Paciente cero (41 page)

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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

BOOK: Paciente cero
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Aldin sacudió la cabeza.

—No lo sé. Las píldoras siempre… habían funcionado, hasta ahora.

Hu me miró.

—No tenemos tus píldoras. Estamos usando lo que encontramos en las dos primeras ubicaciones.

De repente Aldin sufrió otro ataque y, cuando se le pasó, parecía mucho más débil, más muerto que vivo. Intentaba decir algo, pero su voz apenas llegaba a ser un susurro. Me acerqué más y agucé el oído.

—Sálvelos…

—Sus hijos están a salvo —le aseguré, pero él dijo que no con la cabeza.

—No, sálvelos a ellos. Sálvelos… a todos. Todavía… hay… tiempo. ¡Sálvelos a todos!

—¿A quién? ¿A quiénes quiere que salvemos?

—L… L… —No era capaz de formar la palabra. Estaba sangrando por la nariz. Cerró los ojos y de su ojo izquierdo cayó una lágrima diluida. Cuando abrió el ojo tenía la pupila enorme, un signo claro de hemorragia cerebral. Estaba intentando aguantar con todas sus fuerzas y lo admiré por la ferocidad de su lucha y, a decir verdad, por lo lejos que había estado dispuesto a llegar para proteger a sus hijos. Pero era una batalla que no podía ganar y él también era consciente. Todos lo sabíamos. Hizo un esfuerzo para formar con su boca la palabra, lentamente.

—L… Lester…

—¿Lester? —dije. Él asintió—. ¿Lester qué más?

Aldin intentó responder, pero no fue capaz y sacudió la cabeza. Se giró y escupió sangre en el suelo.

—Aldin, ¿quién es Lester? Dime su apellido. ¿Quién es? ¿Qué hace? Dime algo.

—Encuentre a L…Lester —susurró e intentó luchar contra la siguiente oleada de espasmos. Le salía sangre por todos los poros de su piel. Era como si todo su cuerpo se estuviese desintegrando. Y con el último arranque de fuerzas dijo otra palabra y yo me acerqué para oírla bien. Su voz era débil, apenas un susurro.

—B… Bell… Bellmaker…

Y luego murió. Se desplomó y finalmente se quedó inmóvil.

Grace soltó el suspiro que estaba conteniendo y se recostó, sacándose un mechón húmedo de pelo de la cara. Miró a Aldin y luego me miró a mí.

—Lester Bellmaker —dijo—. ¿Habías oído ese nombre alguna vez?

Extendí la mano y le cerré los ojos a Aldin.

—No —dije con voz cansada—. No me suena.

—Parece un nombre del ester, ¿no?

—Estás a punto de pasar el resto de tu vida conectado a un respirador, gilipollas.

Hu retrocedió.

—Bueno, lo siento. Solo intentaba hacer un chiste. Tampoco era de los buenos.

—Cállate —dijo Church con su delicadeza habitual.

Hu se estremeció como si Church le hubiese dado una bofetada, entonces se levantó y se fue al otro extremo de la furgoneta a sentarse en una silla.

Yo también me puse de pie y miré a Aldin.

—¿Le he mentido, Church, o sí hemos rescatado a sus hijos?

Church se levantó y se sacó la mascarilla y los guantes.

—Llegamos unos tres días tarde. Aniquilaron al pueblo entero. Alguien soltó a unos caminantes. Dejaron todos los cuerpos a la vista para que los encontrásemos. Había otra cinta. El Mujahid. Está en mi portátil.

Le di un puñetazo a un armario cercano y dejé una abolladura.

—No sabe las ganas que tengo de encontrar a ese tío. Puede quedarse con mi sueldo, Church, pero prométame que cuando encontremos a El Mujahid me encerrarán en una sala con él. Solo él y yo.

—Tendrás que ponerte a la cola —soltó Grace.

