Pachucha tirando a mal (7 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: Pachucha tirando a mal
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—Yo venía a lo mismo. Dile a Tomás que se marche.

—Ninguno se va. Lo nuestro, ya lo hablaremos, Tomás. Ahora vamos a lo tuyo, Flora.

—Cuando estemos solas, Marisol.

—Entonces, espera a que Tomás termine.

—Pero sin testigos.

—Os doy diez minutos. Cuando vuelva, me toca audiencia.

Tomás, desconfiado, sacó la cabeza al pasillo para confirmar que Flora no escuchaba con la oreja pegada a la puerta. Y volvió a la carga.

—Pues sí, mi niña. Esa que acaba de salir. Me muero por ella.

—Declárate.

—Eso se hacía en el siglo pasado.

—El siglo pasado terminó hace tres meses.

—Me refiero al antepasado.

—A las mujeres nos encanta que un hombre nos diga lo que siente.

—Para abusar de él. Flora ya me ha dicho que de momento, no.

—Si una mujer dice que «de momento no», no es «no».

—Bueno, mi niña. Que eso es una cosa, la otra es que…

* * *

La marquesa viuda de Sotoancho, enclaustrada en su habitación, impartía las primeras instrucciones a Elena. Una belleza de mujer, castaña clara y algo miope, de poco más de treinta años, pero tímida y mojigata. La pobre ignoraba el peligro que corría.

—Elena, para usted, la única señora marquesa soy yo.

—Lo intentaré, señora.

—Marquesa.

—Señora marquesa.

—No viuda.

—Señora marquesa no viuda.

—Pero no es necesario que digas «señora marquesa no viuda».

—De acuerdo, señora.

—Marquesa.

—Señora marquesa.

—A las diez de la mañana me despiertas con el té con leche preparado. Ramona te preparará la bandeja. A las diez y media, me retirarás la bandeja y me acercarás el solideo de Su Santidad el papa Pío XII, que es el tercero empezando por la izquierda. Los solideos no se lavan nunca, Elena. A las once, me preparas el baño. Tu obligación es la de desnudarme con los ojos cerrados, y llevarme de la mano al cuarto de baño.

—¿Y no me daré algún golpe?

—Te darás muchísimos al principio, pero terminarás dominando el recorrido. Flora, en los primeros días, fue dos veces al hospital. Pero no te preocupes. Cuando termines de bañarme, me secas. Con energía pero sin hacerme daño.

—¿Todavía con los ojos cerrados?

—Exactamente. Ya seca, me ayudarás a ponerme la ropa interior, sin especificar la identidad de cada artilugio. Entonces te podrás marchar a descansar una hora, que es lo que tardo en rezar y terminar de vestirme.

—¿Podré abrir ya los ojos?

—Sí. Con los ojos cerrados de aquí a la cocina te puedes matar. Apunta, Elena. A la una y media, lo que ahora llaman las 13.30, me servirás una copita de oporto. A las 13.40, la segunda copita, y a las 13.50, la tercera y última. Pero nadie puede saber que bebo tres copas.

—Flora lo sabrá.

—Flora no existe. A las dos en punto, la bandeja de la comida, que te preparará también Ramona. A las dos y media, el café y una copita de Armagnac. Algún día, si me he disgustado, repito el Armagnac. Tienes libre hasta las seis de la tarde, que es lo que dura mi cabezadita. Me despiertas, y a las seis y media, rezarás el Santo Rosario conmigo. Normalmente lo hacemos por el hambre en África y los movimientos sísmicos en América. Pero si un tren descarrila, rezaremos también por las víctimas del tren. A las ocho, solía ir al salón, pero como estoy desterrada por la impostora, me quedaré aquí. Aprovecharé esa hora para contarte la vida de los mártires en la Roma de Nerón. A las nueve, una ginebrita con limón, que sólo de cuando en cuando se repite. A las diez en punto la cena, y a las once treinta, me abres la cama, me ayudas a ponerme el camisón y te sientas en esa butaca hasta que me duerma. Ésas son tus obligaciones.

