¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (14 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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La anciana condujo a Santos de la mano hasta una de las casas, tal vez no tan ruinosa como las otras. Santos, sin saber siquiera si tenía miedo, se dejó llevar, vencida su voluntad, desconcertado en el pueblo al fin encontrado. En el interior de la casa, la mujer soltó su mano para encender un candil, que llenó la estancia de una luz ambarina que espantaba las sombras hacia los rincones, y mostraba una habitación desnuda, las paredes desconchadas pero en pie, no más muebles que una mesa limpia y un par de sillas. Santos seguía detenido en la puerta, observándolo todo con ansiedad, sin ser capaz de atrapar nada en la mirada, desbordado por la escena imprevista. La mujer se acercó; su rostro aparecía brillante sobre el candil, las arrugas creaban leves sombras bajo los ojos pequeños.

—Bueno está... ¿Te vas a quedar ahí parado como un pasmarote? Anda, siéntate, que tengo lista la cena en un momento.

Santos, sin comprender nada, obligado por la voz imperiosa aunque afónica, se sentó en una silla que bajo su peso crujió de dolor. La mujer se alejó por un pasillo, llevándose el candil. Santos quedó en sombras de nuevo, con los ojos vueltos hacia el resplandor lejano del candil al fondo del pasillo, de donde llegaba un repicar de cacharros de lo que supuso una cocina, los sonidos domésticos que le desconcertaban por inesperados en medio de tanta desolación —un tenedor que rasca el fondo de una sartén, el romper exacto de la cáscara de huevo contra un borde, el chisporroteo del aceite hirviendo, sonidos todos que, en cualquier situación, nos retrotraen a escenas pasadas, de cenas familiares, y que en este momento, en la casa derruida, a oscuras, confundían a Santos.

Tras unos minutos, que para Santos fueron enormes, indefinidos —la noche vuelve lentos los relojes, atonta el paso del tiempo—, la luz del candil se acercó de vuelta hacia él; la sombra de la mujer, lenta y coja en su caminar, se agrandaba por las paredes hasta dejar su cuerpo en el centro de la habitación. Apoyó el candil en la mesa y colocó al lado una fuente de barro con unos cuantos huevos fritos ennegrecidos por el aceite manchado en tantas frituras, y una jarra de latón llena de agua. La mujer volvió a marchar hacia la cocina, pero dejó ahora el candil en la mesa. Santos, solo en medio de la luz, prefería tal vez la tiniebla, como si le dolieran los ojos ante lo que veía, la miseria y la destrucción que exhalaban por las paredes un ardor que le quemara los párpados. En seguida regresó la anciana, con un par de platos de barro y unos tenedores. Se sentó, sonriente, frente a Santos, llenando cada gesto de una familiaridad de muchos años. Sirvió dos huevos en cada plato antes de volver a mirar a Santos, que se fijaría esta vez en sus ojos perdidos bajo las arrugas, buscando algo en su profundidad oscura, cualquier cosa que permitiera entender aquello, la casa, el abandono, la soledad, la anciana, la confusión de identidad, los huevos fritos.

—Ya ves que he preparado unos huevos, como me dijiste —susurró la mujer con una sonrisa que, ahora sí, tenía un eco de locura—. «El gazpacho no, porque no es bueno de noche, ya lo sabes. Luego te se repite y no hay quien duerma.» La mujer comenzó a comer, partiendo con el tenedor un trozo de clara que se llevó a la boca. Se detuvo al notar que Santos seguía cada movimiento, boquiabierto aún. «¡Vamos! Empieza a comer, que se van a enfriar, bobo.» Santos, obediente, tomó el tenedor y comenzó a comer, relajado tal vez por el sabor del huevo caliente, la yema roja estallada. Durante unos segundos comieron en silencio, como si Santos hubiera renunciado a una explicación y se rindiera al desorden que vivía, en el que unos huevos fritos podían ser una llave hacia mayores desórdenes, la incomprensión. Cuando terminó de comer, Santos, tras cruzar los brazos sobre la mesa, miró a la mujer y pensó una frase que decir, una forma de empezar a hablar, de buscar una definitiva explicación, saber. No pudo, porque fue la mujer la que soltó un inicio de conversación que aumentaría el desamparo de Santos:

—Y qué... ¿Cómo ha salido lo del puente ese?