—Lo primero es lo primero —aconsejó Church—. Tenemos que identificar a ese Lester Bellmaker. Si es un enlace con El Mujahid tenemos que echarle el guante.

—Lo buscaré en el MindReader —se ofreció Grace—. Si su nombre está en alguna base de datos, lo encontraremos —dijo, y salió a toda prisa.

Church y yo nos quedamos allí, mirando a Aldin.

—¿Consiguió sacarle algo más? —pregunté.

—Poca cosa. Parece ser que la planta de procesado de cangrejo era el centro de toda esta operación. Secuestraban a la gente, la infectaban y la estudiaban. Aldin dijo que, que él supiese, actualmente no había planes de soltarlos. Una vez que el sujeto efectuaba la transición, en palabras suyas, sencillamente los almacenaban. Dijo que su equipo estaba estudiando los índices variables de infección dependiendo de la edad, la raza, el peso, la procedencia étnica, etcétera. Los niños de Delaware formaban parte de una nueva fase del experimento, pero tenía pocos detalles. El sargento Dietrich me ha dicho que la explosión no destruyó todos esos ordenadores que encontraron, lo que significa que deberíamos poder recuperar algo o todo de los catorce meses de investigaciones. El doctor Hu —y aquí lanzó una mirada fulminante a su científico loco favorito—, cree que servirá para ayudarnos a encontrar una cura.

—¿Una cura? Pensé que las enfermedades priónicas no se podían curar.

—¿Doctor? —Church le hizo una señal para que se acercase—. Si hace el favor.

Hu se acercó como un caribú renqueante aproximándose a un guepardo.

—De acuerdo, es cierto, las enfermedades priónicas no tienen cura. La clave consiste en detener al parásito que activa la agresión y acelera el grado de infección. Quizá podríamos llegar a controlar eso basándonos en algunas cosas que nos contó Aldin. Si paramos al parásito ralentizamos el índice de infección de minutos a meses. Si podemos adelantarnos quizá podríamos inmunizar contra el parásito. No podré curar a nadie que se infecte con la enfermedad priónica, por supuesto, pero nos dará tiempo para aislar a los portadores y probablemente no se vuelvan agresivos e intenten morder a la gente. Simplemente serán personas enfermas.

—¿Está diciendo que podría inocular a todo el mundo? En Estados Unidos hay más de trescientos millones de personas, además de los viajeros, los turistas, los inmigrantes ilegales… ¿Cómo podría producir y distribuir suficiente antídoto para todos?

—Bueno —dijo torpemente—, no podríamos hacerlo. Tendríamos que pedir ayuda a las compañías farmacéuticas grandes. Quizás a muchas, y será caro. Estamos hablando de miles de millones de dólares en investigación y mucho más en distribución práctica. Vacunar a todo el mundo que vive o que pueda visitar Estados Unidos… podría costar billones.

—Lo cual podría ser el fondo de todo esto —dijo Church—. Una crisis de esta magnitud podría desviar el enfoque de Estados Unidos de la guerra a la medicina preventiva. No podríamos seguir financiando nuestros millonarios esfuerzos de guerra en el extranjero si tuviésemos que utilizar esos recursos para combatir enfermedades. Los yihadistas saben que no tienen un ejército suficientemente grande como para combatir con Estados Unidos, así que parece que han elegido un campo de batalla diferente, uno en el que nuestras grandes cifras van en nuestra contra.

Solté un silbido. Era un plan terrible, pero realmente inteligente.

—Y no es que podamos elegir si hacerlo o no —dijo Hu—. Tenemos que hacerlo porque sabemos que todavía tienen la enfermedad.

Yo asentí.

—Y que lo sepamos no significa que no intenten liberar el virus.

—Creo que deberíamos empezar a pensar con qué empresas farmacéuticas podemos hablar —dijo Hu—. Quiero decir… después de que usted hable con el presidente.

—Señor Church —dije—, espero que tenga unos cuantos amigos en esa industria.

