Authors: Ken Follett
—Me gusta mi trabajo —dijo Peters, como si hubiera leído la mente de Laski.
Laski disimuló su sorpresa.
—Pero le gusta más su jardín.
—Cuando hace este tiempo, sí. ¿Tiene usted un jardín… Félix?
—Mi ama de llaves cuida de las jardineras de las ventanas. No soy hombre de pasatiempos. —Laski se fijó en la inseguridad de Peters al usar su nombre de pila. El hombre estaba algo desconcertado, decidió. Tanto mejor.
—No tendrá usted tiempo, supongo. Debe usted trabajar muy duramente.
—Así suelen decírmelo. Pero la verdad es que prefiero pasar las horas entre las seis de la tarde y la media noche ganando cincuenta mil dólares a estar contemplando actores que fingen matarse el uno al otro en la televisión.
Peters se echó a reír.
—Ahora resulta que el cerebro más imaginativo de la City no tiene imaginación.
—No le entiendo.
—Usted tampoco lee novelas ni va al cine, ¿verdad?
—No.
—¿Lo ve? Hay en usted un punto ciego…, no puede compenetrarse con la ficción. Esto es común en la mayoría de los financieros más emprendedores. Esa incapacidad parece estar unida a una perspicacia superior, del mismo modo que un ciego posee un oído supersensible.
Laski frunció el ceño. Ser analizado le colocaba en situación de desventaja.
—Quizá —respondió.
Peters pareció observar su contrariedad.
—Me fascinan las carreras de los grandes hombres de empresa —dijo.
—También a mí —respondió Laski—. Creo que es muy interesante ahondar en las ideas luminosas de los otros. —¿Cuál fue su primer éxito, Félix?
Laski se relajó. Ése era territorio familiar para él.
—Supongo que fue «Woolwich Chemicals» —dijo—. Era un pequeño fabricante de productos farmacéuticos. Después de la guerra establecieron una pequeña cadena de farmacias en calles principales con objeto de asegurarse el mercado. El problema estaba en que sabían mucho de química y nada sobre la venta al por menor y las tiendas absorbieron la mayor parte de los beneficios producidos por la fábrica.
»En aquellos tiempos yo trabajaba para un agente de Bolsa y había ganado algún dinero comprando y vendiendo acciones. Hablé con mi jefe y le ofrecí la mitad de las ganancias si quería financiar el trato. Compramos la empresa y casi inmediatamente vendimos la fábrica a ICI casi por la misma cantidad que nos habían costado las acciones. Después cerramos las tiendas y las vendimos una por una… Todas estaban situadas en lugares de privilegio.
—Nunca llegaré a comprender este tipo de cosas —dijo Peters—. Si la fábrica y las tiendas tenían tanto valor, ¿por qué se vendían baratas las acciones?
—Porque la empresa estaba perdiendo dinero. No habían pagado ningún dividendo durante años. Los directivos no tuvieron valor para jugarse las fichas que les quedaban, por decirlo así. Nosotros lo hicimos. En el negocio todo es cuestión de valor. —Empezó a comer el bocadillo.
—Es fascinante —dijo Peters. Miró su reloj—. Tengo que irme.
—¿Mucho trabajo? —preguntó Laski casualmente. —Hoy es precisamente uno de esos días… y eso significa siempre dolores de cabeza.
—¿Pudo usted solucionar aquel problema?
—¿Cuál?
—El de las rutas. —Laski bajó una fracción el tono de voz—. Su gente de seguridad quería que enviase el convoy por una ruta diferente cada vez.
—No. —Peters estaba molesto: había cometido una indiscreción al hablarle a Laski de aquel problema—. Realmente sólo hay un camino sensato para llegar allí. Sin embargo… —Se levantó.
Laski sonrió y mantuvo la indiferencia en su voz.
— De modo que hoy el gran cargamento seguirá la vieja ruta directa.
Peters se colocó un dedo en los labios.
—Seguridad —dijo.
—Claro.
Peters cogió su impermeable.
—Adiós.
—Nos veremos mañana —dijo Laski con una amplia sonrisa.
Arthur Cole subía la escalera desde la estación con respiración anhelante y enfermiza que se agitaba en su pecho. Desde las entrañas del Metro subió una ráfaga de aire caliente que le envolvió amorosamente y después se dispersó. El hombre se estremeció ligeramente al salir a la calle.
La luz del sol le cogió por sorpresa cuando subió al tren estaba amaneciendo todavía. El aire era fresco y agradable. Más tarde se enrarecería lo suficiente como para causarle un desvanecimiento al policía en su puesto de guardia. Cole recordaba la primera vez que aquello había sucedido: la historia fue una exclusiva del Evening Post.
Anduvo poco a poco hasta que se le calmó la respiración. Veinticinco años en el periodismo habían arruinado su salud, pensó. En realidad, con cualquier trabajo le hubiera pasado lo mismo, ya que Cole era propenso a la inquietud y a la bebida, y su pecho era débil; pero le consolaba culpar de ello a su profesión.
