Órbita Inestable (2 page)

Read Órbita Inestable Online

Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Órbita Inestable
12.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

A veces odio a los Gottschalk, pensó Flamen, no tanto por lo que son, sino por lo que ellos piensan que son los demás. A nadie le gusta ser tratado como un idiota miope.

Tras reflexionar un poco, dio instrucciones a sus ordenadores para que buscaran tres cosas: el lugar donde los Gottschalk estaban enviando todo su equipo, lo cual podría ser muy esclarecedor; informes de cualquier reciente progreso técnico que pudiera conducir a la comercialización de un producto enteramente nuevo; y todo indicio, por tenue que fuera, relativo a las actuales luchas intestinas dentro del trust. Puesto que no había absolutamente ninguna esperanza de conseguir nada explotable para la emisión de hoy, situó el tema para estudiarlo con mayor profundidad la noche siguiente, y volvió al material inmediatamente explotable.

La caza de los rumores, como el correr detrás de las mariposas con una redecilla, era uno de sus principales talentos profesionales, y el hecho de que era bueno lo probaba el que su emisión había sobrevivido… mutilada, tenía que admitirlo, pero la pérdida de una pierna era mejor que ser amortajado para cremación. De todos modos, esa patente verdad no lo tranquilizó demasiado cuando observó la selección final de siete temas, con tres en reserva para prevenir el riesgo de que algo fuera rechazado por la red CG. Antes de efectuar ningún tipo de acusación contra nadie, su contrato le obligaba a dejar que los propios ordenadores del Cuartel General de la Holocosmic revisaran sus datos de base, y algunas veces su índice caía por debajo del límite fijado por la firma que les aseguraba contra el riesgo de perder demandas por libelo. Recientemente le había sido rechazado por término medio un tema a la semana, demasiados desde el punto de vista de Flamen; sin embargo, había buenas razones para reprimir sus deseos de quejarse.

Hoy era una magra cosecha. De todos modos, pensó, al menos ahora sabía que tenía material suficiente para la emisión. Podía tomarse el tiempo necesario para comer algo. Pero la comida le supo a ceniza cuando se obligó a tragarla.

4
P.: ¿Quién era esa serpiente que vi contigo la noche pasada?
R.: No era una serpiente, era mi actual amante, que resulta que es una pitonisa.

El mecanismo de la flotacama estaba empezando a mostrar síntomas de cansancio. Había sido comprada de segunda mano, y aunque tenía un metro treinta de ancho no había sido diseñada para ser usada por dos personas. Así que de lo primero que se dio cuenta Lyla Clay al despertarse fue de que, como de costumbre, había permanecido durmiendo rígida para evitar la esquina superior izquierda donde el soporte era más débil y, tendida sobre su brazo derecho, había impedido la correcta circulación del miembro. Desde el codo hasta la punta de los dedos todo el brazo le resonaba como una campana con la agonía de las sensaciones que vuelven.

Abrió los ojos irritada, para descubrir a un hombre al que no conocía sonriéndole. Sus labios se agitaban en un completo silencio, pero no captó inmediatamente las implicaciones de todo aquello.

Estaba completamente desnuda; sin embargo, no tenía ninguna razón para avergonzarse de su cuerpo, que era esbelto, joven y uniformemente bronceado; y el reflejo heredado de su infancia algo chapada a la antigua que la impulsaba a tender el brazo en busca de una inexistente sábana —los circuitos calefactores de la cama, al menos, estaban funcionando correctamente— fue impedido por el calambre de su brazo. De todos modos, se dijo, no era la primera vez en sus veinte años que se despertaba para encontrarse siendo admirada por un hombre cuyo rostro y nombre le eran completamente desconocidos.