Él estuvo a punto de sonreír y dijo:

—Un par de ellos.

77

Crisfield, Maryland / Miércoles, 1 de julio; 5.37 p. m.

Tras salir de la furgoneta de interrogatorios fui al centro de comunicaciones y pedí una línea segura para hablar con Top Sims, que había llevado al equipo Eco al almacén. Me puso al día rápidamente y hablamos sobre estrategias de reclutamiento durante unos minutos. Luego pasé unas horas con Jerry Spencer y le di mi versión paso a paso de las acciones del equipo Eco.

Una vez me quité eso de encima, requisé un Ford Crown Victoria del DCM, saqué al conductor mascullando y subí al asiento de atrás para dormir unas horas. Estaba más que agotado. Me sentía como si me hubiesen abierto en canal, hubiesen escarbado y luego me hubiesen golpeado con martillos. En el estado en que me encontraba, no servía para trabajar en ninguna parte de esta investigación.

Mientras esperaba a coger el sueño intenté organizar las cosas que habían ocurrido y las comparé con lo que habíamos averiguado. Ahora que la parte de combate del día había terminado, mi mente de policía se puso al mando. Desplegué las pruebas mentalmente y dejé que me hablasen igual que hace Jerry con la escena de un crimen.

Me quedé dormido, pero el poli siguió de guardia.

Dormí hasta medianoche, aunque los sonidos fuera seguían siendo los mismos: gritos, generadores portátiles, el sonido de los helicópteros, el zumbido de conversaciones indescifrables…

Me quedé allí tumbado y me di cuenta de que sabía lo que estaba ocurriendo. Con la planta, con los caminantes… quizá con todo.

Son cosas que a veces ocurren así: te vas a dormir con un puñado de piezas de puzle y, durante el sueño profundo, esas piezas se unen y solucionan el rompecabezas. Cuando te despiertas lo ves todo con una claridad pasmosa.

Abrí los ojos y miré el techo oscurecido del coche.

—Dios mío… —dije en voz alta.

Cinco minutos más tarde estaba corriendo para ver a Jerry Spencer.

78

Sebastian Gault / Hotel Ishtar, Bagdad / Jueves, 2 de julio

—¿Línea?

—Despejada como un día de verano, cielo.

—Sebastian… —Esa manera que tenía Amirah de decir su nombre hacía entrar en calor a Gault—. Te echo tanto de menos…

—Yo también. —Tenía la voz ronca, casi cascada. Cubrió el auricular y carraspeó—. Te deseo —murmuró.

—Y yo te necesito —respondió ella, y Gault sintió unas gotas de sudor resbalándole por la frente.

Gault abrió los ojos y miró la habitación del hotel. Parecía tan gris, tan vacía. Toys se había ido de compras al bazar con una roquera que había venido a la ciudad para animar a las tropas. Gault deseaba estar en Afganistán. Con ella. Sacudió la cabeza y se obligó a cambiar de tema.

—Han ocurrido muchas cosas —dijo, de repente con una voz enérgica, como un hombre de negocios. Le contó lo del asalto a la planta de cangrejo.

—¿Les dejasteis coger los ordenadores? —Su voz transmitía conmoción, casi miedo.

—Les dejamos coger algunos de los ordenadores. Todos eran datos viejos, nada posterior a la generación tres, aunque no serán capaces de saberlo por los códigos de tiempo. Pensarán que todas son fechas de investigación recientes.

—¿Estás seguro?

—Bastante seguro. Tendrán más de lo que necesitan para comprender las generaciones anteriores del patógeno. Los científicos harán cola para obtener becas federales para estudiarlo.

—¿Qué estás diciendo? ¿Que estamos acabados? ¿Deberíamos cancelar la operación?