De todos modos había renunciado a fumar. Había dejado de ser fumador durante —miró su reloj— ciento veintiocho minutos, a menos que incluyera también la noche, en cuyo caso ya eran ocho horas. Ya había pasado por algunos momentos arriesgados: inmediatamente después de que sonara el despertador a las cuatro y media (solía fumar un cigarrillo en el retrete); cuando se alejó de casa en el coche, en el momento en que metió la tercera y conectó la radio para oír las noticias de las cinco; al acelerarlo por el primer tramo rápido y directo de la Al2, donde su gran «Ford» podía lanzarse, y mientras esperaba el primer Metro del día en una estación fría del East London al aire libre.
El boletín de noticias de la «BBC» de las cinco en punto no le había animado. Le dedicaba toda su atención mientras conducía, ya que la ruta le era tan familiar que giraba y pasaba los cruces automáticamente, de memoria. La historia principal llegaba de Westminster: el Parlamento había presentado el último proyecto de ley sobre relaciones industriales, pero había conseguido una escasa mayoría. Cole había conocido la noticia la noche anterior por la televisión. Eso significaba que los periódicos de la mañana informarían de ello, lo que, a su vez, significaba que el Post no tendría nada que ofrecer sobre el asunto a menos que durante el día hubiera novedades.
Había una noticia sobre el índice de los Precios al Por Menor. Su origen debía ser una estadística oficial del Gobierno, retenida probablemente hasta media noche; los periódicos de la mañana la publicarían también.
No le sorprendió enterarse de que la huelga de los trabajadores del transporte continuaba; difícilmente se hubiera podido solucionar en una noche.
El torneo de críquet en Australia le solucionaba el problema al director de deportes, pero los resultados no eran lo bastante sensacionales como para la primera página.
Cole empezó a preocuparse.
Entró en el edificio del Evening Post y tomó el ascensor. La sala de redacción ocupaba todo el primer piso. Era una oficina espaciosa, alargada, en forma de I. Cole entró por un extremo de la I. A su izquierda se hallaban las máquinas de escribir y los teléfonos de los taquígrafos, que escribirían a máquina las noticias dictadas por teléfono; a la derecha, los archivadores y los estantes de libros de los reporteros especializados. Cole recorrió el tronco de la I entre hileras de escritorios pertenecientes a los reporteros generales, hasta la alargada mesa de redacción que dividía la pieza en dos. Detrás estaba la mesa en forma de U de los subdirectores y más allá, en la encrucijada de la 1, estaba la sección deportiva: un reinado semi-independiente, con su propio director, reporteros y auxiliares. De vez en cuando Cole enseñaba el lugar a gente curiosa. Siempre les decía:
—Se supone que el trabajo es como una cadena de montaje, pero más bien es andar a la greña. —Lo cual era una exageración, pero siempre provocaba risas.
La sala estaba brillantemente iluminada y vacía. Como subdirector redactor-jefe, Cole disponía de su propio lugar en la mesa de redacción. Abrió un cajón y sacó una moneda, se encaminó después a la máquina expendedora, en la sección de Deportes, y apretó los pulsadores para obtener un té instantáneo con leche y azúcar. Un télex se puso en marcha rompiendo el silencio.
Mientras Cole volvía a su puesto con el vaso de papel, se abrió de golpe la puerta de entrada. Apareció una figura baja, de cabello gris, envuelta en una voluminosa parka impermeable y con clips de ciclista. Cole le saludó con la mano y dijo en voz alta:
—Buenos días, George.
—Hola, Arthur. ¿Te basta con este frío?
George empezó a quitarse la chaqueta. El cuerpo que envolvía era flaco y pequeño. A pesar de su edad, el cargo de George era el de Jefe de los Muchachos: dirigía el equipo de mensajeros de la oficina. Vivía en Potters Bar e iba a trabajar en bicicleta. Arthur creía que era una proeza increíble.
Arthur dejó su té, se quitó el impermeable, conectó la radio y se sentó. La radio empezó a ronronear. Bebió el té poco a poco y fijó la mirada delante de él. La sala de redacción estaba sucia; las sillas esparcidas al azar; los periódicos y las hojas de papel de copia cubrían los escritorios; la redecoración había quedado pospuesta por la presión económica del año anterior; pero la escena resultaba demasiado familiar. La mente de Cole estaba en la primera edición, que saldría a la calle dentro de tres horas.
El periódico de hoy tendría dieciséis páginas. Catorce páginas de la primera edición ya existían en forma de medios cilindros de metal en la prensa del piso bajo. Llevaba los programas de televisión y crónicas y noticias escritas de manera que el lector no notase —se confiaba que fuera así— el momento en que fueron redactadas. Eso dejaba la plana posterior para el cronista deportivo y la primera plana para Arthur Cole.