Entonces el desconocido se disolvió en una lluvia de copos rosas y púrpuras, y recordó la Tri-V que Dan y su amigo Berry habían arrastrado por el pasillo desde el ascensor, ayer, en medio de mucho sudor y muchas maldiciones. Antes no habían tenido una Tri-V en el apartamento…, tan sólo una antigua TV no holográfica que no ofrecía nada más interesante que las transmisiones de los tres satélites 2-D supervivientes gracias a las insistencias de la CPC. Puesto que estas emisiones eran radiadas principalmente a la India, África y Latinoamérica, y ni ella ni Dan hablaban hindi o swahili, y tan sólo unas cuantas palabras de es-pañol, apenas se molestaban en conectarla a menos que estuvieran orbitando. Por lo tanto, no importaba que los programas se dedicaran principalmente a asuntos tales como el cavar letrinas, atrapar peces, y el reconocimiento de los síntomas de las enfermedades epidémicas… De hecho, tal como Dan había señalado en una ocasión, si ellos hubieran tenido una porción de tierra en la que poder cavar letrinas, la información hubiera podido resultarles útil la siguiente vez que se les atascaran los sanitarios.

Miró a su alrededor en busca de Dan, y lo encontró al otro lado de la cama. Afeitadora en mano, estaba buscando un lugar en la pared donde la sanguijuela magnética al extremo del cordón pudiera extraer algo de energía, casi como un narcómano buscando algún trozo de piel donde clavar la jeringuilla. Localizó una sección donde el cable inductor aún no estaba corroído; la afeitadora empezó a zumbar, y se dispuso a reparar los defectos de su barba. Tenía que soportar la maldición de grandes redondeles carentes de pelo en ambas mejillas.

Un par de latidos de corazón más tarde, la Tri-V recuperó milagrosamente su sincronización. Radiante y gesticulante, el nombre en la pantalla reanudó su silenciosa diatriba.

Lyla se sentó en la cama y cruzó su urticante brazo sobre su pecho, frotándolo con las puntas de los dedos de su otra mano.

—¿Por qué no haces una señal en la pared para no tener que estar buscando la próxima vez? —dijo sin mirar a Dan, paseando distraídamente sus ojos por el contenido de la habitación. En la bandeja de cobre de Henares, delante del altar del Lar, había un lodoso montón de pseudo-orgánicos; evidentemente alguien había recordado justo a tiempo echar allí los libros cuya fecha de expiración se estaba aproximando, y puesto que ella no recordaba haberlo hecho, debía de haberse tratado de Dan. Un hilillo seco de vino tinto corría pared abajo desde la esquina de la mesa, que había sido doblada contra la pared sin limpiar-la antes. El estante que contenía su genuino candelabro de siete brazos del siglo XX estaba recubierto de ceniza pulverulenta, debido a que ella había insistido en quemar siete tipos distintos de agarbati a la vez… Frunció la nariz ante el recuerdo.

En pocas palabras, el lugar era un revoltijo.

Dan hizo una pausa en su tarea de aplicar, uno a uno, pelo sintético al adhesivo con el que se había embadurnado las mejillas.

—Oh, finalmente te has despertado, ¿eh? Iba a empezar a sacudirte. ¿No sabes la hora que es?

Hizo un gesto hacia su nueva adquisición, la Tri-V, como si se tratara de un reloj.

Lyla se lo quedó mirando sin comprender.

—¿No reconoces a Matthew Flamen? Infiernos, ¿cuántos hurgones crees que quedan en la tridi? Es su programa del mediodía, y ya está a más de la mitad. ¡Escucha!

Alzó una pierna desnuda y golpeó con ella el control de sonido del bajo cajón de donde surgía la pantalla holográfica, de un centímetro de espesor, que se proyectaba como una vela del casco de un yate. Calculando mal su equilibrio, cayó sentado en la esquina de la cama. El repentino peso fue demasiado para el fatigado mecanismo, y Lyla se encontró depositada en la base de la cama con acompañamiento de un gemido de gas escapándose.

