Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan
La tienda de los Gupta había sido llamada alguna vez Taj Mahal, pero ahora, después de varias décadas de limpiar grafitis y carteles, el logo se había desvanecido hasta tal punto que sólo permanecía visible la ilustración en color rosa de la deslumbrante atracción india. Era extraño que tuviera tantos minaretes.
Alguien había borrado un poco más el logotipo, pintando un diseño hermético de líneas y puntos de color naranja fluorescente con aerosol. El diseño críptico aún estaba fresco. La pintura seguía brillando, y algunos hilos chorreaban ligeramente por los bordes.
Vándalos. En su vecindario.
Sin embargo, los candados estaban en su sitio, y la puerta en buen estado.
Ángel giró la llave. Los dos cerrojos
se abrieron y el ex luchador entró renqueando.
Todo estaba en silencio. No había electricidad, el frigorífico estaba apagado, y todas las carnes y pescados se habían descompuesto. La luz del último estertor del atardecer se filtraba entre las persianas de acero de las ventanas como una niebla dorada y naranja. El interior de la tienda estaba oscuro. Ángel había traído dos teléfonos móviles. Estaban en mal estado y la opción de llamadas no estaba activada; pero ambos tenían batería y las pantallas todavía se iluminaban. Gracias a una fotografía que había tomado de día, vio que las pantallas funcionaban muy bien como linternas, colgadas de su cinturón, o atadas a su cabeza para así poder trabajar en la oscuridad.
La tienda estaba en un desorden absoluto. El suelo estaba cubierto de arroz y lentejas que se habían derramado de varios recipientes que ya no tenían sus tapas. Los Gupta nunca habrían permitido algo así.
Ángel comprendió que algo iba mal.
El olor a amoniaco destacaba por encima de todo. No se trataba del limpiador que usaba para los baños, que tenía un olor que le hacía llorar, sino de algo más fétido. No tenía la pureza de un producto químico, sino un aroma orgánico y turbio. Su teléfono iluminó varios senderos de un líquido anaranjado en el suelo húmedo y pegajoso: conducían a la puerta del sótano.
El sótano de la tienda se comunicaba con el restaurante, y también con los pisos inferiores del edificio donde vivía Ángel.
Abrió la puerta de la oficina de los Gupta empujándola con el hombro. Sabía que ellos guardaban una vieja pistola en el escritorio. La encontró; el arma era pesada y estaba grasienta, muy diferente de las armas relucientes que él había utilizado alguna vez. Se enfundó uno de los teléfonos en su cinturón y regresó a la puerta del sótano.
La pierna le dolía más que nunca, pero el veterano luchador comenzó a bajar las escaleras resbaladizas. Al fondo había una puerta. Ángel notó que estaba rota del lado de fuera. Alguien había entrado en la tienda desde el sótano.
Más allá de la bodega, Ángel escuchó una especie de silbido sostenido y prolongado. Entró con el arma en una mano y el teléfono en la otra.
Otro dibujo se destacaba en la pared. Se parecía a una flor de seis pétalos, o tal vez a una mancha de tinta: el centro era dorado, los pétalos pintados de negro. La pintura brillaba todavía, y Ángel la iluminó con el teléfono antes de escurrirse por la puerta a la habitación contigua: quizá era un insecto y no una flor.
El techo era bajo, reforzado con vigas de madera.
Ángel conocía bien aquel sitio. Un pasadizo conducía a una escalera estrecha que daba a la acera, donde recibían las cajas de víveres tres veces por semana.
El otro pasadizo conducía a su edificio. Caminó hacia allá y golpeó algo con la punta del zapato.
Alumbró el suelo
con el teléfono. Tardó en comprender lo que veía. Una persona dormida. Luego otra. Y dos más cerca de las sillas amontonadas.
No estaban dormidas, pues no escuchó ronquidos ni respiraciones profundas, y sin embargo, no estaban muertas, porque no tenían el olor de los cadáveres.
En ese mismo instante, el último rayo solar desapareció del firmamento de la costa este. La noche cayó sobre la ciudad; los recién convertidos respondían de manera muy literal al edicto cósmico del alba y del crepúsculo solar.
Los vampiros dormidos comenzaron a moverse. Ángel había tropezado sin darse cuenta con una madriguera de muertos vivientes. No necesitaba verles las caras para saber que aquello —un tumulto levantándose del suelo de un sótano oscuro— no era algo de lo que quisiera formar
parte, y mucho menos presenciar.
