Me molesta dar mi brazo a torcer, pero no me queda otra opción. Si Tomás valora su gestión ante Marisol en un Mercedes de gama media con chorraditas, no hay vuelta de hoja. Todo menos que se vaya al Real de Santander, y con la cercanía del Promontorio, me lo quite para siempre Emilio Botín. Nada más llegar a casa, he reclamado su presencia.
—Tomás. Lo he pensado bien. Quiero decirte, antes de todo, que me has decepcionado. Eres un canalla. Pero acepto tus condiciones. Ahora, especifica las chorraditas, porque cuestan un dineral.
—Ventanilla superior automática, calientaculos, asientos de cuero, salpicadero de maderas nobles, alarma fotoeléctrica, ventanillas ahumadas, compartimento para guardar los CD, teléfono de manos libres, bocina musical y ordenador de ruta.
—De acuerdo, exceptuando la bocina musical y el ordenador de ruta.
—Se llamará Obdulio, señor marqués.
—De acuerdo, exceptuando el ordenador de ruta.
—Obdulio o Vanessa, señor marqués.
—Totalmente de acuerdo, Tomás. Puedes ir al concesionario cuando quieras.
—Fui ayer, señor marqués.
—¿Cuánto?…
—Ocho millones setecientas cuarenta y seis mil pesetas, matriculación incluida.
—Tomás, eres un auténtico sinvergüenza. No tienes sensibilidad, ni corazón.
—Pero tendré un Mercedes.
—Necesito una copa, Tomás.
—En un pispás se la preparo. ¿Liviana o cargadita?
—Cargadísima.
—Aquí la tiene, señor.
¡Prosit!
—¡Leches!
—Gracias, señor marqués.
—De nada, hombre. Pero ya puedes empezar a cumplir con tu cometido. El día que Marisol me diga que si es niño se llamará Ildefonso y si es niña Soledad, te firmo el talón.
—Vaya ejercitando la muñeca, señor.
—Y ni una palabra a nadie.
—Por mi santa madre, Josefa, que en gloria esté.
—Yo creía que tu madre se llamaba Juana.
—Por mi santa madre, Juana, que en gloria siga.
—Ni a Flora, Tomás. Dices que lo has comprado con tus ahorros.
—De acuerdo, señor, con mis ahorros, ¡ja, ja, ja!
—Sal de mi campo de visión, Tomás.
—Inmediatamente, señor. Ejercite la muñeca.
—Forajido.
—A sus órdenes, señor.
* * *
El plan está en marcha. A las siete de la tarde bajaré hasta el Guadalmecín y la albariza de los juncos donde me esperará Modesto para intentar descubrir a las parejas de cisnes negros. Simultáneamente entrará en acción Tomás con Marisol. Lo del Mercedes me parece un abuso inadmisible, pero bien pensado, toda negociación tiene su precio. Además, Tomás me ha rendido servicios de alto rango, y nueve millones de pesetas, una vez en la vida, no son demasiados.
Antes, voy a ver a Mamá, que sigue encerrada en su cuarto. Le he pedido a don Ignacio que la acompañe. Su enfrentamiento con Flora ha tenido que ser morrocotudo, y aunque no lo merece, un hijo siempre es un hijo y debo velar por su sosiego y tranquilidad. Le da un arrechucho, dobla la servilleta, y me quedo el resto de la vida con la conciencia empañada de angustia.
Don Ignacio reza y Mamá simula que hace petit point. Se ha pasado la vida intentándolo, pero no tiene ni paciencia ni tino para bordar.
—¿Otro
petit point,
Mamá?
Me divierte ser irónico.
—¿Has despedido ya a Flora?
—No, Mamá. A partir de ahora servirá a Marisol. Para tus cositas, tendrás a Elena, que tiene aspecto de pía y afanosa.
—Flora no puede seguir en esta casa. Me ha hecho burlas, me ha dicho que «tururú», y además, me ha amenazado con insultos.
—Pero tú, previamente, ibas a proceder a asesinarla con tu bastón.
—Porque ella no es nadie para opinar de mis faltas juveniles. Me ha recordado lo de Arturas Markulonis cuando le he pedido que vacíe el armario de tu mujer, que se viste como una guarra.
—Mamá, no te lo permito. Retira inmediatamente lo que has dicho.
—Don Ignacio me apoya.
—¡Señora!… yo no apoyo tanto.
—Usted, don Ignacio, es un pelota asqueroso.
La situación, tensa como cuerda de arco de mohicano.
—Mamá, ya has oído a don Ignacio. Retira lo dicho. No te apoya.
—Prefiero quedarme a solas.
Don Ignacio y yo hemos abandonado el cuarto de esa endemoniada. Mi obligación, como señor de la casa, comprende también la de animar al clero hospedado.
—Don Ignacio, no se preocupe. Ya pasará la galerna. Si le apetece, acompáñeme a ver los cisnes negros que han llegado de las antípodas.
—No me apetece nada, señor marqués. Oraré hasta la noche.
—Pues ore por mi madre, que se va a condenar. Lucifer tiene que estar frotándose las manos mientras prepara el caldero de Mamá.