La voz congraciadora de Flamen dijo:

—En este mundo que es terrible tan a menudo, ¿no sienten ustedes envidia de la sensación de seguridad que tienen aquellas personas que han instalado trampas Guardian en sus puertas y ventanas? No podrán comprar nada mejor, y serán ustedes unos estúpidos si se conforman con algo menos bueno.

Desapareció. Un alto y ceñudo nigblanc avanzó en su lugar y, antes de que Lyla tuviera tiempo de reaccionar —aún no estaba lo bastante despierta como para convencerse a sí misma de que la imagen tridimensional a todo color iba a permanecer encerrada en la pantalla—, bandas metálicas provistas de púas saltaron hacia el hombre a la altura de su cuello, pecho y rodillas. La sangre empezó a rezumar de los puntos donde las crueles puntas de metal se habían hundido en la carne. Pareció brevemente desconcertado, luego se derrumbó inconsciente.

—¡Guardian! —cantó una innatural voz de castrado—. ¡Guar… di… an!

—Creo que quizá debiéramos invertir en algo así —dijo Dan.

—¿Qué demonios piensas que va a quedar aquí que valga la pena robar, si sigues así? —preguntó Lyla, malhumorada—, ¿no te has dado cuenta de que acabas de romper la ca-ma?

Saltando en pie, golpeó el interruptor de la Tri-V. No ocurrió nada.

—Olvidé decírtelo —murmuró Dan—. El interruptor no funciona. Por eso nos la dio Berry.

—¡Oh, maldita…! —Lyla buscó con la mirada el cable de alimentación; lo encontró, tiró de la sanguijuela desconectándola de la pared, y la regresada imagen de Matthew Flamen desapareció en una confusión de azules y verdes—. ¿Deseas dormir sobre una dura tabla esta noche? ¡Porque yo no!

—Llamaré a alguien y haré que la arreglen —suspiró Dan—. Ahora creo que deberías activarte un poco, ¿no crees? ¿Has olvidado que tenemos un contrato para el Ginsberg esta tarde?

Malhumorada, Lyla tomó las ropas que se había quitado la noche antes: un nix gris y oliva y un par de schoos.

—¿Alguna llamada o correo? —preguntó mientras empezaba a ponérselos.

—Ve a ver si estás tan interesada. —Dan tocó delicadamente los mechones de su rostro; satisfecho de sentirse presentable, desprendió la afeitadora de la pared y la devolvió a su estuche—. Pero se supone que primero deberías cumplir con tus obligaciones hacia el Lar, ¿no?

—Sólo lo tenemos para siete días, y a prueba —dijo Lyla con indiferencia, metiendo el nix en posición en torno a sus caderas—. Si está tan ansioso por permanecer en un miserable agujero como este, dejemos que él haga el trabajo. Además, ¿qué te ha impulsado a apilar un montón de libros a punto de expirar en su bandeja? ¿Esperas que le guste el ser utilizado como cubo de la basura?

—Era un caso de urgente necesidad —murmuró Dan—. Las cañerías de evacuación vuelven a estar sobrecargadas.

—¡Oh, no!

En equilibrio sobre una pierna para deslizar los dedos de sus pies en la primera schoo, Lyla lo miró desmayadamente.

—Todo está bien… el water aún funciona. Pero no deseo correr el riesgo de bloquearlo también echando un puñado de libros, ¿no crees?

—Y hablan del endurecimiento de las arterias —suspiró Lyla, recordando una famosa metáfora de
La ciudad senil
de Xavier Conroy—. Cuando no son las cloacas son las calles, y cuando no son las calles es la comred… Iré a ver nuestra ranura, de todos modos. Una nunca sabe; puede haber algo interesante.

Se dirigió hacia la puerta, y empezó a hacer fuerza contra la manecilla de la cigüeña para alzar el bloque de cien kilos que la cerraba contra los intrusos nocturnos.

—Ponte tu yash —dijo Dan, metiéndose en sus pantalones verdes y atándolos fuertemente con un cinturón en torno a su cintura.

—¡Demonios, sólo voy a ir a la comred!

