó un momento.
—Fue hace mucho y Rigg era el que se encargaba de hablar.
—Ya, me preguntaba si tú te habrías encargado de escuchar.
—¿Y tú? —preguntó Umbo.
—Oí el nombre y podría recordarlo, pero soy tres veces más viejo que tú y mi cerebro está cansado y lleno de información. No me queda mucho espacio para guardar cosas nuevas, así que se quedan un rato en la periferia y luego las suelto.
—Era algo de Aqualonga…
—Aqualonga y Aqualonga —dijo Hogaza—. Pero ésa era la casa que aplicaba un descuento para hacer efectivos los pagarés de Tonelero.
—Si tan bien lo recuerdas…
—Lo que he olvidado es el nombre —dijo Hogaza—. Inténtalo de nuevo.
—Patatery e hijos.
—Casi —dijo Hogaza—. Pero no es eso.
—Rududory —dijo Umbo.
—Sí, ésa era la que aceptaba pagarés sin aplicar descuentos —dijo Hogaza—. Podríamos hacerles una visita, a ver si conseguimos algo de información. Pero no somos Rigg y eso no nos acercará mucho a nuestro auténtico objetivo.
—¿Que es…? —preguntó Umbo.
—La piedra —dijo Hogaza.
—No nos la van a entregar —dijo Umbo.
—Pero cuando sepamos dónde está, si conseguimos que entres en el lugar, puedes viajar hacia atrás en el tiempo y robarla justo después de que la guarden.
—La tengan donde la tengan, es muy poco probable que me dejen entrar.
—Primero averigüemos dónde está.
—O sea, que piensas que hacer preguntas sobre la famosa piedra que provocó el arresto de Rigg va a llamar menos la atención que preguntar por el propio Rigg, ¿no?
—Sí —dijo Hogaza—. Porque no preguntaremos directamente. Seremos más astutos.
—Oh, claro, porque los dos somos conocidos por nuestra sutileza e inteligencia —dijo Umbo—. Ése es Rigg, ¿recuerdas? Es él el que sabe hablar como la gente importante… y aun así lo cogieron, ¿no te acuerdas?
—Haremos lo que podamos —dijo Hogaza—. Tiene que haber algún sitio en el que los partidarios de la línea de sucesión masculina sepan algo útil.
—Y al hablar con esa gente seguro que no llamamos la atención del Consejo de la Revolución —repuso Umbo.
—O sea, ¿que piensas que no deberíamos hacer nada? —preguntó Hogaza, claramente disgustado.
—Oh, claro que creo que deberíamos apoderarnos de la piedra. Si podemos. Me gustó lo de que me llamaras tu «mozo de tejado». Sólo que no creo que debamos olvidar que, hagamos lo que hagamos, será algo peligroso.
—Soy un soldado, hijo. Sé mucho mejor que tú lo que es el peligro.
Umbo se levantó.
—Vuelve al agua y restriégate de nuevo.
—No podría estar más limpio —dijo Umbo—. Y por si no te has dado cuenta, no eres mi padre y tampoco necesito uno.
—Pues entonces búscate algo de ropa menos mugrienta y pide el agua de mi baño, si es que esa niña listilla se toma la molestia de subirla. Y luego, mientras yo me baño, ve a enterarte de dónde hacen la colada.
—Lo haré si me lo pides por favor.
—Como no lo hagas voy a estar zurrándote hasta las próximas fiestas.
—Caray —dijo Umbo—. Eso me ha gustado casi tanto como una propina.
LO QUE SABÍA KNOSSO
Las diecinueve naves se encontraban en una órbita lejana alrededor de Jardín. Era un mundo muy hermoso, con las mismas tonalidades azules, blancas y pardas de la Tierra, pero rodeado por un solitario y deslumbrante anillo. Sobre su superficie, la vida proliferaba en tal profusión que el verde de la clorofila no era sólo visible, sino predominante en muchas regiones.