—¿Para ayudarla a ponerse el camisón tengo que…?

—Sí, cerrar los ojos. Pero es más fácil. Y cuando esté dormida, ya puedes hacer lo que quieras, siempre que no atente contra la moral.

—Intentaré no defraudarla, señora.

—Marquesa.

—Señora marquesa.

—Y recuerda, no viuda.

—No, nada de viuda.

—Aunque lo sea.

—Que lo es, señora marquesa.

—Pues ya lo sabes, Elena. Y a Flora no hace falta que la saludes ni hables con ella. Murió ayer.

—Lo que usted diga.

—Dicho está. A las nueve, la ginebrita con limón.

—A las nueve, señora… marquesa.

* * *

Tomás, al fin, estaba decidido.

—Marisol, una cosita…

—Dime, Tomás.

—Que me da en las narices que el señor marqués, que te adora, y que se muere por ti, y que es capaz de todo por complacerte, no termina de entender lo de Obdulio y Vanessa.

—Ya se lo he explicado. Obdulio, por mi abuelo materno, y Vanessa, por mi amiga muerta.

—Pero entiende que estas familias tan enraizadas tienen sus normas y costumbres.

—Las normas se rompen.

—Pero no tanto. El señor marqués, tu marido, está dispuesto a todo, pero por complacerte puede hacer el ridículo.

—Ridículo… ¿por qué?

—Porque sí. Tus hijos serán más parecidos a él que a ti. Eso se mama, mi niña. Y lo de Obdulio, reconócemelo, es un caprichito.

—Todo menos que se llame Ildefonso, que me horroriza.

—Pero así se han llamado tres marqueses de Sotoancho. Entre ellos, sin ir más lejos, tu suegro, que en paz descanse.

—¿Y si es niña, por qué no Vanessa?

—Porque la ilusión de tu marido es que se llame como tú. Y como él no admite otra Marisol en su vida, ni en el mundo, quiere llamarla Soledad, que es precioso.

—Es triste.

—Pero romántico y con prestigio. Doña Soledad es mejor que doña Vanessa, por mucho que te empeñes en lo contrario.

Marisol hizo un gesto que Tomás interpretó de petición de pensamiento. Pero como de tonta no tiene un pelo, intentó acorralar a su amigo y mayordomo.

—¿Me lo dices de verdad o hay pastita de por medio?

—Te lo digo con el corazón en la mano, mi niña.

—¿No hay complot?

—No sé lo que es eso.

—De acuerdo, lo pensaré. La verdad es que lo de Obdulio puede ser muy fuerte para esta familia que ya es la mía. Pero lo de Vanessa…

—Vanessa no es nombre de duquesío, ni de marquesío, ni de condesío, mi niña.

—Pero es el nombre de mi mejor amiga.

—Eso no cuenta. Adáptate a tu nueva situación, Marisol.

—No me tortures más, Tomás. Te juro por mi madre que lo pensaré. ¿No hay dinerito en pago, Tomás?

—Sólo cariño y sentido de lo que significa esta Casa, Marisol.

—Lo pensaré, Tomás, lo pensaré…

* * *

Marisol está recuperada, sana y fuerte. El doctor le ha dicho que puede hacer vida normal. Ya tiene cita concertada con el ginecólogo y quiere aprovechar su visita a Sevilla para ver a su padre, el bueno de Lucas, y darle el notición. A las doce la espera el doctor Belzunce, y a la una ha quedado con Lucas en una cafetería. Le he sugerido que reserve una mesa en Oriza o en El Burladero, pero esta gente es así. Una cafetería les parece lo más. Manolo ha preparado el Bentley.

—Cristian, me parece mucho para mí.

—Mi amor. Es tu coche. Vuelve pronto. Y un abrazo a tu padre.

Ya se han ido. Tomás, con urgencias.