—He dicho que te lo pongas. Estás asegurada por un cuarto de millón contra los ladrones, y en la póliza dice que tienes que llevarlo.

—Para ti es muy fácil hablar —murmuró belicosamente Lyla—. Tú no tienes que llevar esa horrible cosa.

Pero fue a tomar obedientemente el yash allá donde estaba colgado de su percha, junto a la puerta.

Deslizándolo sobre su cabeza, comprobó que estuviera bien instalado.

—Oye…, esto…, supongo que no voy a tener que llevarlo en el hospital, ¿verdad? Sería horriblemente embarazoso mientras estoy agitándome.

—No, no mientras estés actuando. Eso me hace pensar… —Dan se mordió el labio, mirándola dubitativamente—. Los pacientes siguen un régimen de aislamiento en el Ginsberg, y puede que no les haga ningún bien verte así. ¿No tienes nada menos revelador?

—No creo. Todas mis ropas de febrero han expirado ya, y las de marzo se están poniendo más bien andrajosas. Y por supuesto, en abril he elegido transparentes.

—Dejémoslo entonces. —Dan se alzó de hombros—. Si ellos insisten, puedes pedirles que te proporcionen algo a su cargo, ¿no? Como un vestido, quizá. ¿Cuánto hace desde que tuviste tu último vestido…? ¿No fue en noviembre?

—Sí, el que compré para ir a casa y ver a mi familia en el Día de Acción de Gracias. Pe-ro entonces hacía frío, y ahora te sofocas… Oh, supongo que podría ponerme uno si es para una buena causa. A condición de que lo paguen ellos… Los vestidos son horriblemente caros esta estación. —Acabó de ajustarse el yash y abrió la puerta. Tras asegurarse con una cautelosa mirada en cada dirección de que el pasillo estaba desierto, añadió—: No voy a cerrar con llave…, sólo será un momento.

5
Haciendo de Reedeth un auténtico hombre, a excepción de su cochina presencia.

—¡El nombre es Harry Madison, no Mad Harrison!

—¿Perdón? —dijo su robescritorio, con exactamente la precisa inflexión interrogativa.

Era uno de los modelos ultra avanzados de la IBM, con comunicación vocal completamente personalizada y gobernada por los artículos de fe de su existencia mecánica. Uno de ellos afirmaba que un miembro del hospital que estuviera a solas en una habitación y pronunciara palabras audibles deseaba una respuesta. Esto no se aplicaba a los pacientes, por supuesto. Para permitir a los robescritorios y otros automatismos distinguir a estos de los demás miembros del personal, los enfermos estaban obligados a llevar batas bordadas con hilos metálicos en zig zag en pecho y espalda.

—No importa —dijo cansadamente el doctor James Reedeth, y encajó tan fuertemente su mandíbula que oyó la vibrante tensión de sus músculos. Tras aquellas imprudentes palabras, siguió pensando para sí mismo: «¡Maldita sea, fue internado bajo la opinión de unos expertos cuyo juicio es al menos tan competente como el mío! Ni siquiera es uno de mis pacientes. Así pues, ¿qué es lo que me hace tomar un interés tan grande en este caso…? ¿Un resentimiento subconsciente ante la presencia de un nig en un hospital destinado a blancs? No lo creo. Pero es completamente inútil seguir pensando que está cuerdo».

Una vez más (llevaba ya tantas que no se hubiera atrevido a contarlas ni aunque hubiera podido hacerlo), se descubrió preguntándose qué lo había impulsado a meterse en aquel laberinto frecuentado por un Minotauro. ¿Era con el fin de convertirse en un doctor, a quien los hombres pudieran consultar acerca de la redención…?

Other books

Samson and Sunset by Dorothy Annie Schritt
Countdown by David Hagberg
A Tapestry of Spells by Kurland, Lynn
Blood In the Water by Taylor Anderson
Since You've Been Gone by Carlene Thompson
Qualify by Vera Nazarian