—No me extrañaría que el castigo eterno se cerniera sobre su alma. Está insoportable.
—Ya lo sabe, don Ignacio. En la albariza me tiene.
Mis problemas se multiplican. Tengo que ver a los cisnes negros, conseguir que Marisol renuncie a lo de Obdulio y Vanessa, y para colmo, salvar a mi madre de las llamas del infierno. Pesada alforja para un hombre que va a cumplir sesenta y tres años.
Paso obligado y amoroso por nuestra habitación. Marisol está en la cama. Flora a su lado. Se cuentan chismes.
—Flora, si no le molesta, quiero hablar con mi mujer a solas. Está ratificada en su nuevo cargo. Mi madre será atendida por Elena.
—Gracias, señor marqués… Bueno, chiquitina, perdón, señora marquesa, bueno, que me llames, perdón, que me llame, cuando lo desee.
—Gracias a ti, Florilla. Dile a Ramona que suba a verme. Que la echo mucho de menos.
¡Ay, Marisol! Hasta paliducha y débil es la rompiente jaca de mis deseos. Nos hemos abrazado, y así permanecido durante mucho tiempo. Sin decir palabra, transmitiéndonos nuestro amor con el contacto de los cuerpos.
Cuando he creído adivinar un tono violáceo en su rostro, cianótico como consecuencia de la falta de aire, he asumido la conveniencia de separarme un poco de ella.
—¡Ufff! —ha exclamado.
Está divina, con su camisón blanco y su carita de madre expectante.
—Tienes que controlarte, león —me ha dicho, sonriendo con orgullo.
—No puedo, anchoílla. Me sacas de mi dominio.
—Hay que olvidarse del galope durante un tiempo.
—El doctor no ha dicho nada de eso.
—No puede ser bueno para el bebé.
—El bebé está en su casita, y lo nuestro es en el jardín.
Se ha reído con ganas. Tengo que reconocer que soy mucho más ingenioso y divertido de lo que creía. Lo del jardín ha estado muy bien, y tan oportuno, que Marisol me ha indicado que cierre la puerta. Cuando me he vuelto, después de asegurar el pestillo, me la he encontrado tendida sobre la cama, desnuda y con los brazos abiertos.
—Átame, león.
Nunca me lo había pedido. Marisol tiene el morbo muy desarrollado, y cada día me sorprende más.
—Átame con fuerza, mi fiera, y hazme lo que te apetezca.
En el armario he buscado alguna corbata poco afortunada. Siempre pasa. En las Burlington Arcade de Londres, la galería que une Piccadilly Street con Saville Row, están las mejores tiendas de corbatas del mundo. Y es tanta la gula que experimento cuando las elijo, que alguna no celestial suele caer en el lote. Las tengo apartadas para regalarlas, pero esta nueva afición de Marisol va a darles, al fin, un cometido específico y saludable. Una azul con rayas amarillas y otra verde con escuditos del Harrington School. Marisol está ya atada y bien atada, como España cuando se murió el Caudillo, aunque duraron poco las ataduras. Y sí, sí, sí, vaya que sí. Me he puesto como una moto y a los pocos minutos estábamos a lo nuestro, que es un asombro, y Marisol gimiendo de placer y dicha, y yo de jinete bronco, y cuando el Guadalquivir ha desembocado en el océano de mi hembra, nos hemos quedado como los osos en primavera después del fornicio, con los ojos semicerrados, la boca seca de mojama fresca y los sístoles y las diástoles dando más tabarra que los tambores de Calanda, que una noche vi un reportaje en la televisión de esos tambores, y hay que ver el ruido que forman. Mientras la desataba, Marisol me lo ha dicho.
—Como hoy, nunca, mi amor.
Y me he marchado feliz hacia el Guadalmecín, si bien en el puente de los plumbagos se me han doblado las piernas de la flojera, y a punto he estado de caer al río. Maravillosa flojera, debilidad pasmada, luz plena. Como Papá cuando volvía de galopar en los atardecielos, después de cumplir la tarde en la Dehesilla, allá donde vivía Merceditas la viuda, he encendido un cigarrillo, y sentado sobre el puente, me he llenado los pulmones de vicio, de humo sensual y azulado, y he tenido que cubrir mis recuerdos inmediatos con imágenes inventadas para no verme obligado por la fuerza de la naturaleza a volver a casa, atar a Marisol de nuevo, y poseerla otra vez, hasta el límite más peligroso del cansancio.
Ahí está Modesto. Se me habían olvidado los cisnes negros.
* * *
Marisol dormitaba. Tomás golpeó la puerta con finura y arte.
—¿Quién es?
—Soy Tomás, mi niña. ¿Puedo pasar?
—Tú puedes pasar siempre.
Tomás se acercó hasta la cama y besó en la frente a Marisol. Ella correspondió su gesto apretando su mano con fuerza.
—Te encuentro mucho mejor, Marisol.
—Todavía estoy en una nube, Tomás.
—¿Te preparo algo?
—Una Coca-Cola, con mucho hielo. Me sentará bien.
—Te la traigo del Polo Norte, si es preciso.
A los cinco minutos, Marisol, apoyada en el cuadrante de hilo, bebía su Coca-Cola.
