Authors: Ken Follett
Conectó la máquina de afeitar e hizo una mueca para colocar toda su mejilla izquierda a la vista. Tim no era ni siquiera feo. Había oído decir que algunas chicas sentían inclinación por los hombres feos. No estaba en condiciones de comprobar semejantes generalizaciones sobre las mujeres, pero Tim Fitzpeterson no llegaba siquiera a encajar en esa categoría de dudosa suerte.
Pero quizás había llegado el momento de pensar nuevamente en las categorías en las que encajaba. El segundo local nocturno que visitaron había resultado ser el tipo de lugar donde él nunca hubiera entrado voluntariamente. No le gustaba la música, y si le hubiera gustado su gusto no hubiese incluido aquel ruido estridente y continuo que ahogaba todas las conversaciones en The Black Hole. Sin embargo, había bailado siguiendo esa música, el baile contorsionado, exhibicionista, que parecía ser de rigueur allí. Se divirtió bailando, y pensó que había salido suficientemente airoso; no vio miradas divertidas en los otros bailarines, cosa que había temido. Quizá sería porque muchos de ellos tenían la misma edad que él.
El disc-jockey, un joven barbudo que llevaba una camiseta con las palabras «Harvard Business School», probablemente impropias, puso caprichosamente una balada lenta, cantada por un americano con un fuerte resfriado. En ese momento estaban en la pequeña pista. La chica se le acercó y le rodeó con los brazos. En ese momento supo lo que ella se proponía; y él tenía que decidir si lo tomaba con la misma seriedad. Con aquel pequeño cuerpo flexible y ardiente pegado a él como una toalla húmeda, pronto se decidió. Inclinó la cabeza —ella era algo más baja que él—y le murmuró en el oído:
—Ven a tomar una copa en mi piso.
La besó en el taxi —¡eso era algo que no había hecho hacía años!—. Ese beso fue tan exquisito, como un beso en sueños, que él le tocó los pechos, maravillosamente pequeños y duros bajo el amplio vestido; después de eso les fue difícil contenerse hasta llegar a casa.
La copa quedó olvidada. Debimos meternos en la cama en menos de un minuto, pensó Tim maliciosamente. Acabó de afeitarse y miró a su alrededor buscando la colonia. En el armarito de la pared había una vieja botella.
Volvió al dormitorio. Ella seguía durmiendo. Tim buscó su bata y sus cigarrillos y se sentó en la silla de alto respaldo junto a la ventana. He estado tremendo en la cama, pensó. Sabía que se estaba engañando: ella había sido la activa, la creativa. Por decisión de ella habían hecho cosas que Tim no hubiera podido sugerirle a Julia después de quince años en la misma cama.
Sí, Julia. Miró sin ver, desde la ventana del primer piso, al otro lado de la estrecha calle, la escuela victoriana de ladrillos rojos, con su patio pequeño pintado con las descoloridas líneas amarillas de una pista de tenis. Seguía sintiendo lo mismo por Julia: si antes la había amado, también la amaba ahora. Esa chica era algo distinto. Pero ¿no era eso mismo lo que los tontos se decían antes de embarcarse en una aventura?
No nos precipitemos, se dijo. Para ella esto puede ser simplemente la escapada de una noche. No podía suponer que ella quisiera volver a verle. Sin embargo, Tim quería decidir cuáles eran sus propios propósitos antes de preguntarle a ella cuáles eran las alternativas: el gobierno le había enseñado a informarse brevemente antes de las reuniones.
Tim tenía una fórmula para enfrentarse con las decisiones complicadas. En primer lugar, ¿qué puedo perder?
De nuevo, Julia: robusta, inteligente, satisfecha; reduciendo inexorablemente sus horizontes con cada año de maternidad. Hubo un tiempo en que él vivía por ella: le compraba los vestidos que a ella le gustaban, leía novelas porque a ella le interesaban y sus éxitos políticos le complacían mucho más porque también complacían a Julia. Pero el centro de gravedad de su vida se había desviado. Ahora Julia solamente se interesaba por trivialidades. Quería vivir en Hampshire, y a él no le importaba, de modo que allí vivían. Quería que él llevase chaquetas a cuadros, pero la elegancia de Westminster exigía trajes más sobrios, de modo que Tim Fitzpeterson usaba trajes oscuros, grises, de ligero diseño, y azul marino.
Al analizar sus sentimientos, descubrió que no había mucho que le atase a Julia. Un ligero sentimiento, quizás; un recuerdo nostálgico de Julia con su cabello en cola de caballo, con una falda estrecha, bailando jazz. ¿Era eso amor o algo parecido? Lo dudaba.
¿Las niñas? Eso ya era otra cosa. Katie, Penny y Adrienne: solamente Katie era lo bastante mayor para comprender el amor y el matrimonio. No le veían demasiado, pero él opinaba que un poco de amor paternal recorre un largo camino y es muchísimo mejor que carecer enteramente de padre. En ese aspecto no había lugar a discusión: su opinión era inmutable.