—Señor marqués. Ayer la dejé casi convencida. Además, he llamado a Lucas y me ha prometido su ayuda. También a Lucas le ha sonado a muy peregrino lo de Obdulio y Vanessa. Para colmo, me ha dicho que Obdulio, su suegro, era un canalla que pegaba a su mujer.

—Más a nuestro favor, Tomás.

—El Mercedes más cerca, señor.

—Ojalá que el día que lo estrenes se pinchen las cuatro ruedas.

—Gracias, señor.

—De nada, Tomás.

* * *

Elena me ha anunciado que mi madre comerá en su cuarto. Que lo haga. Ya se aburrirá. No obstante, y jugándose el pellejo, me ha chivado lo de las copitas de oporto, de Armagnac y de ginebra con limón. Me he quedado de piedra, porque yo creía que Mamá era abstemia. Flora me lo ha confirmado.

—Se las agarra de campeonato, señor marqués.

En menos de tres meses, todo su prestigio se ha ido al garete. Primero se hace la muerta para impedir mi boda con mi recordada Marsa. Después me entero de su juventud alocada y su lío con Arturas Markulonis, y ahora, para rematar la faena, resulta que bebe más que Boris Yeltsin. Me guardaré el secreto como estrategia para el futuro. Sólo, y con la voz muy controlada, se lo he contado a Tomás.

—Señor marqués, que la señora marquesa viuda le da al tarro lo sabíamos todos, menos usted.

En esta casa no hay comunicación, según he comprobado una vez más. En el pasillo me he topado con Elena, que salía del cuarto de mi madre.

—¿Cuántas lleva, Elena?

—Hoy, como está triste, se ha metido cuatro en el cuerpo, señor marqués. Pero ya está comiendo.

—Si no es más que la una…

—Pero dice que la soledad se le hace muy larga, y que va a seguir un horario más europeo.

Esta chica, Elena, me cae muy bien. Tímida, trabajadora y atractiva. Le falta un poco más de carácter y decisión, pero tiempo tiene para ello. Según me ha informado Perona, no ha cumplido aún los treinta años.

Esta tarde visitaré al golfo de tío Juan José, que se ha quedado solo esta semana. Su mujer, tía Paquita la Atunera, se ha ido a Barbate con el niño, mi ahijado. A los noventa y cuatro años está de dulce y los laboratorios que hacen las pastillas esas, las Viagra o como se llamen, le han nombrado «Consumidor ejemplar», y un día de éstos vienen al Acebuchal a entregarle una placa. Tienen que ser buenísimas, pero yo no quiero ni probarlas, por si acaso.

Genaro, el vaquero, me ha traído malas noticias. Que las autoridades nos han prohibido vender más vacas. Parece que una de ellas hace cosas raras, y con esto de la moda, han decidido los veterinarios que está loca. La van a sacrificar esta tarde y analizar sus partecillas. Si el resultado es positivo, tendré que cepillarme a todas. Una barbaridad. La gente ya no sabe qué hacer para fastidiar a los que tenemos campo.

Cuando he aparecido por el salón para tomar el aperitivo en compañía de don Ignacio, el bombazo. Tomás, con la novedad.

—La Madre Superiora del Convento de las Beatrices Calzadas, señor marqués.

El Convento de las Beatrices Calzadas es una preciosidad del siglo XVI. No lo he visitado nunca, porque es de clausura, pero los que saben de estas cosas, aseguran que tiene maravillas artísticas. Que si un Velázquez, que si un Zurbarán, que si un retablo… patatín y patatán. Se dedican a la oración y la vida contemplativa, trabajan un huerto estupendo, encuadernan libros y hacen bordados. Me intriga su llamada. Le rogaré que rece por Mamá, que va derechita al Infierno.

—Buenas tardes, Madre. Soy el marqués de Sotoancho.

—Dios le bendiga, hijo mío.

La conversación, amable y distendida. De improviso, el escopetazo.