—¿El puente? —preguntó Santos, pensando cada palabra como extraña—. ¿Qué puente?

—¿Qué puente va a ser? ¿No era un puente lo que teníais que arreglar, que le habían puesto no sé qué bombas y que no se podía cruzar? ¿Lo pudisteis arreglar al final? Desde esta mañana que os fuisteis, bien temprano que era, ya habéis tenido tiempo de hacer un puente bien bonito, porque vaya...

Santos quedó callado, con la boca abierta, una palabra que no saldría. Quería pensar en voz alta, como única manera de ordenar sus ideas. Debía restablecer el orden, reparar el malentendido, cualquiera que fuera. Pero qué orden cabría allí, en medio de aquello, de las casas abandonadas, el pueblo por todos negado pero existente, la mujer sola, anciana, familiar sin embargo, los huevos fritos, las frases tan cotidianas. No cabría más orden que el del puente, lo que fuera que esa mujer decía. Como temeroso de contrariarla, de que sus palabras aclaratorias terminaran de hundir aquel conjunto inestable, Santos se limitó a seguir la conversación, hasta donde fuera, ya se ocuparía después de arreglarlo, si podía.

—Sí... Un buen puente —musitó con una sonrisa.

—Si te digo la verdad, estaba ya un poco preocupada. Todas lo estábamos, es verdad... Ya sabíamos que no os llevaban al frente, ni de cerca, pero... Si cayó una bomba en ese puente como dicen, bien os podía haber pasado otro tanto a vosotros, ¿no? Encima, se hacía de noche...

La mujer quedó ahora en silencio, mirando a Santos y al plato vacío. Preguntó entonces, tratando de ser amable, casi cariñosa:

—¿Estaban buenos los huevos? Bien doraditos, como a ti te gustan, ¿no?

—Sí... Muy buenos, claro —afirmó Santos, seguro.

—No sé... Estaban un poco tontas las gallinas esta tarde... Sería por todo el revuelo que se formó cuando os fuisteis, el ruido del camión y esas cosas. Se asustarían, son tan tontas...

De nuevo el silencio, Santos incapaz de continuar la conversación, a pesar del tono familiar de la misma, qué podía decir de las gallinas, qué camiones habrían llegado esa tarde, qué puente en verdad, qué locura parecía dominarlo todo, no tanto la mujer como lo demás, el aire propio de la noche, encogido de miedo. No obstante la falta de respuesta, la mujer continuó hablando, tal vez necesitada de conversación.

—Yo estuve en el campo, a la tarde, recogiendo algunas verduras... Pero con esta caló no hay quien haga ná... A poco que te muevas, te pones a sudar. Habréis pasado mucha caló en lo del puente, ¿no? —Santos respondió con un gesto automático, asintiendo, el calor, el puente, lo que fuera. La mujer se levantó con trabajo de la silla, amontonó los cacharros y se los llevó de vuelta a la cocina; dejó el candil junto a Santos y caminó en la oscuridad del pasillo. Unos segundos después, el entrechocar de todos los cacharros al caer al suelo apenas sobresaltó a Santos. No quiso moverse para no romper, no ahora, la naturalidad de los movimientos, de las palabras, no tener que hacer frente a la realidad ahí fuera, a la linterna caída en algún sitio, el coche aparcado en la entrada del pueblo, el hombre que llegó con la noche. Pronto apareció de vuelta la mujer, secándose las manos en la falda o delantal negro que la cubría, y se apoyó en el respaldo de la silla para tomar aire y hablar:

—Estarás cansado a lo que me imagino. Yo también... Es la caló, ya te digo. Asín que nos podemos ir ya a la cama, ¿te parece? Ya son horas, que luego mañana...