Y estaba su carrera. Un divorcio quizá no perjudicaría a un pequeño funcionario como él, pero podría arruinar a un hombre situado más arriba. No había existido nunca un Primer Ministro divorciado. Y Tim Fitzpeterson quería ese trabajo.
De modo que había mucho que perder: de hecho, todo lo que él apreciaba. Volvió la mirada de la ventana a la cama. La chica se había vuelto del lado opuesto. Había acertado dejándose el cabello corto; ponía de relieve su cuello esbelto y sus bonitos hombros. Su espalda se ahusaba marcadamente, terminando en una estrecha cintura, desapareciendo después bajo una sábana arrugada. Tenía la piel ligeramente bronceada.
La ganancia era importante. La palabra «alegría» no había significado mucho para Tim anteriormente, pero ahora flotaba en sus pensamientos. Si antes había sentido alegría, ya no lo recordaba. Satisfacción, sí: al escribir un informe global, concreto; al ganar una de esas innumerables y pequeñas batallas en los comités y en la Cámara de los Comunes; en un buen libro o con un buen vino. Pero la salvaje química del placer que había experimentado con esa chica era algo nuevo.
Hecho: aquéllos eran los pros y los contras. La fórmula decía, ahora súmalos y comprueba cuál es mayor. Pero esta vez la fórmula no funcionaría. Tim tenía conocidos que decían que nunca funcionaba. A lo mejor tenían razón. Podía ser un error creer que los razonamientos se podían contar como billetes de libra. Recordó, curiosamente, una frase de una lectura filosófica escolar: «el embrujamiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje». ¿Qué es más largo, un avión o una comedia en un acto? ¿Qué prefiero, la satisfacción o la alegría? Su pensamiento se estaba nublando. Hizo una mueca de contrariedad, y después miró rápidamente hacia la cama para ver si la había despertado. Ella seguía durmiendo. Bien.
Fuera, en la calle, un «Rolls-Royce» gris se detuvo junto al bordillo, a unos cien metros de distancia. Nadie saltó de él. Tim lo observó con más atención y vio que el conductor abría un periódico. ¿Un chófer, quizá, que acudía a recoger a alguna persona a las seis y media? ¿Un hombre de negocios que había viajado de noche y había llegado demasiado temprano? No podía distinguir la matrícula. Pero sí veía que el conductor era un hombre corpulento; con la corpulencia suficiente para que el interior del vehículo pareciera tan estrecho como un «Mini».
Volvió a pensar en su dilema. ¿Qué hacemos en política, pensó, cuando nos enfrentamos a dos exigencias apremiantes pero conflictivas? La respuesta le llegó inmediatamente: escogemos la trayectoria que, real o aparentemente, satisface ambas exigencias. El paralelo era obvio. Seguiría casado con Julia y tendría una aventura amorosa con esa chica. Le pareció una solución muy política y se sintió complacido.
Encendió otro cigarrillo y pensó en el futuro. Era un pasatiempo agradable. Habría muchas más noches como la pasada aquí, en el piso; algún fin de semana ocasional en un pequeño hotel rural; quizás, hasta una quincena al sol, en alguna pequeña playa discreta en el norte de África o las Indias Occidentales. La chica estaría sensacional en biquini.
Al lado de éstas, palidecían otras expectativas. Sentía la tentación de pensar que su vida anterior se había desperdiciado, pero sabía que la idea era extravagante. No se había desperdiciado, pero era como si hubiera pasado su juventud haciendo largas sumas sin descubrir jamás diferencias de cálculo.
Decidió hablar con ella del problema y de su solución. Ella respondería que no se podía hacer de esa manera, y él le respondería que llegar a soluciones de compromiso era un talento especial que él tenía.
¿Cómo empezar? «Cariño, quiero que lo hagamos otra vez, y a menudo.» Eso parecía bien. ¿Qué respondería ella? «Opino lo mismo.» 0: «Llámeme a este número.» O: «Lo siento, Timmy, soy chica de una sola noche.»
No, eso no; no era posible. La noche pasada también había sido buena para ella. Él era algo especial para ella. Ella lo había dicho.
Se levantó y apagó el cigarrillo. Me acercaré a la cama, pensó; apartaré dulcemente las ropas de la cama, la destaparé y contemplaré su desnudez un momento; después me tenderé a su lado, le besaré el vientre, y los muslos, y los pechos, hasta que se despierte; y después le haré otra vez el amor.
Apartó la mirada de la chica y miró otra vez por la ventana, saboreando anticipadamente la sensación. El Rolls seguía allí fuera, como una babosa gris en la calzada. Por alguna razón inconsciente, le molestó. Lo apartó de la cabeza y fue a despertar a la chica.
Felix Laski no tenía mucho dinero a pesar de que era muy rico. Su riqueza tomaba la forma de acciones, tierras, edificios y, ocasionalmente, propiedades más vagas, como el guión de una película o la tercera parte de un invento para preparar patatas fritas instantáneas. Los periódicos solían comentar que si todas las riquezas de Laski se convirtieran en dinero contante y sonante, Laski tendría muchos millones de libras; y Laski solía decir, igualmente, que sería casi imposible convertir su riqueza en dinero.