El plan original —buena parte del cual Ram no había conocido hasta entonces— establecía que el grupo de aterrizaje inicial estuviera formado por una docena de científicos y un par de soldados armados, por si algún elemento de la fauna local tomaba a los humanos por sus presas. En teoría, Ram debía quedarse en la nave.
Los prescindibles sugirieron que sólo ellos debían visitar la superficie del planeta. Durante varios años, llevarían a cabo un extenso programa de grabación y toma de muestras. Habían pensado que Ram podía entrar en hibernación y no despertar hasta después de casi dos años, cuando, pasada la extinción, la flora y la fauna terrícolas estuvieran plenamente arraigadas.
Pero Ram supo al instante que aquello era un error.
—Unos ojos humanos deben contemplar ese mundo. Un humano debe caminar por Jardín y luego hablar de ello con otros humanos. Mis palabras formarán parte de vuestras grabaciones. Luego volveré a la nave y entraré en hibernación hasta que Jardín se haya convertido en algo que nunca tuvo la intención de ser.
—Entiendo que el uso de esa metáfora por tu parte es un reflejo de determinados sentimientos y no una demostración de pérdida de racionalidad —dijo el prescindible.
—Sí —dijo Ram—. La verdad es que no creo que los planetas tengan intenciones.
—Sabemos que para los humanos es imposible hablar de la evolución sin utilizar ese tipo de lenguaje, La tendencia a interpretar resultados como intenciones está impresa en el ADN que os permite procesar la causalidad a un nivel superior que cualquier otro animal.
—Pero no superior al vuestro, ¿verdad? —preguntó Ram.
—Nosotros no regulamos la causalidad
per se
—dijo el prescindible—. Procesamos asociaciones lineales de sucesos en el tiempo y las consideramos probabilidades.
Ram estudió los lugares de aterrizaje propuestos y escogió uno, seguido por otros seis sitios para visitar en la toma de muestras inicial. Se reunieron prescindibles de todas las demás naves, así que Ram se convirtió en el vigésimo miembro del grupo de aterrizaje. Era el menos eficiente, el menos capaz y el menos preciso del grupo, pero también lo habría sido si los demás hubieran sido científicos humanos.
En aquella expedición, el único valor real que aportaba Ram derivaba de su inexperiencia, su ignorancia y su ingenuidad. No clasificaba al instante todo lo que veía, obedeciendo al deseo de crear una taxonomía basada en sus profundos conocimientos sobre la vida de la Tierra. No realizaba asunciones inmediatas respecto a la historia geológica de Jardín.
Si tal cosa era posible, Ram caminaría por Jardín con ojos límpidos, como el primer ser inteligente que pusiera el pie sobre el planeta.
Pilotó el módulo de aterrizaje con facilidad: el aire era aire, las condiciones climáticas eran condiciones climáticas y los sistemas automáticos compensaban las diferencias atmosféricas entre Jardín y la Tierra. El aterrizaje fue suave.
No tenía ninguna gran frase preparada para pronunciar al bajar del vehículo como primer y último ser humano que visitaría aquel mundo alienígena en su estado original. Llevaba un respirador y un traje estanco, porque no podían correr el riesgo de que un parásito penetrara en su organismo, pero el traje era liviano y el casco casi totalmente transparente, así que no era muy consciente de las barreras que lo separaban de la vida circundante. Sentía la delicadeza de la hierba primaveral de la pradera. No captaba ningún olor y la brisa que sentía en el rostro la generaba el equipo respirador, pero podía oír los zumbidos y chirridos de los insectos, y el susurro de la hierba mecida por el suave viento. Podía ver las ondas formadas en la pradera, las sombras de los escasos árboles presentes, las lejanas montañas…
Le habría gustado saber más cosas sobre la Tierra. Su educación y su instrucción no habían tenido como objetivo que conociera el mayor número posible de hábitats de la Tierra. Así que no sabía si debía sorprenderse por el vasto número de insectos que brincaban sin descanso por las plantas o por la presencia de reptiles de diversos tamaños que salían disparados como flechas, estiraban los miembros para crear paracaídas con las membranas que los separaban y luego utilizaban su lengua, sus mandíbulas o sus garras para atrapar en el aire los insectos en mitad de su salto o de su vuelo.
