Authors: Ken Follett
Ella se levantó.
—Bueno, ¿te vas?
—Sí.
Tony advirtió que se había perdido en sus pensamientos. La rodeó con los brazos y le dio un breve apretón. Nunca la besaba.
—Adiós, mamá.
Cogió su abrigo, le dio un golpecito cariñoso al perro y salió.
El interior del «Rolls» estaba caliente. Apretó el botón que bajaba la ventanilla antes de acomodarse en el asiento de cuero y alejarse.
Le complacía conducir el coche por las callejuelas del East End. El lujo insolente del vehículo, en contraste con las calles estrechas y las viejas casas miserables contaba la historia de la vida de Tony Cox y la gente contemplaba el coche —amas de casa, vendedores de periódicos, trabajadores y villanos— y se decían: «Ahí va Tony Cox. Ha prosperado.»
Sacudió la ceniza de su cigarro por la ventanilla abierta. Había prosperado. Compró su primer coche por seis libras esterlinas cuando tenía dieciséis años. El certificado del Ministerio de Transporte que compró en el mercado negro le había costado treinta chelines. Rellenó los formularios y volvió a vender el coche por ochenta libras.
No tardó mucho en tener un negocio de coches usados que pronto se convirtió en legítimo. Después lo vendió, con la mercancía, por cinco mil libras y entró en el mundo de los grandes negocios.
Utilizó las cinco mil libras para abrir una cuenta bancaria dando como referencia el nombre del que le había comprado el negocio de coches usados. Dio su nombre verdadero al director del Banco, pero una dirección falsa: la misma dirección falsa que había dado al comprador del negocio de coches.
Alquiló un almacén pagando tres meses por adelantado. Compró pequeñas cantidades de aparatos de radio y televisión y equipos de alta fidelidad a los fabricantes y los revendió a las tiendas de Londres. Pagaba a los suministradores al contado, y su cuenta bancaria tenía movimiento. Al cabo de un par de meses tenía pequeñas pérdidas pero se había ganado una reputación como persona digna de crédito.
En aquel momento hizo una serie de pedidos importantes. Los pequeños fabricantes a los que había pagado puntualmente un par de billetes de quinientas libras esterlinas le suministraron gustosamente mercancías por valor de tres o cuatro mil libras en las mismas condiciones de crédito: prometía ser un buen cliente.
Con el almacén lleno de caros aparatos electrónicos por los que no había pagado nada, hizo una liquidación. Toca—discos, aparatos de televisión en color, relojes digitales, grabadoras, amplificadores y radios, todo fue vendido a un precio de regalo, algunas veces a la mitad de su precio de mercado. El almacén se vació en dos días y Tony Cox guardó tres mil libras contantes y sonantes en dos maletas. Cerró el almacén y se marchó a casa.
Se estremeció en el asiento delantero del confortable coche al recordarlo. Jamás volvería a correr un riesgo semejante.
¿Y si uno de los suministradores se hubiera enterado de la liquidación? ¿Y si el director del Banco hubiera visto a Tony en un pub unos días después?
Ocasionalmente realizaba alguna estafa de compra a crédito, pero ahora utilizaba hombres de paja, que tan pronto como caía el hacha se iban a España a pasar unas largas vacaciones. Y nadie le veía la cara a Tony.
Sin embargo, sus intereses comerciales se habían diversificado. Tenía propiedades en el centro de Londres que alquilaba a jóvenes damitas a precios exorbitantes; poseía locales nocturnos; incluso dirigía un par de grupos pop. Algunos de sus negocios eran legítimos y otros eran delictivos; algunos eran ambas cosas y otros estaban en el límite nebuloso entre las dos, en ese punto en que la ley está insegura pero donde los comerciantes respetables que cuidan su reputación temen pisar.
El Viejo Bill sabía de sus actividades, naturalmente. Hoy en día, había tantos soplones que nadie podía convertirse en un delincuente respetable sin que su nombre figurase en los archivos de Scotland Yard. El problema estaba en conseguir pruebas, especialmente habiendo algunos detectives por ahí dispuestos a avisar por adelantado a Tony de cualquier incursión. No escatimaba el dinero que dedicaba a ese objetivo. Todos los agostos había tres o cuatro familias de policías veraneando en Benidorm con el dinero de Tony.
No es que confiase en ellos. Eran útiles pero todos se decían que un día pagarían su deuda de lealtad denunciándole. Un policía corrupto seguía siendo, finalmente, un policía. De modo que todas las transacciones se hacían al contado; no había anotaciones en los libros, solamente en la cabeza de Tony; todos los trabajos los llevaban a cabo sus compinches siguiendo instrucciones verbales.
Con el tiempo, se movía incluso con más seguridad, sencillamente actuando como banquero. Un organizador conseguía información privada y trazaba un plan; Tony encontraba después al cabecilla que organizaba el equipo y sus miembros. Los dos visitaban entonces a Tony y le contaban sus planes. Si Tony estaba de acuerdo, les prestaba el dinero para los sobornos, las armas, los coches, los explosivos y todo cuanto hiciera falta. Cuando habían realizado el trabajo, con los beneficios obtenidos le devolvían el préstamo aumentando cinco o seis veces en su valor.