La mujer tomó de la mesa el candil, y se giró para comenzar a caminar por el pasillo. Santos, más temeroso de la oscuridad que obligado, siguió a la mujer. Las sombras de los dos se alargaban por el suelo, el candil borraba la casa por detrás, la descubría por delante. Entraron así, Santos detrás de la mujer, en una habitación que, dibujada a la luz amarilla, se mostró como un precario dormitorio: un camastro en el centro, más jergón que cama, y un baúl junto a la pared. Por lo demás, el mismo abandono, las paredes igual de recomidas, algo de hierba brotada en el rincón. La mujer, tras dejar el candil en el suelo, se soltó con gesto torpe el pelo cenizo y se sentó con dificultad en el borde del lecho. Con movimientos lentos se fue ladeando hasta por fin tumbarse; respiró entonces en profundidad, estiró las piernas y los brazos hasta quedar plana. Miró a Santos, como a un recién llegado junto a la puerta:

—Pedro, cariño: ¿es que vas a quedarte toda la noche de pie? Venga, acuéstate ya, que luego no hay quien te levante para el campo. Y cuando sube el sol no hay quien pare por la caló. Venga, acuéstate ya.

Sin mucha resistencia, como obedeciendo a un guión preestablecido, a una vida en algún lugar ordenada, Santos caminó hacia el lado opuesto de la cama. Debería, ahora sí, decir algo, que esa casa es inhabitable, que se cae a trozos, que eso no es una cama donde dormir, que él no es Pedro, que esa mujer está loca o perdida; pero sólo puede sentarse con cuidado en la cama y tumbarse despacio, hasta quedar en paralelo junto a la mujer, el cuerpo tan cercano, la mano de ella que se acerca hasta rozarle y aprieta su mano, no como al principio en la calle, con sorpresa y provocando el miedo, sino ahora con caricia, trayendo la tranquilidad y el sueño, la ausencia de miedo, la vuelta a un tiempo que no es suyo, la mujer que se gira y apoya la cabeza en el pecho de Santos, le llena la boca de un olor antiguo, de la tierra, el pelo cinéreo que le cosquillea los labios, el candil que se extingue borrando la habitación, los amantes imposibles, desconocidos, la mano de Santos que, sin obligación, porque quiere hacerlo, porque no puede ser de otra forma, se mueve y acaricia ahora la cabeza de la mujer, que exhala un gemido hacia el sueño o la muerte, componiendo cada gesto un momento perfecto, una realidad tan necesaria. Santos, antes de entregarse al cansancio, fuerza los ojos hacia el techo que no es techo: las vigas hundidas dejan pasar la noche al interior, el cielo abierto, techo infinito, las estrellas arriba, como clavos plateados en el techo, descolgadas sobre el pueblo, que existe o no, la habitación que no es habitación, los amantes o los durmientes que lo serán.