Avanzó por el espacio angosto junto a la pared hacia el pasadizo que conducía a su edificio —del que había visto sus dos extremos, pero que jamás había tenido la oportunidad de recorrer—, y vio más figuras levantarse y bloquearle el camino. Ángel no les gritó ni les hizo ninguna señal de advertencia. Disparó, pero no estaba preparado para la intensidad de la luz y del sonido en el interior de un espacio tan reducido.
Tampoco lo estaban sus objetivos, que parecieron más afectados por la detonación y el destello brillante de la llama que por las balas de plomo que traspasaron sus cuerpos. Disparó tres veces más con el mismo resultado, y luego otras dos, por detrás, al sentir que se aproximaban a él.
El cargador
de la pistola quedó vacío.
Ángel arrojó el arma al suelo. Sólo tenía una opción. Una vieja puerta que no había abierto nunca porque no había podido; no tenía pomo, y estaba empotrada en un marco de madera compacta, rodeado por un muro de piedra.
Ángel creía que era una puerta accesoria. Se dijo a sí mismo que se trataba simplemente de una tabla débil, de balsa. Tenía que romperla. Agarró el teléfono, bajó su hombro y corrió hacia ella con todas sus fuerzas.
La madera se desprendió del marco, arrojando polvo y mugre, mientras la chapa cedía y se abría de golpe. Ángel cojeó, tropezando con lo que tomó por una banda de gamberros que estaban al otro lado.
Los exploradores sacaron sus pistolas y espadas de plata, asombrados por el tamaño de Ángel, listos para dispararle.
—
¡Madre santísima! —
exclamó Ángel.
Gus, que lideraba el grupo, estaba a punto de liquidar a aquel vampiro hijo de puta cuando lo oyó hablar, y en español. Las palabras lo detuvieron a él —y a los Zafiros cazavampiros que estaban detrás— justo a tiempo.
—Me lleva la chingada, ¿qué haces tú acá, muchachón?
—dijo Gus.
Ángel no respondió, dejando que su expresión facial hablara por él mientras se daba la vuelta y señalaba hacia atrás.
—Más chupasangres —dijo Gus, captando el gesto—. Por eso estamos aquí.
Miró al hombretón. Había algo noble y familiar en él.
—¿Te conozco?
—le preguntó Gus, a lo cual el luchador respondió con un breve encogimiento de hombros, pero sin musitar palabra.
Alfonso Creem cruzó la puerta, armado con unas pinzas de plata de empuñadura gruesa en forma de campana para protegerse de los gusanos de sangre. Este accesorio no preservaba su otra mano, que estaba descubierta, a excepción de una manopla de plata que tenía inscrito el apellido C-R-E-E-M en diamantes falsos.
Atacó a los vampiros, repartiendo tajos furiosos y golpes brutales a diestra y siniestra. Gus venía detrás, con una lámpara de rayos UV en una mano y una espada de plata en la otra. El resto de los Zafiros los seguían de cerca.
Nunca pelees en un sótano
es un axioma de las peleas callejeras —y de la guerra— que pierde validez en una cacería de vampiros. Gus habría preferido lanzar una bomba incendiaria allí, si eso garantizara plena mortandad. Pero esos vampiros parecían tener siempre otra salida.
Había más vampiros de los que esperaban, así como ríos de sangre blanca, semejante a leche agria y espesa. Aun así, no dejaron títere con cabeza, y cuando terminaron de hacerlo, regresaron junto a
Ángel, que estaba de pie al otro lado de la puerta despedazada.
Lo encontraron en estado de shock. Había reconocido a los Gupta entre las víctimas de Creem, y no podía sobreponerse al espectáculo de sus caras de zombis ni a los aullidos que emitían las criaturas cuando el colombiano les cercenó la garganta, de las que emanaba esa sangre blanca llena de gusanos.
Eran la clase
de vándalos a los que él golpeaba en las películas.
—¿Qué chingados pasa?
¿Qué es todo esto? —preguntó Ángel.
—El fin del mundo —le contestó Gus—. ¿Tú quién eres?
—Yo soy... nadie... Yo ya no soy nadie —dijo Ángel, sobreponiéndose—. Trabajaba aquí. —Señaló en cierta dirección—. Vivo allá.
—Todo tu edificio está infestado.
—¿Infestado? ¿Realmente son...?
—¿Vampiros? A
güevo
que sí.
Ángel se sintió desorientado; no podía estar sucediendo algo semejante. Un torbellino de sensaciones se apoderó de él, y Ángel reconoció una que lo había abandonado hacía mucho tiempo: la emoción.
Creem apretó su manopla de plata.
—Deja a este viejo... Esas cosas están despertando en toda la bodega, y a mí todavía me sobran ganas.