El trabajillo de hoy no era tan sencillo. En éste, él era el organizador al mismo tiempo que el banquero. Eso significaba que tendría que andar con sumo cuidado.
Paró el coche en una callejuela y se apeó. Aquí las casas eran mayores —se habían construido para capataces y artesanos en vez de descargadores y obreros—, pero no eran mejores que las barracas de Quill Street. Las fachadas de cemento se resquebrajaban, los marcos de madera de las ventanas estaban podridos y los jardines frontales eran más pequeños que el portaequipajes del coche de Tony. Solamente media docena de aquellas casas estaban habitadas: el resto eran almacenes, oficinas o tiendas.
La puerta donde Tony llamó con los nudillos exhibía el letrero «Billiards and Snooker» y faltaba la mayor parte del «and». Le abrieron inmediatamente y Tony entró.
Estrechó la mano a Walter Burden y después le siguió al piso superior. Un accidente de carretera había dejado cojo y tartamudo a Walter, impidiéndole seguir en su trabajo de estibador. Tony le había confiado la dirección de la sala de billar, sabiendo que ese gesto —que a Tony no le costaba nada— le sería recompensado con un mayor respeto entre los habitantes del East End y una lealtad inquebrantable por parte de Walter.
—¿Quieres una taza de té, Tony? —le ofreció Walter.
—No, gracias, Walter, acabo de desayunar. —Miró a su alrededor la sala del primer piso con aires de propietario. Las mesas estaban cubiertas, el suelo de linóleo barrido y los palos ordenados en su lugar—. Tienes esto muy bien ordenado.
—Solamente hago mi trabajo, Tony. Tú cuidaste de mí, ya sabes.
—Sí. —Cox se acercó a la ventana y miró hacia abajo, a la calle. Al otro lado de la calzada, a unos pocos metros de distancia, había un «Morris 1100» estacionado. Dentro del vehículo había dos personas. Tony se sintió extrañamente satisfecho: había sido sensato al tomar esa precaución—.
¿Dónde tienes el teléfono, Walter?
—En la oficina. —Walter abrió una puerta, hizo entrar a Tony, cerró, quedándose él fuera.
La oficina estaba ordenada y limpia. Tony se sentó ante el escritorio y marcó un número.
—¿Diga? —respondió una voz.
—Recógeme —dijo Tony.
—Cinco minutos.
Tony colgó el receptor. Se le había apagado el cigarro.
Cuando las cosas le ponían nervioso dejaba que se le apagara el cigarro. Lo encendió nuevamente con un «Dunhill» dorado, y salió después.
Se dejó ver nuevamente por la ventana.
—De acuerdo, colega, me marcho —le dijo a Walter—. Si uno de esos jóvenes detectives del coche azul se empeña en llamar a la puerta, no respondas. Volveré dentro de media hora.
—No t-t-te preocupes. Puedes confiar en mí, ya lo sabes. Walter movía la cabeza como un pájaro.
—Sí, ya lo sé. —Tony tocó brevemente el hombro del hombre maduro y se dirigió al fondo del vestíbulo. Abrió la puerta y bajó apresuradamente por la escalera de incendios.
Rodeó un carrito infantil oxidado, un colchón empapado y los restos de un viejo vehículo. Entre las grietas de cemento del suelo brotaba tercamente la hierba. Un gato mugriento se apartó corriendo de su camino. Se le ensuciaron los zapatos de manufactura italiana.
Un portón conducía del patio a una calle estrecha. Tony fue hasta el fondo de esa callejuela. Al llegar al final un pequeño «Fiat» con tres hombres en su interior se acercó a la acera. Tony entró y ocupó el asiento vacío de atrás. El coche emprendió inmediatamente la marcha.
El conductor era Jacko, el lugarteniente de Tony. Al lado de Jacko se encontraba Willie el Sordo, que sabía ahora mucho más de explosivos que veinte años antes, cuando había perdido el oído izquierdo. En la parte de atrás, junto a Tony, estaba Peter «Jesse» James, cuyas dos obsesiones eran las armas y las chicas con voluminoso trasero. Eran buena gente; todos miembros permantentes de la empresa de Tony.
—¿Cómo está tu chico, Willie? —le preguntó Tony. Willie el Sordo dirigió su oreja sana hacia Tony. —¿Qué?
—Te he preguntado cómo está el joven Billy.
—Hoy cumple dieciocho —dijo Willie—. Es lo mismo, Tony. Nunca podrá cuidar de sí mismo. La asistenta social nos ha dicho que lo llevemos a una residencia.
Tony hizo un gesto de simpatía. Se esforzaba por ser amable con Willie el Sordo hablándole de su hijo retrasado; la enfermedad mental le asustaba.
—Tú no quieres hacerlo.