—Estaba seca, Tomás.
—Más bien lo contrario, mi niña.
—No seas bruto.
—Se te nota a la legua. Bueno habrás dejado al señor marqués.
—Se ha ido, tropezando con todo, a la albariza. Me ha dicho algo de unos cisnes negros.
—Sí, que han llegado de lejos. Modesto dice que de Australia.
—¡Qué exageración! ¿Sabes algo de mi suegra?
—Sigue en su cuarto, haciendo que cose, y con una leche…
—En el fondo, muy en el fondo, la entiendo. Ella lo era todo aquí, y ahora se ve relegada a un segundo plano.
—Pues que se fastidie la tía, mi niña. Tú eres la marquesa de Sotoancho, aunque me tenga que pellizcar cada vez que lo pienso.
—A su edad, Tomás, cualquier cambio es una tragedia.
—Hasta don Ignacio está contra ella.
—Te presiento ansioso, Tomás.
—¿Ansioso yo? ¡Qué tontería, mi niña!
* * *
El camino desde el puente de los plumbagos al remanso del Guadalmecín ha estallado de jaramagos silvestres. Amarillos fuertes, verdes casi norteños. La lluvia, caída durante el año, ha esponjado la tierra y ayudado a nacer flores nuevas, desconocidas, escondidas durante años y años hasta romper definitivamente. Unos días más de sol decidido, combinado con algún chaparrón, y se vuelven locos los pintores y los poetas.
Modesto me informa de que no están en la albariza de los juncos. En el soto que sombrea al remanso, nos hemos acurrucado. Centenares de garzas y garcillas; un grupo de ánsares, y azulones, cercetas, colorados y porrones moñudos. Fochas y fumareles, un calamón perdido, añil brillante, y una pareja de zampullines divirtiéndose de lo lindo.
Por muy acostumbrado que esté, La Jaralera es un paraíso. Me dice Modesto que esta mañana ha visto tres patos malvasía, nuestro orgullo máximo. Quedan poquísimos, y aquí se pueden ver más que en Doñana.
Algo les ha alarmado. Las garzas no se inmutan, pero las cercetas han levantado el vuelo, y los azulones, que son bastante chulos, se han unido para nadar río abajo. Escapan de algo. Los ánsares, a lo suyo. Menudos son.
Ahí están. De los cuatro que dice haber visto Modesto, dos se acercan en vuelo rasante. Son enormes. Se han posado sobre las aguas, y contonean sus cuellos interminables para advertir que se han acabado las bromas. Ejemplares prodigiosos. Pero se nota a distancia que no son aves de buen carácter. Impresionan por su empaque. Más agresivos y gritones que los cisnes blancos, que tampoco son partidarios de hacer amistad con el prójimo.
Ahí están. Bellísimos y desafiantes. Quizá tengamos la fortuna de que recapaciten, comparen con otros paisajes y resten aquí para siempre. Si ya lo hicieron antes los ánsares y los mandarines, ¿por qué no los cisnes negros de Australia? Lo siento por los demás, pero que se las arreglen como Dios les dé a entender. Yo no puedo estar en todo, ocupándome también de los problemas de los patos.
Además, que bienvenidos sean los problemas si vienen de la belleza arisca e incomparable de estos cisnes negros llegados de la silenciosa llamada de los secretos naturales.
* * *
Tomás no estaba ansioso, sino nervioso, que es diferente. Se figuraba al volante de su flamante Mercedes viajando junto a Flora camino de no se sabe dónde. Tenía que hilar fino. La ilusión no podía traicionarle, y sus dotes diplomáticas le exigían más prudencia que nunca.
—Marisol. Si me prometes chitón total, te cuento mis penas.
—¿Tú con penas, Tomás?
—Estoy enamorado hasta las cachas.
—¡Guay, guay, Tomás!
—¡Guau, Guau!
—¿Por qué ladras?
—Porque no me hace ni puñetero caso.
—¿La conozco?
—A tope.
—No será…
—Lo es.
—¿La que era novia del Cigala?
—No me nombres a esa carroña.
—¿La misma que le gustó a mi padre?
—Tu padre no la cató. No la tocó ni un pelo.
—¡Qué puntería!
—¿Cómo dices?
—Nada, nada. ¿La que tiene loco también a Pepillo el jardinero?
—La que te digo.
Sonaron dos golpecitos en la puerta. Se abrió y entró Flora. Marisol no pudo reprimir una carcajada. Tomás, lívido.
—¿La que entra en este momento con cara de despistada?
—¡Por favor, Marisol!
Flora miró a ambos con curiosidad. Las mujeres intuyen cuando se habla de ellas.
—¿Puedo saber de qué hablabais?
—De bobadas, Flora. Que Tomás está preocupado por su alopecia.
—Pues que se ponga una más grande.
—No seas burra, Florilla. Que Tomás está preocupado porque se está quedando calvo.
—Yo no me estoy quedando calvo. Soy calvo. Y no me preocupa. Eso gusta mucho a las mujeres.
—Pues preséntamelas.
—Marisol, ordena a Flora que se vaya. Quiero hablar contigo.