—Su madre, señor marqués, nos ha rogado que la aceptemos en el convento, pero yo no termino de entenderlo. ¿Usted cree que tiene vocación?

Mamá dice que soy lento y tontito, pero he aprendido mucho en estos últimos años. Mi respuesta ha sonado rápida y terminante.

—Sí, Madre Superiora. La tiene desde que enviudó.

—Pero don Ignacio, su capellán, no está seguro de ello.

—Ni podrá estarlo. Don Ignacio es el que no tiene vocación.

—No lo sabía, señor marqués.

—Pues ya lo sabe. Es cura para comer mejor.

—¡Vaya, vaya, qué decepción!

—Si a usted le parece bien, Madre Superiora, yo le mando a la novicia, usted la observa durante unos días, y se la queda o me la devuelve según su decisión.

—No sé… Ella parece muy ilusionada.

—Y además tiene una colección de solideos papales única en el mundo. Se la llevará consigo.

—Bueno, señor marqués, no sé… que venga. Hablaré con ella. A las personas llamadas por Dios se les nota inmediatamente la luz.

—Mi madre deja a oscuras a la Sevillana de Electricidad.

—De acuerdo, hijo, que venga. Ya le contaré.

—Buenas tardes, Madre Superiora. Se llevan a una santita.

Tiemblo de la ilusión. Mi madre, para no sufrir la humillación de ser la marquesa dos, ha decidido enclaustrarse. Lo siento por las Beatrices Calzadas, que van a convivir con el Demonio, pero a lo mejor se produce el milagro. A don Ignacio casi se le cae el vaso de vino cuando le he informado.

—Padre, que Mamá quiere ingresar en las Beatrices Calzadas.

—¡Coño!

—Eso mismo, don Ignacio. Y haga usted el favor de ser más discreto. La Madre Superiora ha hablado con usted y no está convencida de la vocación de mi madre.

—Me he limitado a decir lo que pienso.

—Pues si quiere seguir aquí, cambie de estrategia. Figúrese, don Ignacio, lo que sería La Jaralera sin Mamá.

—El Paraíso Terrenal, señor marqués. Sin Adán, sin Eva y sin manzana. Una maravilla, Cristian. ¿Y yo me quedaría?

-Claro, don Ignacio. Usted es ya de esta Casa.

* * *

Como si nada, haciéndome el distraído, he esperado a que Mamá estuviese dormida, para hacerle una visita. Me gusta fastidiar. La he despertado con un alarido.

—¡¡¡Hola, Mammmáá!!!

—¿Qué pasa, qué pasa, Dios Mío?

—No pasa nada, que quería saber cómo te encuentras.

—Ahora fatal. Me has despertado con un susto. Eres un imbécil, Susú.

—Estabas roncando.

—Yo no ronco.

—Es extraño que ronques tan fuerte cuando respiras tan bien.

—Quizás un soplido chiquitín.

—Nada de soplido chiquitín. Un ronquido de siesta de mayoral.

—Tendré mal las vías respiratorias.

—¿Has tomado algo antes o después de comer?

—Nada, nada, ya sabes que odio el alcohol.

—Claro que lo sé. Por eso me extraña que este cuarto huela igual que la Venta del Pichas.

—No soporto tus ordinarieces. Y este cuarto no huele a nada.

—A tugurio cerrado. A Piano Bar.

—Déjame tranquila, que necesito dormir.

—Le diré a Elena que venga a abrirte las ventanas. Después hablaremos. Buena siesta, Mamá.

—Que te pudras, majadero.

¡Pobres Beatrices Calzadas! Esperan a un alma de Dios y se van a encontrar con una demonia borracha. Ardo en deseos de contárselo a Marisol. No se lo va a creer. Bravo por Elena, que se ha atrevido a romper este secreto ancestral. Ahora mismo le ordeno a Perona que aumente el sueldo a esta agradable fámula. Llamadita a Administración.

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