—Esta noche puedo convertirme en un asesino, señor marqués.
Pepillo cenaba en solitario, sólo acompañado de sus melancolías.
Y en la Venta del Azahar, a diez kilómetros de La Jaralera y siete del Acebuchal, Elena y Juan José se hacían carantoñas.
—Te voy a convertir en la Marisol del Acebuchal.
—No tan deprisa, Juan José. Que yo soy muy antigua.
—Tú eres una bomba.
—Y tú un fresco. Pero me gusta que seas así.
—Me encanta cómo ayudas a los niños a estudiar.
—Eres un falso.
—¿De verdad eres de Cuenca?
—De verdad absoluta.
—¿Y tienes hermanos?
—El más bajito, mide 1,92 de estatura.
—¿Y tus padres?
—Mi madre, sus labores. Mi padre, agricultor. Tiene muy mala sangre, y dice que matará al primero que toqué a su hija.
—Yo te voy a convertir en mi reina.
—Es republicano.
—Pues me arriesgo…
* * *
Todos acostados en La Jaralera. Los marqueses, abrazados. Pepillo, con sus soledades. Flora y Tomás, galopándose entre mórbidos celos. Ramona, roncando a pierna suelta. Don Ignacio, desvelado de rezos. La cama de Elena, vacía. El Cigala, sopesando posibilidades y distancias. Virginia, la enfermera, deseando menos distancias y más posibilidades.
En el Acebuchal, Elena rendida y el tío Juan José a un paso del síncope.
—No he conocido jaca que se te parezca.
—Pues tú, a pesar de la edad, cumples de dulce.
—Bravo por Cuenca.
—Es tardísimo. Mañana llega la marquesa viuda.
—Te llevo, mi hembra.
—Sin hacer mucho ruido, que me da vergüenza.
—Pero antes…
—¡No, Juan José, que eres de lo que no hay!
* * *
Todos en pie a las diez en punto. Bostezos y ojeras. El guarda de la entrada, Julián, ha pulsado el timbre, señal inequívoca de que la ambulancia ha ingresado en los territorios autónomos de La Jaralera. Los marqueses y don Ignacio en la puerta. La ambulancia ha puesto en ajetreo su sirenamen y la paciente aplaude entusiasmada desde su camilla.
—Más, más fuerte, que es muy divertido.
* * *
Me he adelantado para saludar a Mamá, que aplaude a las sirenas y las luces de la ambulancia. Al ir a besarla, ha reculado con la cabeza.
—Preséntese, caballero. Yo no beso a los desconocidos.
—Soy Cristian, Susú, tu hijo.
—Mis padres me han prohibido hablar con los extraños.
—Tu hijo, Mamá.
—El día que sea madre no me gustaría tener un hijo tan horroroso como usted. ¡Ah, hola, Pototo! ¿Qué haces aquí?
Ha reparado en la presencia de don Ignacio.
—Buenos días, Cristina. Bienvenida a su casa.
—Cada día estás más raro, Pototo.
—No soy Pototo, señora. Soy don Ignacio, su capellán.
—Buen capellán estás tú hecho, Pototo. Llévame al «funi» de Igueldo, pero que no se entere Papá.
—Se ha estropeado el funicular, Cristina.
—Pues ésta sí que es gorda. Pototo, cómprame este coche tan divertido.
—Es una ambulancia, Mamá —le he dicho para ver si reacciona.
—Si insiste usted con lo de «Mamá», voy a llamar a un guardia, para que deje de molestarme, tonto. Pototo, quiero este coche con ruidos. ¿Y usted, quién es?
—Marisol, tu nuera.
—Tú lo que eres es muy poquita cosa. Pototo, dile a esta poquita cosa que se quite de en medio.
—Señora…
—Eres rarísimo, Pototo. Ahora me llamas «señora». Cómprame el coche.