—¡Claro que no! Tu querido maridito y su alegre travesura van a ser la guinda de este pastel. Sin él los yanquis podrían entrar en uno de esos periodos de alto secreto en los que los comités hablan de todo pero en realidad no se hace nada. No, cariño, tenemos que asustarlos, aterrorizarlos… que estén tan aterrorizados que tengan demasiado miedo como para no actuar. Una vez que El Mujahid lleve a cabo su proeza ellos se pondrán en marcha, no cabe duda.

—¿«Proeza»? —dijo Amirah y Gault notó su cambio de voz, que de repente era más fría que un glaciar—. Yo no calificaría un sacrificio heroico de «proeza» ni de «travesura».

—Lo siento —dijo con un ronroneo—, no pretendía menospreciar su sacrificio. ¿Te he ofendido? —Puso mucha atención en su respuesta y notó su duda, aunque pequeña, antes de hablar.

—Por supuesto que no. —Su voz sonaba ligera—. Pero creo que deberíamos de mostrar algo de respeto. Después de todo… lucha por la libertad. Cree en su causa, aunque nosotros no creamos.

Ahí estaba de nuevo, una pequeña duda antes de decir «nosotros». Aquello casi le rompe el corazón.

—¿Cómo va el proceso de cierre? —preguntó, volviendo a cambiar de táctica.

—Va… bien. —Ahí estaba la duda de nuevo. Maldita sea—. Debería estar completado a finales de esta semana.

—¿Y el personal?

—Yo me ocuparé de ellos.

Siempre había sido intención de ambos reunir a todo el personal prescindible una vez que se iniciase el «heroico sacrificio» de El Mujahid y acabar con ellos. La sala de personal más grande había sido concebida para cerrarse e inundarse de gas. Solo les perdonarían la vida a ciertas personas clave y esos pocos formarían el núcleo de un nuevo equipo que comenzaría una línea de investigación totalmente nueva. Todos los registros del patógeno Seif al Din y los años de trabajo de laboratorio que se habían empleado en su creación se volcarían en discos codificados y se almacenarían en uno de los lugares más seguros de Gault. El resto podía eliminarse o destruirse, y las memorias de los ordenadores se borrarían. Esa era la tarea actual de Amirah y había prometido hacerlo, pero en su voz había algo que preocupó a Gault.

—Estoy encantado de que te estés ocupando de todo, amor mío. ¿Quieres que vaya a ayudarte con los últimos detalles?

—No —dijo rápidamente—. Lo tengo todo bajo control. Tú tienes cosas más importantes que hacer.

—Sí, supongo que sí. —Hizo una pausa y dijo con voz suave—. Te quiero, Amirah.

Se produjo una pausa final y luego ella murmuró:

—Yo también te quiero.

Después de colgar, Gault se quedó durante un buen rato mirando por la ventana a la plaza. La euforia erótica que sintió la primera vez que escuchó su voz había desaparecido por completo. No, eso no es del todo correcto, todavía le quedaba la suficiente como para herirle el corazón.

—Amirah… —susurró a la noche. La pena le pesaba como un yunque de metal sobre los hombros. Gault tenía mucha práctica en lo del timador timado; Amirah, aunque era inteligente, era menos habilidosa en el engaño. ¿Cómo era eso que les encantaba decir en Estados Unidos? «Nunca intentes mentirle a un mentiroso». Había hecho unas pausas demasiado largas y en los momentos menos adecuados. Algunas de sus inflexiones eran débiles. Se preguntó si ella era consciente de todo aquello y lo dudó. Ella confiaba plenamente en su control sexual sobre él, Gault estaba seguro, tanto como de que ella le estaba mintiendo. Sobre su laboratorio y su gente. Eso podía ser un verdadero problema y sabía que tendría que ir a echar un vistazo, que tendría que volver a Afganistán, aunque era un poco arriesgado con tantas cosas en marcha. Y también le mentía sobre El Mujahid, no cabía duda. Su comentario sobre su «sacrificio» fue revelador y las implicaciones le rompieron el corazón.

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