—¿Qué dices? —preguntó Gus, dirigiéndose a su compatriota—. Aquí ya no hay nada para ti.
—Mira esa rodilla —dijo Creem—. Nos va a detener. Y yo no quiero convertirme en uno de esos bichos.
Gus sacó una pequeña espada de la bolsa de los Zafiros y se la entregó a Ángel.
—Éste es su edificio, compadre. Vamos a ver si puede ganarse el pan.
L
os vampiros que vivían en el edificio de Ángel se aprestaron para la batalla, como si hubiera sonado algún tipo de alarma psíquica. Los muertos vivientes salieron de todas las puertas, sorteando sin dificultad los pasillos y alcanzando las escaleras.
Ángel vio a una vecina suya, de setenta y tres años, que antes no podía moverse sin un andador, apoyándose en la barandilla para saltar por el hueco de la escalera. Al igual que los demás, ella se movía con la gracia sorprendente de los primates.
En sus películas, los enemigos se anunciaban siempre con el ceño fruncido, dándole protagonismo al héroe tras avanzar lentamente antes de ser asesinados. Ángel no se «ganó» precisamente «su sustento», aunque su fuerza bruta le dio ciertas ventajas. A pesar de sus limitaciones físicas, su conocimiento de la lucha libre acudió de nuevo a él en los combates cuerpo a cuerpo. Y una vez más se sintió como un héroe en acción.
Al igual que los espíritus malignos, los muertos vivientes seguían apareciendo como si hubieran sido convocados desde los edificios circundantes. Era una oleada tras otra de criaturas pálidas, pululando desde los pisos inferiores con sus apéndices sanguinolentos. Las paredes del edificio residencial se habían vuelto blancas. Los Zafiros peleaban de la misma forma que los bomberos combaten incendios, retrocediendo, sofocando estallidos y atacando los puntos álgidos. Funcionaban como un pelotón de ejecución implacable, y Ángel se sorprendería posteriormente de haber sobrevivido a su asalto nocturno iniciático. Dos de los colombianos fueron aguijoneados, sucumbiendo ante el flagelo, y no obstante, cuando terminaron, los Zafiros sólo parecían querer más.
Comparado con esto, dijeron, la caza diurna era una brisa.
Una vez contuvieron la marea, uno de los colombianos encontró un paquete
de cigarrillos y todos empezaron a fumar. Ángel llevaba años sin hacerlo, pero el sabor y el olor del tabaco sofocaban el hedor de las criaturas muertas. Gus vio el humo disiparse y pronunció una oración silenciosa por las almas de los difuntos.
—Hay un hombre —dijo Gus—. Un viejo prestamista en Manhattan. Él fue quien me dio las primeras pistas sobre estos vampiros. Él me salvó el alma.
—No tiene sentido —objetó Creem—. ¿Para qué ir al otro lado del río cuando estamos matando a montones aquí?
—Lo entenderás cuando lo conozcas.
—¿Y cómo sabes que todavía está vivo?
—Está vivo. Cruzaremos el puente con la primera luz.
Ángel decidió ir a su apartamento para echarle un último vistazo. La rodilla le dolía mientras permanecía de pie mirando a su alrededor: la ropa sin lavar amontonada en un rincón, los platos sucios en el fregadero, la sordidez de todo el lugar. Nunca se había sentido orgulloso de la vida que llevaba, y ahora sintió vergüenza. Tal vez, pensó él, todo el tiempo supo que estaba destinado para algo muy grande, algo que nunca podría haber previsto, a la espera de una simple llamada.
Echó algunas prendas en una bolsa de plástico, incluyendo las férulas de la rodilla y, por último —casi avergonzado, porque tomarla entre sus manos equivalía a reconocer que era su posesión más querida, el único vestigio de lo que alguna vez fue—, agarró
la máscara de plata.
La dobló en el bolsillo de su chaqueta y, con ella apretada contra su corazón, advirtió, por primera vez en varias décadas, que se sentía bien consigo mismo.
Flatlands
E
PH TERMINÓ DE CURAR
las lesiones de Vasiliy, prestándole particular atención al orificio que le había perforado el gusano en su antebrazo. El exterminador de ratas había sufrido varias lesiones de consideración, pero ninguna permanente, a excepción de una cierta disminución auditiva y un zumbido en el oído derecho. El fragmento metálico aún asomaba en su pierna, haciéndole cojear, pero Fet no se quejaba. Todavía seguía en pie. Eph se admiró de ello, y se sintió como un niño mimado, como un universitario privilegiado de la Ivy League. A pesar de su educación y de todos sus logros académicos, Eph se sentía infinitamente menos útil a la causa que Fet.