El enfermero y el conductor de la ambulancia, de lo más violentos. Como siempre, ha sido Flora la que ha abierto el camino de la solución. Ha aparecido por la puerta con un manojo de globos de todos los colores.
—¡Huyyy, globos! —ha gritado Mamá-. ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Flora.
—Pues eres mi amiga, Flora. Dile a ese señor alto con la nariz larga y cara de idiota que eres mi amiga.
—Soy su amiga, señor marqués.
Me ha molestado que Flora haya deducido que el idiota alto con la nariz larga era yo.
—Vamos a jugar, Flora. Este jardín es estupendo. Tú eres la «malvada Antoinette» y yo el «príncipe Purulupurulí». Pototo, si quieres, puedes jugar tú también. Serás le
Mauvais Geánt
. Venga, vamos. Pototo, apóyate en el tronco de ese árbol, cuentas hasta veinte y nos buscas.
Don Ignacio me ha mirado con cara de interrogación. Flora también. Mi respuesta ha sido afirmativa. Hay que jugar al escondite. Un último intento.
—¿Puedo jugar yo también, Mamá?
—No. Usted no. Usted es asqueroso.
Y ha saltado de la camilla, ha tomado a Flora por su mano, y se ha escondido en la recoleta de los magnolios, mientras don Ignacio, con muchísima paciencia y pesadumbre, se ha puesto a contar sin hacer trampas, apoyando su cabeza en el tronco del liquidámbar. Hecha la cuenta, se ha puesto a buscar a las traviesas juguetonas.
—Cristian, tu madre está peor de lo que creía.
—Está fatal. La prefiero antipática y con cabeza.
—Este ritmo de juegos puede terminar con todos.
—¿Te has fijado cómo ha saltado de la camilla?
—Como una gacela, Cristian. Está agilísima.
Cuando Marisol y yo entrábamos, ciertamente apesadumbrados en la casa, la voz de Mamá se ha adueñado del jardín.
—¡Trampa, Pototo, has hecho trampa! Vamos a ponerte una prenda.
Don Ignacio se defendía.
—De trampa nada. Te he pillado, Cristina.
Aprovechando la confusión, la ambulancia ha partido camino de Sevilla, después de dejamos en La Jaralera a esta niña tan insoportable.
* * *
La semana ha resultado agotadora para don Ignacio y Flora. Juegan al escondite todos los días con Mamá, que les exige expresiones en francés. No vale gritar «¡tocado!». Sólo gana el que dice
«¡touchée!»
. Mamá tuvo en la infancia una «madmua» llamada Jocelyne a la que quiso una barbaridad. Era de Urrugne, un precioso pueblo de Le Pays Basque, cercano a Biarritz, Hendaya, San Juan de Luz y Ascain. Se llamaba Jocelyne Etcheberri, y Papá decía que era espesita. Tenía gracia Papá: «Mucho
parfum
y mucha
eau de cologne
, pero olía a
fromage
.» Cuando mi padre hacía este comentario, Mamá estaba una semana sin dirigirle la palabra.
Semana larga, como me ha parecido esta última hasta que ha llegado el domingo y la tentación se ha marchado. Me refiero al Cigala que, al fin, ayer por la noche, de nuevo uniformado de cabo del Tercio, se incorporó a su acuartelamiento en Montejaque, Ronda, de donde partirá hacia Bosnia. La va a armar en Bosnia este pájaro de cuentas. Toda la semana vigilando, Tomás a punto de estallar, Flora confundida, "Virginia, la enfermera… No me atrevo a poner la mano en el fuego. Manolo el chófer me ha chismorreado que Ramona le ha dicho que dos noches atrás el Cigala se introdujo en el cuarto de Virginia y no salió hasta las 8 de la mañana. Quizá jugaron a los médicos, pero no me veo al Cigala en esos menesteres. Cuando la III Guerra Mundial estaba a punto de ser declarada, y Tomás y Pepillo se disponían a iniciar el ataque, el Cigala partió. Su despedida, dignísima.
