Read ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! Online
Authors: Isaac Rosa
Por otra parte, y terminando el imposible paralelismo con
Pedro Páramo
: si en la Comala de Rulfo cabe una concesiva —y gozosa— suspensión de lo verosímil, pues se trata de un relato de fantasmas, en el caso de Alcahaz podemos conceder por ahora una suspensión
temporal
de lo verosímil, de manera que las muchas preguntas que con los pies en el suelo surgen (¿cómo vive esa mujer? ¿Cómo enciende el fuego para freír el huevo? ¿Y el candil?), esperamos que se aclaren con venideras explicaciones. Seguimos
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«En un principio, las páginas escritas por Mariñas como inicio de sus futuras memorias resultaban inservibles en su práctica totalidad, debían ser modificadas. Aparte del artificio que transmitía su prosa recargada y huera, lo narrado allí aparecía a todas luces falso, exento de credibilidad para el lector. Fue la lectura de algunas cartas, y sobre todo los recuerdos que la viuda desgranaba sobre la mesa del comedor cada día, los que me sirvieron para ir conociendo la personalidad del suicidado y, sobre todo, para encontrar la utilidad de los textos de Mariñas. Pude así descubrir la clave que cifraba esas páginas, la fórmula para saber cuánto había de cierto y cuánto de invento en aquellos manuscritos, desentrañar sus silencios, sus omisiones, los espacios en blanco, las mentiras del texto, la fútil vanagloria.
»No obstante la información de que disponía, me resultaba imposible iniciar la escritura de las memorias. Si quería dotar de coherencia y credibilidad al texto, debía ser capaz de construir un estilo definido, certero, que estuviese en la línea de la prosa de Mariñas, que fuese reconocido como suyo por cualquier lector, pero que a la vez me resultase asequible en su elaboración, para lograr una escritura fluida y hacer un trabajo rápido. No podía limitarme a aplicar una plantilla sobre el estilo —o la carencia de estilo— de Mariñas, ya que resultaría un texto frío, falto de realidad. No podía continuar escribiendo a partir de lo ya escrito, puesto que la fractura entre lo redactado por Mariñas y lo que yo escribiera sería evidente. Tenía por tanto, en primer lugar, que reescribir lo ya escrito por él, partir desde el principio. Para mi labor me enfrentaba a no pocas dificultades. La primera, mi propia falta de convicción en lo que hacía. No era un problema de incongruencia entre lo escrito y mis pensamientos, puesto que llevaba una década haciendo el mismo trabajo para demasiados individuos situados más que lejos de mi espacio ideológico. Aunque me pesara mi propio cinismo, no sentía en verdad el mínimo escrúpulo por el hecho de falsear y limpiar la memoria de un energúmeno cuya personalidad yo conocía, cuyos pecados principales me repugnaban. No era eso. Se trataba más bien de que yo no creía, en ningún momento, en lo que estaba haciendo; es decir, sabía que todo aquello no serviría para nada, porque restituir y falsear la memoria de Mariñas requería mucho más que un voluntarioso ejercicio de redacción. En muchas ocasiones hemos comprobado lo poco que cuesta mancillar el nombre de una persona. En cambio, recuperarlo es tarea titánica.
»Junto a eso, me encontraba con el riesgo, cada día más evidente, de alcanzar una excesiva identificación con el personaje. Escribir algo tan íntimo, en primera persona, te obliga a asumir como propios unos recuerdos ajenos, unas vivencias, una historia sentimental e intelectual, una oscuridad de ciertos años que yo comparto de alguna forma. Existía el peligro de que, en lugar de suponer y asumir los recuerdos, las vivencias y el bagaje personal de Mariñas, acabase creando un extraño cuerpo híbrido en el que se mezclaran sin límites Mariñas y Santos, mis recuerdos con los suyos, mi vida con la de él, mis miedos con los que él tuvo, la oscuridad de algunos de mis años con la tiniebla personal de Mariñas. El riesgo se confirmó cuando completé las primeras páginas.