Los prescindibles le confirmaron que la frecuencia de las tonalidades del verde de la hierba y de las hojas variaba respecto a las dominantes en la vida vegetal de la Tierra. Pero Ram vio también que la hierba era hierba y que las hojas de los árboles se parecían a las hojas de su planeta natal. «La función determina la forma —pensó—. Es posible que la vida terrícola no cree un mundo tan distinto al que este planeta ha engendrado por sí solo.»
Un solitario insecto aterrizó en el casco de su traje. Y luego otro. Y otro. Y entonces, un momento después, ya no pudo ver nada, a excepción de los minúsculos rayos de luz que penetraban por los agujeritos momentáneos que se colaban entre los insectos que cubrían por completo su traje. Eran tan numerosos que hasta podía sentir su peso.
Se quedó muy quieto.
Si se trataba de parásitos que se alimentaban de sangre —¿y qué otra cosa podían ser, habiendo desarrollado un comportamiento de enjambre?— parecían los suficientes como para succionarle hasta la última gota. La fauna local habría desarrollado defensas contra aquellos enjambres, pero él carecía de ellas. Y el hecho de que no pudieran digerir y asimilar su sangre, como podía ocurrir, no le devolvería a su organismo la que le hubieran quitado.
Se dio cuenta de que tratar de coexistir con aquellos insectos representaría, como mínimo, un problema para los colonos. Podían pasarse diez mil años aprendiendo a convivir con aquellos enjambres o podían erradicarlos —junto con todo lo demás— y empezar desde cero.
«¿Qué insectos sobrevivirán a la extinción?», se preguntó.
Avanzó por la pradera hasta encontrar un arroyo y contempló los peces y las anguilas de aletas grises y plateadas que nadaban allí. Caminó hasta un árbol aislado que había cerca y apoyó la mano sobre la corteza. «Te he tocado —se dijo en silencio—. He acariciado esta hoja con mi mano.»
Entre tanto, los prescindibles recogían ejemplares de la fauna y la flora conforme a las instrucciones que habían elaborado ellos mismos. Eran muestras para su análisis, no para su preservación, al menos en este primer viaje. Llevaban recipientes específicos para ellas y Ram se dedicó a pasear hasta que terminaron de recoger todas las que creían que merecía aquella primera visita.
Exploraron junglas, desiertos, tundras, altas montañas y riberas marinas. Seguían la misma dirección de la rotación de Jardín, así que cuando paraban, siempre era de día. Ram estaba exhausto y necesitaba dormir cuando por fin los prescindibles anunciaron que tenían todas las muestras que precisaban para llevar a cabo sus análisis preliminares.
—¿Ya hemos acabado? —preguntó.
—Sí.
—Tengo que dormir algo antes de ponerme a los mandos del módulo —dijo.
—No hace falta que te pongas a los mandos de nada —le respondieron los prescindibles—. Adelante, duerme, así estarás despierto y descansado para cuando regresemos a la nave.
—¿Volveré a visitar la superficie mientras aún sea Jardín?
—Seguirá siendo Jardín cada vez que lo visites —dijo uno de ellos—, pero si lo que quieres decir es: «¿Volveré a visitar la superficie mientras las formas de vida nativas sigan intactas?», la respuesta es no. Pero hemos grabado todas tus palabras y tus actos de hoy y eres libre de poner por escrito o grabar cualquier observación que desees antes de entrar en hibernación. También te informaremos de los resultados de nuestros análisis iniciales, por si existe base para revisar nuestros planes.
Ram bostezó.
—Es un lugar precioso —dijo—. Extraño en algunos aspectos, pero ni más ni menos hermoso que la Tierra. Nuestro objetivo es procurar a la humanidad un segundo lugar en el que vivir sin sustento artificial, para reducir las probabilidades de una extinción. Para conseguirlo, debemos aniquilar una fauna y flora cuyo único crimen es no haber conseguido desarrollar vida inteligente con la suficiente rapidez para anticiparse a nuestra llegada.