—Agradezco a Vuecencia, señor marqués, su hospitalidad.
—Descanse, cabo. Me alegro que lo haya pasado bien.
—Con la enfermera, mejor que bien.
—Cigala, es usted un peligro.
—Despídame de Flora, Vuecencia. Dígale de mi parte que mi último pensamiento será para ella. Así lo dice nuestro himno, «El Novio de la muerte».
—Lo haré, Cigala.
—Dígale que me llevo la fotografía que le hice en pelotas cuando éramos novios para que la encuentren cuando caiga por culpa de los serbios. Lo dice nuestro himno: «Cuando al fin le recogieron / entre su pecho encontraron / una carta y un retrato / de una divina mujer.»
—Me está emocionando, cabo.
—No se le olvide a Vuecencia, señor marqués. Si no ordena nada más…
—Nada, Cigala. Mucha suerte en Bosnia. Aquí tendrá siempre su casa.
—Pues a las órdenes de Vuecencia, señor marqués.
Taconazo, media vuelta y desfile hacia la puerta. La Jaralera, libre de tentaciones.
Tres meses han transcurrido. Calor calcinante. El campo tiene sed, pero menos que otros veranos. Ha caído tanta agua durante el invierno y la primavera, que la sed del campo es más por capricho que por necesidad. El Guadalmecín baja glorioso, y el lago está para beber en sus aguas. Sólo la albariza parece más angustiada. Miles de flamencos. Los cisnes negros felices de la vida, ya más sociables con el resto de los patos. La vida sigue.
Marisol con tripón. Más que con tripón, con un bombo de aúpa. Lucas la visita con frecuencia, y aprovecha la situación para distraer a Flora de sus inclinaciones por Tomás. Lo siento por ambos, pero mi intuición me dice que por ahí no van los tiros. Creo que Tomás y Flora, que se lo han pasado muy bien una temporadita, se han dado cuenta de que sus corazones no laten al unísono, como suele escribir Wodehouse, uno de los autores preferidos de mi padre. Tengo en la biblioteca casi todas sus novelas. Marisol, que habla con Flora de todo, me ha dicho que lo suyo con Tomás está terminado, y que le gusta Pepillo, el jardinero. Pero Lucas insiste, y hace bien. No se saca petróleo de la tierra sin perforarla previamente. Pero mucho me temo que Lucas, mi discreto y leal suegro, no se va a comer una rosca en esta merienda. Tomás, tan frío y pragmático, me lo ha confesado.
—Señor, mis dos ilusiones se han realizado. He sido el dueño, durante 38 minutos, de un Mercedes y me lo he hecho con Flora durante tres meses y medio. A partir de ahora, mi única pretensión es seguir siendo la mano derecha del señor marqués.
Un hombre como Dios manda. Lo cierto es que algo ha cambiado en el aspecto de Pepillo. Siempre limpio, siempre sonriendo, siempre canturreando canciones de tío Rafael de León. «Cuando en los campos / de verdes chumberas / suenan las campanas / de la madruga, / y sarta a los montes / la luna lunera / y a mi vera vera / te siento llegar.» Lo malo es que la repite demasiado, y Ramona le ha advertido que no aguanta más lunas luneras a su vera vera en la madruga, y que a la próxima le arrea una leche. Entonces Pepillo, que domina todo el repertorio, cambia de copla. A mí me gusta mucho oírle, mientras poda las buganvillas, la de la madre, que me parece preciosa y la canta de cine mudo. Se trata de un señor enamorado de una mujer muy caprichosa que le da todo lo que ella pide: «Y mira, nunca me quejo / de tus caprichos constantes. / "¡Quiero un vestío!"… "¡Catorse!" / "¡Quiero un reló!”…"¡De brillantes!"» Al final, se pone muy pesada y le habla mal de su madre, que seguramente era más cariñosa que la mía: «A la mare de mi arma / la quiero desde la cuna… / ¡Por Dios, no me la avasalles, / que mare no hay más que una / y a ti te encontré en la calle!» La puso en su sitio.