—Yo le dije a la mujer —dijo Willie—, ¿qué sabe una asistenta social? Es una chica de unos veinte años. Universitaria. Aunque no se impone.
Jacko intervino impaciente.
—Todos estamos a punto, Tony. Los muchachos están ahí, con los motores a punto.
—Bien. —Tony miró a Jesse James—. ¿Pipas?
—Un par de pistolas y una «Uzi».
—¿Una qué?
Jesse sonrió orgullosamente.
—Es una metralleta de nueve milímetros. Israelí.
—En marcha —murmuró Tony.
—Aquí estamos —dijo Jacko.
Tony sacó una gorra de trapo del bolsillo y se la encasquetó.
—Habéis llevado a los chicos adentro, ¿verdad?
—Sí —dijo Jacko.
—No me importa que sepan que es un trabajo de Tony Cox, pero no quiero que puedan decir que me han visto.
—Lo sé.
El coche entró en un patio lleno de chatarra. Estaba notablemente ordenado. Los capós de los coches estaban apilados de tres en tres en ordenadas hileras y las piezas amontonadas pulcramente: columnas de neumáticos, una pirámide de ejes traseros, un cubo de cilindros.
Cerca de la entrada había una grúa y un gran camión de transporte. Más adentro había una sencilla furgoneta «Ford» de color azul con las ruedas posteriores dobles junto al pesado equipo de oxiacetileno para cortar.
El coche se detuvo y Tony salió. Se sentía complacido. Le gustaban las cosas ordenadas. Los otros tres permanecieron cerca de él, esperando que Tony hiciera algo. Jacko encendió un cigarrillo.
—¿Te has asegurado del dueño?
Jacko asintió.
—El se ha cuidado de que la grúa, el transporte y el equipo cortador estuvieran aquí. Pero no sabe para qué son, y le hemos atado para cubrir las apariencias. —Comenzó a toser.
Tony le quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó caer en el barro.
—Esas cosas te hacen toser —dijo. Sacó un cigarro habano del bolsillo—. Fúmate esto y muere de vejez.
Tony regresó junto a la entrada. Los tres hombres le siguieron. Caminó esquivando los charcos y las manchas de barro pasando junto a una pila de millares de acumulaciones, entre montones de árboles de levas y cajas de cambios, hasta la grúa. Era un modelo pequeño, con tracción de oruga, capaz de levantar un coche, una camioneta o un camión ligero. Se desabrochó el abrigo y trepó por la escalerilla hasta la alta cabina.
Se sentó en el asiento del operador. Las ventanas circulares le permitían ver todo el patio. Era un terreno triangular. En un lado había un viaducto de ferrocarril y sus arcos de ladrillo estaban ocupados por almacenes. A un lado, un muro alto separaba aquel lugar de un parque de juegos infantiles y un solar baldío. La carretera pasaba por la parte delantera del patio y se curvaba ligeramente siguiendo el contorno del río unos metros más allá. Era una carretera amplia, pero poco transitada.
Al abrigo del viaducto había una choza construida con viejas puertas de madera que soportaban una cubierta de papel alquitranado. Los hombres debían estar allí, alrededor de una estufa eléctrica, bebiendo te y fumando nerviosamente.
Todo estaba en orden. Tony experimentó regocijo en su interior y el instinto le dijo que todo saldría bien. Salió de la grúa.
Mantuvo deliberadamente baja la voz, firme e indiferente.
—La furgoneta no sigue siempre la misma ruta. De la City a Loughton tienen muchas rutas para elegir. Pero este lugar está en la mayoría de las rutas, ¿cierto? Han de pasar por aquí a menos que quieran ir vía Birmingham o Watford. Ahora bien, de vez en cuando escogen rutas estúpidas. Y hoy podría ser uno de esos días. De modo que si el asunto no sale bien, les dais una compensación a los muchachos y los enviáis a casa hasta la próxima vez.
—Todos conocen las condiciones —dijo Jacko.
—Bien. ¿Algo más?
Los tres hombres siguieron en silencio.
Tony dio las instrucciones finales.
—Todos llevaréis máscara. Todos llevaréis guantes. Nadie hablará. —Miró a los hombres uno detrás de otro para comprobar su asentimiento. Después añadió—: De acuerdo, llevadme de regreso.
No hubo más conversación mientras el «Fiat» rojo recorría su camino girando por las pequeñas calles hasta la callejuela de detrás de la sala de billares.
Tony salió, después se inclinó ante la puerta delantera del pasajero y habló a través de la ventanilla.
—Es un buen plan y si lo hacéis bien dará resultado. Hay un par de espinas que desconocéis todavía… guardas de seguridad, hombres en el interior. Mantened la calma, haced bien las cosas, y lo conseguiremos igualmente. —Hizo una pausa—. Y no disparéis contra nadie con esa condenada arma, no jodáis.
Caminó por la callejuela y entró en la sala de billares por la puerta trasera. Walter estaba jugando al billar en una de las mesas. Se incorporó al oír la puerta.
—¿Todo bien, Tony?