El Parlamento, una huelga y la inflación, todas noticias de ayer. No podía hacer mucho con ellas. Cualquiera de esas historias hubiera podido aderezarse con una introducción de hoy, como por ejemplo: «El Consejo de Ministros ha llevado a cabo una investigación sobre el escaso margen obtenido por el Gobierno…» Había una fórmula para cada situación. El desastre de ayer se convertía en la noticia de hoy con: «El amanecer de hoy ha revelado todo el horror…» El crimen de ayer podía beneficiarse de un: «Hoy los detectives están registrando Londres para descubrir al hombre que…» El problema de Arthur había dado nacimiento a montones de clichés. En una sociedad civilizada —pensaba—, cuando no había noticias no debiera haber periódicos. Era un viejo pensamiento y lo expulsó con impaciencia de su cerebro.
Todo el mundo estaba de acuerdo en que la primera edición solía ser hojarasca la mitad de las veces. Pero eso no era consuelo alguno para Arthur Cole, porque él estaba encargado de producir esa primera edición. Había sido subdirector redactor-jefe durante cinco años. En dos ocasiones, el puesto de director había quedado vacante y las dos veces se lo habían dado a un hombre más joven que Cole. Alguien había decidido que ser el número dos en esa tarea era el límite de su capacidad. Cole no estaba de acuerdo.
La única manera de demostrar su talento sería publicar una primera edición excelente. Desgraciadamente esa posibilidad dependía en gran parte de la suerte. La estrategia de Cole consistía en conseguir un periódico siempre algo mejor que la primera edición de sus competidores. Y creía que lo estaba consiguiendo. No tenía ni idea de si alguien de arriba lo había notado; pero no se permitía preocuparse por ello.
George se acercó por detrás de Cole y dejó caer una pila de periódicos sobre su mesa.
—El joven Stephen está enfermo otra vez —gruñó. Arthur sonrió.
—¿Qué es esta vez… resaca o resfriado?
—¿Recuerdas lo que solían decirnos? «Si puedes caminar puedes— trabajar.» No como ésos.
Arthur asintió.
—¿Tengo razón? —preguntó George.
—Tienes razón.
Los dos habían sido Muchachos al mismo tiempo en el Post. Arthur había conseguido su carnet NUJ después de la guerra. George no había ascendido, había seguido siendo mensajero.
—Nosotros teníamos interés —dijo George—. Queríamos trabajar.
Arthur cogió el periódico de encima del montón. No era la primera vez que George se quejaba de su personal, ni la primera vez que Arthur se había lamentado con él. Pero Arthur sabía lo que no iba bien con los Muchachos de hoy. Treinta años atrás un Muchacho listo podía llegar a ser periodista; hoy día, los caminos estaban cerrados. El nuevo sistema tenía un doble impacto; los jóvenes brillantes se quedaban en la escuela en vez de ser mensajeros; y los que se convertían en mensajeros sabían que no tenían perspectivas, de modo que trabajaban tan poco como podían. Pero Arthur no podía decirle eso a George porque pondría en evidencia el hecho de que Arthur había llegado mucho más allá que su antiguo compañero. De modo que estaba de acuerdo en que la juventud de hoy en día estaba podrida.
George parecía dispuesto a seguir con sus lamentaciones. Arthur le cortó, diciendo:
—¿Algo nuevo por cable esta noche?
—Iré a ver. Sólo que tendré que preparar yo mismo todos los periódicos…
—Será mejor que vea yo primero las notas del teletipo.
Arthur se alejó. Le molestaba dar órdenes. Nunca había aprendido a darlas de modo natural, quizá porque le desagradaba hacerlo. Revisó el Morning Star: dedicaba su mayor atención al proyecto de ley industrial.
No era probable que ya hubiera noticias nacionales en el teletipo; era demasiado temprano. Pero durante la noche llegaban esporádicamente noticias del extranjero y con frecuencia incluían alguna que podía ser la sensación, si estaba en apuros. La mayoría de las noches se producía un incendio importante, un crimen múltiple, un disturbio o un golpe en alguna parte del mundo. El Post era un diario londinense y no se inclinaba por dar la mayor importancia a la información extranjera, a menos que fuese sensacional; pero eso podría ser mejor que «El Consejo de Ministros ha llevado a cabo una investigación sobre…».
George dejó caer una larga hoja de papel de varios pies de longitud en su escritorio. Mostraba su desagrado absteniéndose de cortar la hoja para separar las noticias individuales. Probablemente quería que Arthur se quejase, para tener ocasión de señalar cuánto trabajo le había caído en cima por estar enfermo aquel Muchacho de la primera hora. Arthur buscó las tijeras en su mesa y comenzó a leer.
Leyó una noticia política de Washington, un informe sobre el Torneo y sobre unas detenciones en Oriente Medio. Estaba a medio leer la noticia de un divorcio en Hollywood, medianamente importante, cuando sonó el teléfono. Lo cogió y contestó: