¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (29 page)

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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Seguramente el autor leyó antes de escribir la novela algún libro de divulgación psiquiátrica, que le dio la inspiración para la audaz metáfora de la locura colectiva. Como ya hemos visto dos citas de Carlos Castilla del Pino, debemos mirar en esa dirección. Ya que la novela se publicó originalmente en 1999, miramos las fechas anteriores y encontramos un libro que seguramente lo explica todo:
El delirio, un error necesario
, de Carlos Castilla del Pino, publicado en 1998. Es decir, seguramente lo que leyó nuestro autor al escribir la novela. Es de suponer que tenía en proyecto una historia sobre la guerra civil, y la lectura de Castilla le dio pie para apoyarse en esa forma de locura, en el delirio. En efecto, un rápido hojeo del libro citado nos confirma en lo cierto: es la inspiración original, es de donde el autor saca la interpretación «social» del delirio como una forma de autoengaño para soportar una realidad dolorosa, que va más allá de una locura, y por la que «todo el mundo intenta engañarse para vivir, todos nos inventamos una realidad propia frente a un mundo que no podemos soportar». La cita no es de Castilla del Pino —cuyo libro, por cierto, es muy interesante, y en modo alguno responsable de las flaquezas de nuestro autor—, sino que la leemos en boca del marido de la anciana relatora del capítulo, «que no era tonto y sabía hablar bien», y que al parecer habría leído también el citado ensayo
.

Que el marido (que no era tonto y sabía hablar bien) se ponga a teorizar sobre las formas sociales de la locura no debe extrañarnos, una vez hemos leído cómo habla la señora. La viejecita senil que dormitaba frente al televisor porque «le gusta ver a la gente moverse ahí dentro» ganó de repente una capacidad verbal envidiable, un registro narrativo exacto, un lenguaje rico. No nos sirve el truco repetido en este capítulo de que «la narración era tamizada al gusto de Santos, que la recordaría tiempo después no con las palabras exactas de la anciana, sino con un discurso más complejo». Esto, antes que un recurso literario (hacer más complejo un discurso simple), es una forma de pereza, de buscar la vía más fácil para transmitir una información al lector. Porque en efecto estos capítulos son puramente informativos, son de tesis. La anciana no sólo cuenta los hechos pormenorizadamente, sino que además teoriza sobre la locura y propone metáforas elaboradas (la locura como una peste desconocida o una crecida de río) con una rapidez de pensamiento impropia en quien minutos antes chocheaba sobre si era o no el novio de su hija. Pero dentro de esa voluntad altamente informativa, el autor inseguro vuelve a ponerlo todo en claro, por si quedan dudas. Así, esta vez el protagonista no sueña ni piensa, sino que directamente se pone a hablar en voz alta (en ese largo parlamento que inicia diciendo «Es increíble...»), recapitulando todo lo dicho por la anciana, y poniendo en limpio las ideas principales y los conceptos a recordar por el lector. La información acaba resultando redundante, y dice poco de la confianza del autor en su propia pericia narrativa y, peor aún, en la inteligencia del lector
.

Por otra parte, en el relato que la anciana hace de los sucesos de Alcahaz volvemos a encontrar algo que ya señalamos en otro momento: el intento risible de reproducir el habla popular mediante interjecciones y apócopes campechanos: ná, pa’, pa’lante... Es de esos autores que piensa que por escribir tó, ná y algún «de que», ya nos crea la ilusión de estar escuchando a los campesinos hablar. La ambientación popular pasa también por incluir unos entrañables fragmentos de copla en la voz de una campesina que fríe pestiños. Lástima que la elección de
Ojos verdes
y
Tatuaje
esté un poco desviada, pues tales coplas se hicieron populares después de la guerra, ya en los años cuarenta. Como poco creíble resulta el curita cañón que, siendo un «hombre bastante mayor», es capaz de ir cada tarde desde Lubrín hasta Alcahaz pedaleando en «una pesada bicicleta de hierro» «con la sotana remangada», y estar de vuelta en Lubrín para la misa de las ocho. Nos impresiona la fuerza que tienen esas piernas «blancas y canijas», sobre todo si recordamos cómo era el acceso a Alcahaz cuando lo hizo Santos (una pista forestal que trepaba por la sierra, un camino que «se encrespa por la espalda de la sierra», de gran pendiente, por donde casi no podía subir el coche). Aunque tampoco debería sorprendernos mucho, pues a fin de cuentas el cura tiene el vigor propio de la gente de estas tierras, indolentes pero de gran fuerza, incluso los ancianos y los niños. Recordemos a aquel niño de dientes de leche que en el tercer capítulo de la primera parte aseguraba ir todos los días, al salir de clase, al campo a ayudar a su padre, treinta kilómetros de ida y treinta de vuelta, en bicicleta e, imaginamos, sin dejar de fumar
.

Detalles todos, en fin, que hacen que nos distraigamos de lo que podría ser un texto inapelable por la dureza de lo narrado —unas mujeres golpeadas por una tragedia—, pero que por la inmadurez del autor se desfigura y malogra hasta sus intenciones originales
.

Nos apuntamos, por último, para no descuidar la colección que estábamos ampliando, una expresión de cursilería destacada: dicho de la melodramática anciana (de la que se nos dijo que «ni lágrimas le quedaban»), «sus manos cercaban las sienes de piel vetusta». Ahí es nada
.

IV

—Me siento extraña... Después de tantos años apenas conocía a mi madre, su vida, su pasado. Y lo que es peor: ni siquiera me había interesado, no había hecho nada por saber, no le había preguntado.

Ana calló e hizo un gesto de fastidio mientras volvía la mirada hacia la ventanilla, donde la sierra acortaba el paisaje, y el sol comenzaba una tarde más su descenso lento hacia el lecho de la noche. La carretera se extendía delante del automóvil, interminable y sola, y sobre su calzada, Santos y Ana, en silencio, podían imaginar perfectamente, incluso ver, delante del coche, el camión de cuarenta años atrás, el viejo cacharro enorme y destartalado, cubierto de banderas como sábanas, y los hombres —ancianos, jóvenes, niños—, sentados en la parte trasera, en el cajón, riendo para esconder el miedo, algunos de pie, apoyados en los adrales a punto de vencerse de peso, apoyados como en un balcón de cualquier calle, fumando cigarrillos compartidos, cantando tal vez estrofas sueltas de canciones de coraje, o mirando al vehículo de detrás, al coche amarillo con matrícula de Madrid en el que un hombre y una mujer, con los ojos llenos de tiempo, completaban o imaginaban un viaje incierto hacia un pasado que no era el de ellos, o tal vez sí.

—No conocemos a nadie, todo es un engaño —dijo ella, mirando apenas a Santos, que desatendía la carretera para espiar el perfil de la sierra y poder recordar el lugar exacto donde comenzaba el camino borrado. «Vivimos treinta, cuarenta años junto a una persona, compartiendo cada día, cada momento, hablando de todo, de cualquier cosa, creyendo que intimamos pero en verdad no sabemos nada, vivimos con una persona desconocida.»

—Todo el mundo tiene su secreto, si es a lo que se refiere —añadió Santos, que desaceleraba el coche, creyendo cercana la desviación.

—No es sólo eso. Entiendo que cada uno posea un terreno cerrado a los demás, la intimidad es necesaria, pero el problema es otro: que en realidad no queremos saber, unas veces por indiferencia, otras porque en verdad es preferible no saber. Ella es mi madre, es la única persona en el mundo con la que he tenido una relación tan estrecha. Ni mis amigas de la juventud, ni mis compañeros de trabajo, nadie. Ella. Y yo creía saberlo todo, pero no: desconocía lo más importante, la mayor tragedia que tuvo en su vida, algo en lo que ella no habrá dejado de pensar ni un solo día en cuarenta años, y nunca me contó nada... Ni yo le pregunté nada. Yo no podía adivinarlo, claro. Pero tampoco le dije nunca «¿hay algo en tu vida de lo que no me hayas hablado y quieras hacerlo?». Incluso, cuando yo era adolescente, tuve cierta distancia con ella, ya sabe, las peleas propias de una madre y una hija, pero tal vez en algún momento ella quiso hablar y yo no escuché. Hoy lo he sabido todo por una casualidad, porque ha aparecido usted que quería saber. Si no... Ella podía haber muerto esta misma mañana, cualquier día, está muy mayor. Y yo nunca habría sabido, ¿se da cuenta?

—No se preocupe, lo suyo no es una excepción, es algo común. Quiero decir que es algo muy extendido, es lo normal: vivimos rodeados de completos desconocidos, incluso las personas que creemos más cercanas. Usted tiene razón, nadie quiere saber... Y peor aún: los que saben, olvidan. Debe de haber cientos de sitios como Alcahaz, miles de personas que, como su madre, guardan un pasado oscuro. Cada uno tiene, tenemos, una parcela de oscuridad en nuestro pasado, un tiempo que preferimos enterrar, que confiamos al olvido.

—Pero se trata de mi madre, mi familia. ¿Cuánta gente habrá que lo desconozca todo de sus propios padres, de la vida que llevaron antes de que se casaran y le tuvieran como hijo? Pienso en mi padre: murió hace casi veinte años, y yo creía, hasta hoy, saberlo todo de él. Un hombre sencillo, de campo, trabajador desde pequeño, conductor del ayuntamiento, murió en accidente de coche. Pero hoy dudo; tal vez él tenía un pasillo oscuro en su juventud, en su infancia, al que yo nunca llegué... Al que no quise llegar. Si lo pienso ahora, me doy cuenta de que ni siquiera sé qué fue de él durante la guerra. Sé lo básico, lo anecdótico: que lo movilizaron los republicanos y condujo ambulancias hasta el final de la guerra. Ni siquiera era republicano, pero cumplió cuatro años de cárcel. Y eso es todo. Nunca le pregunté por esos años, qué sintió, qué miedo pasó, si tuvo que matar alguna vez. Cosas que tal vez condicionaron el resto de su vida, y que yo no quise saber.

Quedaron unos segundos en silencio, abandonados al paisaje, al ruido del motor, a la carretera. Por fin ella habló, adoptando un tono cercano:

—¿Y usted?

—Yo, ¿qué? —respondió Santos, intimidado.

—Usted, su pasado. ¿Tiene muchos pasillos oscuros? Ha dicho que todos los tienen, y se ha incluido en ellos.

—Así es... Todos tenemos —dudó Santos, que deseaba encontrar pronto el camino para no tener que seguir hablando, para no tener que contar lo suyo, su oscuridad que en los últimos días era de una claridad insoportable, luminosa.

—No se preocupe, no tiene que hablar de ello si no quiere... Pero hábleme de sus padres... Usted, ¿lo sabía todo de ellos? Quiero decir si cree que hay alguna oscuridad que no llegó a conocer.

—Digamos que mis propios pasillos más sombríos son comunes a los de mis padres... Es algo que ocurrió en mi infancia, sobre lo que no quería volver más... Pero los acontecimientos de estos días, lo de Alcahaz, su madre... Me han hecho volver a aquellos días, que yo creía prácticamente olvidados... Yo era muy pequeño entonces, esas cosas se olvidan si uno quiere, el olvido en el fondo es una elección. Y yo elegí olvidar, pero al parecer no puse mucha voluntad, por cuanto hoy el pasado se me viene encima como un tardo equipaje del que no llegué a desprenderme.

—¿Se siente culpable?

—Motivos tengo para sentirme así. Pero creo que no, no me siento culpable de lo que ocurrió, porque yo era un niño, ajeno a la culpa como a otros sentimientos. A cambio, me siento culpable por haber elegido olvidar, por haber vivido tantos años de espaldas a mi pasado, a la memoria de mis padres de la que soy el único responsable, el único albacea. No tengo hermanos, ni más familia, por tanto de mí depende que mis padres, lo que fueron o dejaron de ser, se recuerde o se olvide para siempre, como las vidas de tantos miserables, ese inmenso tropel de muertos anónimos sobre los que se ha levantado el mundo, sobre los que se escribe la historia toda... Creo que era Camus quien escribió algo así. Pero quién se acuerda de Camus ya, quién se acordará en unos pocos años más.

—Usted se acuerda... No debe sentirse culpable... Usted no ha olvidado: ha elegido saber, y también que los demás sepan, me refiero a lo de Alcahaz. Usted estuvo allí, ha sabido lo que pasa... Y ha elegido seguir, cuando lo fácil sería marchar de vuelta a Madrid, y olvidar, porque al final todo se olvida.

—No crea que no lo he pensado... Quiero decir que no sé si merece la pena esto: han pasado cuarenta años, ya no tiene remedio y...

—Pero ha elegido hacerlo. No podemos dejar que esto se olvide, que pase el tiempo y ese pueblo desaparezca del todo y mueran los pocos que lo recuerdan, y ya nadie más sepa nunca lo que ocurrió... Eso permitiría la impunidad de los responsables, ¿no cree?

—Sí, tiene razón —dijo Santos, breve, eligiendo ahora el silencio para no seguir hablando, porque entonces tendría que contar mucho más, hablar de sí mismo, no ya sólo de sus pasillos más oscuros, los de aquel incidente fatal en un pueblo extremeño, su pueblo, sino de los más recientes, de su trabajo actual, que más que permitir, concedía la impunidad a un criminal como Mariñas, le regalaba el olvido, falseaba la memoria.

—¿Qué piensa hacer después? —preguntó Ana, sacando a Santos del ensueño—. Me refiero a qué haremos con esas mujeres, si están vivas como usted dice.

—Supongo que avisaremos a las autoridades... Esas mujeres necesitan ayuda. Aunque poco se puede hacer por ellas, es cierto. Son demasiados años, demasiada locura continuada.

Habían dejado Lubrín después de un almuerzo rápido y sin apetito en casa de Ana, con la madre aún conmocionada tras el relato. Comieron en silencio, evitando hablar más del pueblo. Santos, cordial, provocó cualquier otro tema de conversación, algo anecdótico para espantar malos recuerdos: divirtió a las mujeres durante la comida, hablando de su trabajo
negro
, de los discursos que escribía a pequeños prohombres del régimen, cómo retorcía frases barrocas pero huecas que hacían las delicias de sus clientes —por supuesto, contó sólo una parte de su trabajo, la más inocente, nada que le comprometiese, nada sobre Mariñas. Parodió algunos discursos que recordaba de memoria, imitando como podía la voz del concejal o director general de turno, llenando de solemnidad sus palabras vacías. Inoportuno para los chistes, optó por contar la dudosa anécdota de los españoles ilusos, siempre recurrente: en cierta ocasión un alto funcionario —no Santos, él no era elegido para asuntos tan graves— tuvo que preparar una intervención para el mismísimo Jefe de Estado, Caudillo de España, Jefe Nacional del Movimiento y Generalísimo de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, con motivo de un encuentro de regiones fronterizas entre España y Portugal a cuya clausura asistía y participaba nuestro ya enterrado bienhechor. En medio del discurso, que recuperaba momentos históricos de fraternidad entre los pueblos, el pequeño general —de quien se podrían contar tantas anécdotas como crueldades— hacía en varias ocasiones un llamamiento a los dos pueblos, en tono vocativo, y en lugar de decir «¡españoles y portugueses!», se atuvo al texto escrito por el funcionario de confianza —que se había esforzado por lograr una prosa brillante, culta— y levantó la voz, ya fatigada, para gritar «¡españoles y lusos!», que venía a decir, en su grito,
españoles ilusos
, lo cual tenía no poco de sarcasmo en boca de tan gran ilusionista, y dio lugar, tras la retransmisión del discurso en la televisión y el NO-DO, a un fácil chiste que tuvo éxito por todo el país.

Convinieron en salir tras el almuerzo hacia Alcahaz: era necesario que fueran, ya que ellas aún no podían creer que hubiera alguien vivo en aquel pueblo maldito, por mucho que Santos hubiera descrito cada minuto que pasó junto a aquellas mujeres enfermas. Decidieron por tanto ir, para una vez comprobada su existencia —el propio Santos llegaba a dudar de lo visto, como una alucinación o un mal sueño, tal vez pensando en un fenómeno fantasma parecido a
Pedro Páramo
—, acudir luego a la guardia civil o incluso al gobierno civil en la capital de la provincia, para dar parte de lo que allí sucedía. No obstante, cuando después de comer llegaron a la plaza y se dispusieron a entrar en el automóvil de Santos, la madre sufrió un ligero desvanecimiento, seguido de náuseas que ella achacó al mal estado de algo en el almuerzo, pero que tenía más de miedo, de buscar un pretexto para no regresar a Alcahaz, para no enfrentarse a sus antiguas vecinas. Así fue como ella, con unos paños de agua fría en la frente, se quedó tumbada en la cama, mientras Santos y Ana marchaban en busca del pueblo.

Cuando, tras varios errores que hicieron a Santos desandar el camino, encontró el lugar donde debía desviarse de la carretera, atravesaron el tramo de tierra removida hasta llegar por fin al camino, mientras el sol ya escondía parte de su escudo tras la cresta de la sierra.

—Es increíble. Está claro que querían negar el pueblo en todos los sentidos, que nadie supiera nunca más. Incluso borraron el camino, qué barbaridad —dijo Ana indignada, mientras el coche daba saltos por entre las piedras.

Comenzaron el ascenso a la sierra, el camino ya por Santos conocido, que había hecho de noche la primera vez, cuando subió al pueblo, y recordaba ahora cómo debía actuar en cada cruce, tomando siempre la desviación de la derecha, para ascender el lomo terroso de la sierra, dando vueltas entre bosques de sombra hasta que, en una vuelta del camino, detuvo el coche en una pequeña terraza que caía hacia una garganta encajonada en la montaña. Bajaron del auto y miraron hacia la garganta: a menos de trescientos metros estaba Alcahaz, que ahora, visto desde la altura y a la luz del día, aparecía más desolado si cabe: se veían bien todos los tejados mellados, las paredes ruinosas, la iglesia herida, la cicatriz abierta del tiempo en cada piedra.

—No se ve a nadie —dijo Ana, encogida ahora por el viento acuchillado de la sierra y la visión del pueblo. Tal vez hasta el último momento se había agarrado a la esperanza de que ese pueblo no existía, prefería creer que Santos mentía (un hombre extraño que llega a Lubrín, no hay por qué creerle). Ahora, al ver el pueblo como una postal destrozada, intentaba convencerse de que aquellas casas estaban deshabitadas, que no existían las mujeres o pájaros negros, recuperando de golpe todos los miedos de la infancia, Alcahaz.

—Estarán metidas en las casas. Cuando yo llegué, hace dos noches, tardé un rato en encontrar a alguien. Bajaremos.

Continuaron el camino en el automóvil, hasta llegar a la entrada del pueblo, donde Santos aparcó en el mismo lugar de la primera vez en que sus faros alumbraron el cartel oxidado que ahora, con el crepúsculo, retenía un chispazo del último sol. Santos bajó del coche, mientras Ana tardó aún medio minuto, paralizada como estaba en la visión del cartel, el nombre arrancado de las historias de terror para niños, Alcahaz. Tal vez su estremecimiento era mayor porque el pueblo, ahora al fin visto de cerca, ofrecía demasiadas semejanzas con el que su imaginación había construido durante años, piedra a piedra, la calle, las casas, la iglesia, la devastación. Tan sólo faltaban las mujeres, los seres que vivían fuera del tiempo y del mundo, encerradas en el pueblo que era una gran jaula, Alcahaz,
al-qafas
en árabe, jaula grande para pájaros, para estas mujeres hasta ayer irreales.

—Vamos, no tema —dijo Santos, ofreciéndole la mano a Ana, que bajó del coche y entró en el pueblo tomada de la mano de Santos, como una mano última a la que agarrarse mientras cruzaban el territorio de la memoria y del miedo (la memoria de él, el miedo de ella, intercambiables en verdad), las casas en ruinera, el viento que asolaba el pueblo a placer, entrando en la intimidad de las construcciones a través de las grietas, silbando en las maderas quebradas de las puertas. Apretada la mano de Santos, Ana caminaba despacio, llevada por él como en un mal sueño en el que no podemos elegir el camino, observando cada detalle de una nitidez dolorosa, una teja hendida, una pared mal apoyada, un resto de cortina ondeando bandera a la tarde, un pedazo de viga en el suelo; Ana espiaba cada detalle con afán de encontrar un indicio de falsedad, una prueba de que aquello no era cierto, que no sucedía; temiendo el momento en que alguna mujer saliera de una casa, imaginando para esa mujer un rostro común, para que de esa forma la sorpresa fuera menor (es más fácil hacer frente a un rostro que ya conocemos, aunque sea imprevisto). Pero por más que lo intentaba, un único rostro acudía a su mente, unos ojos, una cabeza pequeña, la de su madre: esperaba ver salir a su madre de cualquier casa, correr hacia ellos con la mirada llena de locura, porque Ana era consciente de que su madre se salvó pero igualmente podía haber quedado entre las mujeres que desde entonces repiten un mismo día, podía ser una más de las locas, de las mujeres atrapadas, ella reconoce que incluso lo deseó, como una difusa esperanza para vivir, para seguir. Durante cuatro décadas, su madre había sido un ser común, sin misterio, alguien que vivió un pasado indefinido que narraba como una infancia ordinaria en una casa de campo, como tantas otras infancias del sur, la de Mariñas, la de Santos. Ahora no, ahora su madre era otra, la otra, la mujer que vivió entre estas paredes manchadas de olvido, y que lo ocultó a todos durante décadas, a su hija, a su marido, a ella misma en lo más íntimo.

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