»Durante una semana, antes de que me venciera el desánimo que precedió al viaje, escribí a buen ritmo, unos ocho folios por día, de los que me sentía satisfecho. Antes de ofrecérselos a la viuda como prueba de mis progresos, decidí releerlos. En seguida comprendí que en aquellas cuartillas estaba presente la historia de Mariñas, pero no su equipaje humano. Las reflexiones, los complejos, los miedos o las pasiones que allí aparecían reflejados no eran de Mariñas: eran míos en su totalidad. Me reconocía fácilmente en aquel escrito. Aunque no era yo el que había nacido en un pueblo sevillano en 1908, aunque mi familia pasó unas penalidades muy distintas a las de la familia Mariñas que allí aparecía, aunque yo no tuve la infancia que allí se describía, el protagonista de aquellas páginas no era Gonzalo Mariñas. El protagonista, o el narrador, era yo, o un imposible ser que nos mezclara y confundiera a los dos.
»Quedaba además un elemento añadido que invalidaba aquella primera escritura: en demasiadas ocasiones yo caía en el error de hacer juicios de valor sobre Mariñas, sobre su comportamiento en la vida pasada. Es normal que en unas memorias uno haga cierta autocrítica de su propio comportamiento, pero siempre dentro de su escala particular de valores, y de forma más o menos benévola. Por el contrario, en aquellas páginas aparecían demasiados enjuiciamientos de los comportamientos de Mariñas, de su padre o de quien fuera, pero siempre a través del tamiz de mi propia escala moral e incluso política. Tuve que desecharlas y ya no pude comenzar de nuevo, ya sin tiempo, sin convicción, sin ganas.»
Memorias de Gonzalo Mariñas Carrión
Primer borrador (desechado)
Algunos textos sueltos: los primeros años
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«De aquellos primeros años en el pueblo sevillano, en Dos Hermanas, yo no conservaría recuerdos nítidos, memoria discursiva alguna. Por mi corta edad en esos años, carecía aún de entendimiento, de raciocinio. Por eso sólo retengo sensaciones, una trama de sonidos, voces, olores, texturas o calores que sobreviven al tiempo y se enredan en el confuso territorio de la memoria sensitiva. Cuántas veces un leve olor nos paraliza en mitad de un trabajo y nos devuelve de golpe a un espacio pretérito, nos subyuga sin que podamos situarlo en nuestra geografía de los sentidos. Cuántas veces, ya en nuestra vida adulta, un sonido, una palabra en boca ajena, una estrofa de zarzuela antigua que creemos inaudita, nos remontan a un pasado indefinido, a un tiempo fuera del recuerdo, en el que creemos haber habitado pero sólo en cuerpo, privados de entendimiento, de memoria, de capacidad visual, de espíritu, no más que un cuerpo que fuera marcado por todas las cosas, olores o sonidos que le rodean, las percepciones que dejaron cicatrices que algún día descubriremos sin entenderlas, huellas violetas (y violentas) del tiempo.
De aquellos primeros años, que corresponden cronológicamente a los primeros años de la segunda década del siglo, me queda sobre todo, más como sensación que como recuerdo, la cercanía física de otros cuerpos al dormir, la proximidad violenta de tantos cuerpos bajo un mismo techo, el olor de los sudores mezclados, las respiraciones entrelazadas en la noche callada, los suspiros de alguien que no veo, la somnolencia compartida. Dormíamos todos, mi padre, mi madre y mis tres hermanos, en un cobertizo que hacía las veces de vivienda para la familia y de almacén para mi padre. Era una construcción de materiales sólidos aunque pobres, más un chozo que una casa de campo. En poco más de veinte metros cuadrados había dos jergones de trapo en los que nos repartíamos todos para dormir, además de una mesa hecha con un viejo trillo apoyado sobre maderas, varios taburetes de tronco, una mecedora rescatada de alguna casa arruinada, una alacena sin puertas, varias cajas, el hogar del fuego en un rincón, y los materiales de trabajo de mi padre esparcidos por todas partes, tablillas, hierros, martillos de distintos tamaños. Evidentemente, dada mi edad de entonces, no puedo recordar por mí mismo todo aquello con tanta precisión, sino a través de lo que me fue contado por mis hermanos o mi propio padre. Un día, más de treinta años después de aquella infancia primera, regresé a Dos Hermanas y busqué, ansioso, en los campos de alrededor la finca donde estaba nuestro chozo. Después de recorrer varios caminos y cortijos, de un paisaje que el tiempo había herido de muerte, no encontré más que una construcción casi demolida tras tantos años de abandono. Al entrar en ella recuperé pronto la impresión que perdura de aquel tiempo: la miseria. Porque aquello era la miseria, en toda su magnitud, por mucho que mi padre, en su orgullo, intentara disimularla en el pueblo hablando de «la casa de campo» para referirse al chozo al que no se atrevería a llevar a nadie; por mucho que encalara cada primavera la fachada y reparase los destrozos de la lluvia en el tejado, ocultando el interior mísero con un exterior brillante y cuidado; por mucho que mi madre nos remendara trajes con viejas telas de saco para que pareciéramos señoritos en un pueblo de niños pobres.