Lo de Mamá es peor. Lleva tres meses que no para de jugar. Ahora le ha dado por el juego de las sillas. Colocan tres sillas en el jardín, y ella, don Ignacio, Flora y Manolo, bailan a su alrededor. Elena, que está al mando de la música, interrumpe de golpe la canción, y entonces tienen que sentarse. Pero al haber una silla menos que participantes, uno se queda en pie y es eliminado. Entonces se retira una silla, y así hasta la gran final, con dos jugadores y una silla sólo. Suele ganar Mamá porque llora una barbaridad cuando pierde y tira del pelo a Flora o pega a don Ignacio, al que insiste en llamarle Pototo. A Manolo le dice Gumer, en recuerdo al chófer de su padre (Q.E.P.D.). Pero están agotados, y Flora se ha propuesto —lo sé por Marisol—, jugar a «Robin Hood», para que Mamá se suba a un árbol, se resbale y se pegue un ostión. Pero don Ignacio y Manolo se han opuesto, porque ellos tampoco están para subirse a los árboles con garantía de supervivencia. En fin, una lata. A mí no me deja jugar porque dice que soy un desconocido tontísimo y que se aburre de lo lindo con mi presencia. Para mí, mejor, aunque algo me duele, porque lo de la silla es bastante divertido.
Pero los jueguitos de Mamá me han salido por un ojo de la cara. He tenido que instalar en los cuartos de baño duchas con mampara, para que los participantes puedan ducharse a toda prisa cuando terminan de jugar. No les sirve el baño, que tarda en llenarse y precisa de más tiempo. Así que ducha para Flora, para Manolo y para don Ignacio, y como Ramona, Elena y Virginia se han sentido discriminados, duchas para todos. La mitad de la poda de las encinas se me ha ido en las puñeteras duchas. Tomás, como es un señor, se mantiene con su baño de siempre.
—La ducha es de clase media, señor marqués.
Y tiene toda la razón. De Perona no tengo que ocuparme porque es sólo mediopensionista. Su ambición es la de ser invitado a comer con nosotros, pero hace demasiado ruido y habla con la boca abierta. Se lo he dicho crudamente, para que no haya engaños ni susceptibilidades.
—Cuando aprenda usted a comer correctamente se sentará en el comedor interprovincial.
Ramona me ha confirmado que mejora semana tras semana, pero que aún no está preparado para dar el salto.
* * *
Marisol me ha pedido un paseo. Buena noticia. Ello significa que se encuentra fuerte y en forma. Ya nota el peso de nuestro hijo, que en la ecografía se ha manifestado confuso. Estoy que cuento los días para tener en mis brazos a Ildefonso Cristian Obdulio Ximénez de Andrada, Montejo, Belvís de los Gazules y Frechilla. Lo cierto es que los apellidos de Marisol rompen un tanto la armonía sonora de los míos, pero eso carece de importancia. Nada más nacer, pienso transmitirle el condado de Buganda de don Fadrique, para que se vaya acostumbrando desde bebé a estar un palmo por encima del prójimo. De esta manera, le privo de posteriores ataques de esnobismo. Una persona que nace conde, no le da importancia al hecho tan natural de serlo.
El sol ha iniciado su caída y el campo está de locura. En la Dehesilla nos hemos detenido para contemplar el espectáculo grandioso de los cerdos. Se ha pasado Perona con el número. Por buena que venga la otoñada con su mejor montanera, pocas bellotas van a quedar en el suelo. Superada la fresneda, ya con el golpe húmedo del agua cercana, hemos hecho un alto en el camino en el puente de los plumbagos, con un Guadalmecín aún poderoso corriendo decidido hacia la mar. Un calamón se ha despistado por entre las junqueras, dejando una sombra azul y brillante en nuestras miradas.