* * *

El modelo en estas páginas, las del primer contacto con el misterioso y desaparecido pueblo de Alcahaz, parece apuntar a la Comala de Rulfo en su
Pedro Páramo
, si bien la distancia es enorme, por supuesto. Lo que en Rulfo es la construcción de un lenguaje que parece enfermo, infectado por la misma desolación del pueblo muerto, en nuestro joven autor se malogra pues cada vez que consigue un párrafo interesante y contenido en su belleza, se deja ir por el tobogán de lo fácilmente literario, y lo sobrecarga con una insistencia pretendidamente poética. Parece que el autor es consciente del filón narrativo que tiene un pueblo abandonado —pues en efecto lo tiene, una casa derruida, un pueblo deshabitado, escenarios que encienden la sensibilidad y el interés de cualquier lector a partir de toda una cadena de connotaciones emocionales—, y decide que no puede desperdiciarlo, que tiene que exprimirlo más, y así echa a perder unas páginas meritorias por no saber cortar a tiempo, por alargar un párrafo interesante para añadirle unas líneas innecesarias, de un lirismo gastado, que tropiezan en adjetivos preciosistas y en una sensibilidad exacerbada, por no decir claramente cursi, con expresiones que malbaratan todo lo bueno anterior: «las vigas manos retorcidas hacia el cielo», la ropa en la silla «cada noche, como preludio del dormir o del amar», las palabras y risas como rimbaudianas «guirnaldas de uno a otro tejado», y otra colección de expresiones afectadas, ya sea un rostro anciano que es «mapa del tiempo arrasado»; un cuerpo «como nativo de la noche o de la tierra, la misma cosa son», una «voz vetusta», una mano «de materia estremecida», un gemido exhalado «hacia el sueño o la muerte», o ese final enfático que se iguala con un arranque de capítulo estridente y retórico, hiperliteraturizado, de esos que buscan provocar la admiración boquiabierta del lector, hay que ver lo bien que escribe este muchacho... La insistencia machacona en lo desolado que está el pueblo, en lo abandonado que está todo, y en lo muy hermosa y metafórica que es la destrucción, acaban por desactivar el efecto buscado. Pasa lo mismo que páginas atrás, cuando se insistía en los olores asfixiantes del taller zapatero. A fuerza de tanto oler, acababa por no oler a nada. Pues aquí lo mismo: a fuerza de tanto mostrarnos la destrucción, ya nos deja fríos
.

Pero la distancia con el modelo Rulfo viene marcada también por la inseguridad del autor. Lo que en Rulfo es ambigüedad y desorden —sólo aparente, pues tiene sus propias leyes— desde la confianza de un autor que, como Rulfo, nada teme de la comprensión de sus lectores, y deja un vasto margen para lo intuitivo e irracional; en nuestro joven autor se transparenta la inseguridad del primerizo, cuando decide, en mitad del capítulo, insertar una aclaración infantil, en forma de ese adoquín de flashback que, por si no evidencia de sobra el castañeo de dientes del autor, comienza con un culpable «con el tiempo sabrás, ya lo descubrirás...» y cierra con un «pero todo esto lo sabrás después, ahora debes esperar, intuir los acontecimientos, crearte una vaga idea de lo que ocurra». Pero vamos a ver, joven autor: ¿no era que ese uso de la segunda persona iba dirigido, vía protagonista, directamente al lector? ¿A quién se está desbaratando la intriga con estas aclaraciones por adelantado? Al lector, claro. ¿No debería ser el lector, desde la certeza de su inteligencia, quien se enterase de todo en su momento, y mientras intuyese, se crease una vaga idea? Pero una vez más, el autor piensa que el lector se va a perder, que se va a despistar de la narración, y decide cogerlo de la mano, acompañarlo, sentarlo y explicarle, hablando muy alto y vocalizando bien, como cuando se habla a un extranjero o a un niño o a un anciano: mira, te lo voy a explicar: no te asustes con lo del pueblo abandonado en el que vive una anciana loca, y no te líes con el tal Pedro con quien confunde a nuestro Julianín; en realidad todo esto es por lo que ocurrió en el treinta y seis, un día que estaba el tal Pedro y llegó un camión y entonces... Por si no es bastante, más adelante, el diálogo de la anciana con Santos no puede ser más aclaratorio, más torpemente explicativo
.

Con todo, las páginas anteriores, el relato del paseo de Santos por el pueblo abandonado, tienen algo que hay que reconocer al autor, y que se percibe también en otros momentos de la novela: ese runrún, esa música de fondo, ese zumbido de la prosa, que puede resultar agradable aunque pegajoso, y que hace que sigamos leyendo; esa escritura que parece ritmada, que crea una continuidad en lo leído y una sensación peligrosamente placentera, de leer sin mucha dificultad, de leer palabras que suenan bien, ideas que tienen cierto brillo, construcciones más o menos inteligentes, connotaciones fácilmente seductoras, y que nos invita a seguir leyendo, que nos conduce tantas veces hasta el final de una novela que no nos interesa o no nos gusta, pero que no dejaremos de leer, hipnotizados por ese zumbido que tantos autores se trabajan, y que es una forma menor de estilo, pero estilo al fin
.

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