Conservo además, de aquellos años, el terror de la noche, cuando mi padre apagaba la luz de carburo y todos dormían. El miedo a la noche es común para todos los niños, pero mayor para aquellas infancias en el campo, cuanto más miserable: el chozo se volvía pozo a la noche, hundido en la oscuridad, y sólo se escuchaban algunos pájaros nocherniegos cuyos graznidos se confundían con los ronquidos de cualquiera de mis hermanos, la respiración difícil de mi padre al dormir, el cuerpo de mi hermana que me estrechaba para arrancar de mi piel algo de calor, la viva sensación de que todos se habían extinguido con la luz y yo me había quedado solo, no dentro del chozo, sino en medio del campo, tumbado en la tierra, bajo el cielo y la noche más negra. Hoy, muchos años después, aun durmiendo en habitaciones elegantes de hotel que tienen poco de aquello, no puedo evitar, al apagar la luz, sentir a mi alrededor la arquitectura opresiva del chozo, la cercanía de los cuerpos durmientes, las respiraciones ahogadas, la humedad de los trapos en el jergón, el olor viciado de tanta carne trabajada. Y el miedo, por supuesto, extenso país el de los miedos infantiles, inagotable y por toda la vida perdurable, la oscuridad nos arroja una y otra vez a los viejos temores de la niñez.
(...)
Mi padre, Miguel Mariñas, había nacido en el mismo pueblo, en Dos Hermanas, en 1875 o en 1876 —ni siquiera él mismo estaba seguro de la fecha—. Su familia, los Mariñas, eran una más entre las muchas familias que en aquel sur miserable hacían profesión de pobreza. En el pueblo había poco donde elegir: el campo, traicionado por las sequías y vendido al capricho de los propietarios, o las pocas conserveras de aceituna que había en los alrededores. Así que el abuelo Mariñas, padre de mi padre, alternaba temporadas de paro con otras de trabajo a cambio de salarios de hambre. De ahí que mi padre no tuviese ninguna oportunidad para ir a la escuela, ni siquiera para aprender a leer y escribir, aptitudes que, como mi abuelo le advertiría, de poco le iban a servir en aquel pueblo analfabeto, sólo para que los vecinos estuviesen todo el día pidiéndole favores, que les escribiera una carta, les rellenara un documento, les leyera un papel del Estado, las noticias de las hojas informativas. Sin embargo, aunque Miguel Mariñas, mi padre, tuvo que ponerse a trabajar desde niño, pudo más su voluntad terca que el entorno desafortunado en que vivía. Así, a fuerza de tenacidad aprendió a leer a los veinte años, prácticamente a la misma edad en que se autoproclamó socialista: más por orgullo que por conciencia de pertenecer a una clase social, en un pueblo en el que apenas podía entenderse la lucha de clases si no era entre los pobres y los más pobres, ya que los propietarios, terratenientes y patronos, normalmente residían en la capital, y raramente cruzaban el pueblo en sus coches de caballo con las ventanas cerradas, por lo que eran una presencia supuesta pero difícilmente constatable. Tras aprender a leer, y aun careciendo de todo conocimiento teórico sobre el socialismo, Miguel Mariñas se ganó cierto prestigio entre los campesinos del pueblo a los que, en cualquier cantina, recitaba párrafos enteros que tomaba del periódico del partido, discursos menguados de don Pablo Iglesias que leía en
El Socialista
o en
La Ilustración Popular
, y de los que memorizaba por las noches algunos párrafos para luego, ante los prójimos, presentarlos como discurso propio. Así, se acercaba a un grupo de hombres sentados al sol en la plaza, donde aguardaban que llegara algún patrono que quisiera contratarlos para la recogida de cualquier cosecha ese día, o para podar algún campo o sembrar unas tierras. Miguel se acercaba a ese grupo de hombres airados a los que, con voz solemne, espetaba algo como «si la masa obrera padece una gran ignorancia y por lo muy explotada que está siéntese profundamente irritada, ¿qué se ha de hacer, para modificar esos dos malos estados? ¿Maldecir a sus causantes? ¿Despertar el odio contra ellos? ¿Predicar sentimientos de venganza hacia los mismos? No, porque así no se consigue que la ignorancia de los obreros desaparezca, ni da a éstos la reflexión que necesitan para que todos sus actos o la mayor parte de ellos lleven el sello del acierto, o lo que es igual, para que sus intereses sean bien defendidos».