Desde la estación de ferrocarril de Waterloo hasta la City iba andando porque creía que la pereza provocaba infartos en los hombres de su edad. Esta preocupación por su salud era una tontería porque a sus cincuenta años gozaba de una salud tan buena como la mejor que pudiera encontrarse en una milla cuadrada. Con una estatura de casi un metro ochenta y dos centímetros y un pecho como la popa de un navío de guerra, era tan vulnerable a un ataque cardíaco como un joven buey.
Su figura resultaba impresionante mientras cruzaba el puente Blackfriars, bajo el tímido sol mañanero. Sus ropas eran caras, desde la camisa de seda azul hasta los zapatos hechos a mano; según las normas de la City, Felix Laski era un dandy. Lo era porque en el pueblo donde Laski había nacido todo el mundo usaba mono de algodón y una gorra de tela; ahora los buenos trajes le producían placer al recordarle lo que había dejado atrás.
Su manera de vestir formaba parte de su imagen, que era la imagen de un pirata. Sus tratos solían involucrar riesgo, u oportunismo, o ambas cosas; y él procuraba que desde fuera parecieran más astutos de lo que eran. La reputación de poseer el toque mágico era más valiosa que un banco mercantil.
Esa imagen era lo que había seducido a Peters. Laski pensaba en Peters mientras caminaba decididamente por delante de la catedral de San Pablo hacia su cita. Hombre de miras estrechas, intolerante, su especialidad era el movimiento del dinero: no en créditos, sino fondos físicos, papel moneda. Trabajaba para el Banco de Inglaterra, la fuente de la moneda de curso legal. Su trabajo consistía en disponer la creación y la destrucción de monedas y billetes. Él no dictaba las reglas —eso se hacía a un nivel superior, quizás en el Ministerio—, pero sabía cuántos billetes de cinco libras necesitaba el «Barclays Bank» antes que ellos.
Laski le había conocido en la fiesta de inauguración de un bloque de oficinas construido por una financiera. Laski solía acudir a reuniones semejantes sin otro interés que conocer a personas como Peters, que algún día podrían serle de utilidad. Cinco años después, Peters le era útil. Laski le llamó al Banco y le pidió que le recomendara un numismático que le aconsejara sobre una compra ficticia de monedas antiguas. Peters le dijo que él mismo era coleccionista, aunque modesto, y que él examinaría aquellas monedas, si Laski quería. Espléndido, dijo Laski, y se apresuró a ir en busca de las monedas. Peters le aconsejó que las comprase. De pronto, ya eran amigos.
(La compra se convirtió en la base de una colección que ahora valía el doble de lo que Laski había pagado por ella. Eso fue incidental en cuanto a su propósito, pero Laski se sentía extraordinariamente orgulloso del hecho.)
Resultó que Peters era un hombre madrugador, en parte porque le gustaba, pero también porque el dinero tenía su movimiento por la mañana, de modo que la mayor parte de su trabajo se tenía que realizar antes de las nueve de la mañana. Laski supo que Peters tenía la costumbre de tomar café todos los días, alrededor de las seis de la mañana, en un determinado café, y comenzó a reunirse con él, al principio de vez en cuando, y más adelante regularmente. Laski fingía ser también un hombre madrugador, y se unía a los comentarios de Peters en sus elogios a las calles tranquilas y el aire fresco de la madrugada. A decir verdad, a Laski le gustaba levantarse tarde, pero estaba dispuesto a hacer muchos sacrificios si había alguna posibilidad de que su poco probable proyecto tuviera éxito.
Entró en el café, jadeante. A su edad, incluso un hombre en buena forma tenía derecho a resoplar después de una larga caminata. El lugar olía a café y pan fresco. De las paredes colgaban tomates de plástico y acuarelas del lugar de nacimiento del propietario, en Italia. Detrás del mostrador, una mujer con bata y un joven de cabello largo preparaban montañas de bocadillos para los centenares de personas que comen algo a toda prisa en sus escritorios al mediodía. En algún lugar del local había una radio, pero no se oía con fuerza. Peters ya estaba allí, en un asiento junto a la ventana.
Laski pidió café y un bocadillo de leberwurst y se sentó frente a Peters, que estaba comiendo buñuelos; parecía ser una de esas personas que nunca engordan. Laski le dijo:
—Tendremos un buen día. —Su voz era resonante y profunda, como la de un actor, con un ligero acento de Europa Oriental.
—Precioso —respondió Peters—. Y a las cuatro y media ya estaré en mi jardín.
Laski bebía el café a pequeños sorbos y miraba al otro hombre. Peters llevaba el cabello muy corto, un bigote pequeño, y su cara era pálida. Todavía no había empezado a trabajar y ya estaba pensando en volver a casa; Laski pensó que aquello era trágico. Experimentó una momentánea punzada de compasión por Peters y por todos los demás hombrecillos para quienes el trabajo era un medio en vez de un fin.