Cierto afán de revancha, además, le empujaba hacia el socialismo, tal vez convencido de que la prometida revolución llegaría cualquier día y, entonces, podría devolvérselas todas juntas a quienquiera que fuese el culpable de su falta de futuro, ya fueran los propietarios, el gobierno o los siempre culpables burgueses —y él, en sus jaculatorias tabernarias o de plazuela, invocaba desde el vino al burgués como a un ser omnipresente y peligroso, aunque en realidad no creía haber visto un burgués en su vida, hasta que siendo ya buen mozo viajó un día a la cercana capital y creyó identificar como burgués a todo el que pasaba por la calle y vestía buenos trapos o sombreros.
Fue ese mismo talante orgulloso y terco el que le hizo ambicionar la adquisición de una cultura que le permitiera distinguirse en su mísero entorno. Conseguir el equipaje cultural e intelectual que le había sido negado desde su nacimiento fue siempre una obsesión para mi padre; un estímulo implacable que le llevó, desde que aprendió, a leer todo lo que caía en sus manos con intención de aprehenderlo: periódicos, revistas gráficas, publicaciones seudocientíficas y libros que rescataba de los carros de traperos, compendios de las más diversas ciencias y saberes, y que él leía sin comprender apenas, memorizando párrafos enteros que luego repetiría, como la teoría socialista, en alguna conversación en la cantina, o ante alguno de los jornaleros que cruzaban frente a nuestra casa en el campo y que, tal vez, se creería cualquier cosa de un hombre que hablaba, con la precisión que la memoria le permitía, de lugares incógnitos, descubrimientos científicos de veinte años atrás, procesos industriales que revolucionaban la vida en Inglaterra, métodos escandinavos para roturar la tierra, historias que él contaba como algo propio, vivido. Igualmente, no sé cómo, se hizo con una vieja e incompleta enciclopedia de varios tomos, que colocó en la alacena del chozo para nuestra admiración, libros fantásticos en los que, como él repetía con los ojos encendidos de fulgor, estaba reunido todo —y él subrayaba «todo»— el conocimiento humano: los lugares de la tierra y los mares, la historia universal desde su inicio, las guerras todas, las civilizaciones extintas —término que aprendió un día y luego utilizaba en cualquier frase, como distinción—, los grandes hombres, los países, todo lo que un hombre del siglo puede, quiere y debe conocer. Cada noche, antes de apagar el carburo, nos reunía a todos alrededor de él para leer varias páginas de la enciclopedia, siguiendo el orden alfabético de las definiciones que nos hacía repetir de memoria y que nos preguntaría como lección al día siguiente. Debido a esta práctica diaria, yo, que apenas contaba cuatro o cinco años, dormía atemorizado —dado que los métodos pedagógicos de mi padre se basaban en la
escuela
de la zurriaga y el bofetón—, repitiendo en la noche lo aprendido, hasta que el sueño me alcanzaba y disolvía a traición lo memorizado, por lo que al día siguiente despertaba sobrecogido, ya que una vez más la noche me había arrancado el conocimiento a trocitos. Intentaba entonces aprovechar una salida de mi padre para coger, a escondidas, el tomo de la enciclopedia y buscar la definición para memorizarla de nuevo. Trabajo inútil, toda vez que yo no sabía leer, y las palabras se presentaban ante mí tal que claves hechizadas que mi padre, como un taumaturgo de sueños, interpretaba en conjuros a la noche.