Oliver Twist (63 page)

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Authors: Charles Dickens

BOOK: Oliver Twist
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—¿Qué? —gritó Monks.

—Gracias a mí; sí. Ya previne a usted al principio que oiría cosas que merecerían su interés. He dicho y repito, que gracias a mí. Veo que su cómplice de infamias ha tenido por conveniente callar mi nombre, aunque, o mucho me engaño, o debía suponer que jamás habría sonado en sus oídos de usted. Pues bien: cuando aquel niño, a quien usted quería precipitar en los negros abismos de la infamia, se cruzó en mi camino, y merced a una serie de circunstancias que usted conoce, vino a mi casa, donde curó de una buscando la salud, su semejanza con el retrato de que le he hablado hace poco me llenó de asombro. Desde la primera vez que le vi, a pesar de su miseria y de sus harapos, observé en su semblante una expresión de languidez que me recordó de pronto como en un sueño las facciones de aquella a quien tanto había querido. No necesito decirle qué existencia arrastraba antes de que yo conociese su historia.

—¿Por qué me dice usted que...?

—Porque me consta que fue obra suya.

—Yo ...

—Es inútil que me lo niegue. Pronto se convencerá usted de qué sé muchas otras cosas además de ésa.

—¡Usted... usted nada puede probar contra mí! —barbotó Monks—. ¡Le desafío a que demuestre nada!

—Ya veremos —replicó el anciano, dirigiendo a su interlocutor una mirada penetrante—. Perdí al muchacho, y cuantos esfuerzos hice para encontrarle fueron ineficaces. Como su madre de usted había muerto, comprendí que nadie más que usted podía darme la clave del misterio, y como yo sabía que usted se encontraba en sus posesiones de las Indias Occidentales, a las cuales... usted lo sabe mejor que yo... a las cuales se había retirado después de la muerte de su madre, a fin de librarse de las consecuencias de su viciosa conducta, a las Indias Occidentales me fui yo. A mi llegada encontré que usted se había ido ya, sin que nadie pudiera decirme adónde, aunque era creencia general que a Londres. Regresé. Sus mismos agentes no tenían noticia de su residencia: me dijeron que iba y venía de una parte a otra como siempre había hecho, permaneciendo a veces en un mismo sitio varios días, algunas horas otras, y eclipsándose por espacio de meses enteros, aunque, al parecer, frecuentaba las mismas guaridas y cultivaba las mismas relaciones bajas y criminales que cultivó cuando era muchacho ingobernable. Cansé a los agentes mencionados con mis insistencias sin obtener resultado, y me dediqué a rondar día y noche las calles, siempre con éxito negativo hasta hace dos horas que acerté a encontrarle...

—Y ahora que ya me ve usted a su gusto, ¿qué? Robo y falsificación son dos palabras demasiado gruesas para echármelas en cara sin más razón ni fundamento que existir una semejanza imaginaria entre un pillete vagabundo y el retrato de una mujer muerta... ¡Hermano mío!... ¡Ni siquiera sabe usted si de aquella pareja de... mentecatos nació hijo alguno! ¡Atrévase usted a afirmar que lo sabe!

—No lo sabía
—replicó Brownlow levantándose—; ¡pero en los quince días últimos lo he averiguado todo! Usted tiene un hermano; conoce usted el hecho y conoce usted la persona. Existió un testamento que su madre de usted destruyó, confiando a usted el secreto y los provechos de su indigna acción en su lecho de muerte. El testamento hablaba del nacimiento de un niño, fruto de desgraciadas relaciones, y ese niño nació y ese niño tuvo la desgracia de que usted le encontrara fortuitamente, y sospechara quién era al observar el parecido que con su padre tenía. Se presentó usted en el lugar de su nacimiento, donde existían pruebas... pruebas que ha tiempo han desaparecido... de su nacimiento e identidad. Usted destruyó esas pruebas, y hoy, según palabras de usted, dirigidas al judío, tan miserable como usted,
«las únicas pruebas de la identidad del niño están en el fondo del río, y la vieja bruja que las recibió de la madre se pudre en su ataúd».
¡Hijo indigno desnaturalizado, cobarde y embustero, usted, que maquina maldades y vilezas reuniéndose con ladrones y asesinos en lugares tenebrosos durante la noche, usted, cuyas infames tramas han ocasionado la muerte violenta de una persona que valía millones de veces más que usted, usted, que desde que vino al mundo fue manantial de amarguras y de desesperación para su padre, usted, en cuyo negro corazón anidan todas las malas pasiones, todos los vicios, todas las disoluciones, usted atacado por enfermedades vergonzosas que han hecho de su cara reflejo asqueroso de su conciencia, usted, Eduardo Leeford... ¿se atreverá aún a desafiarme?

—¡No, no, no! —contestó el cobarde, agobiado bajo el peso de acusaciones tan terribles.

—Todas las palabras —gritó el anciano—, todas las palabras que han mediado entre usted y aquel aborrecible villano me han sido repetidas. Las sombras que usted vio proyectadas recogieron sus secretos y me los revelaron. El aspecto del pobre niño, perseguido con saña, ha conmovido hasta al vicio, y ha inoculado a éste las características de la virtud. Se ha cometido un odioso asesinato, del que usted es cómplice moralmente si no le alcanza también responsabilidad real.

—¡No, no, no! —repitió Monks. ¡Yo... yo no sé nada de eso! Precisamente iba a enterarme de la verdad del caso cuando usted me sorprendió en la calle... La causa me es completamente desconocida... Yo creo que el crimen debe ser resultado de una disputa vulgar.

—Ha sido consecuencia de la revelación parcial de los secretos de usted... ¿Me los revelará todos?

—¡Sí... los revelaré!

—¿Se presta a consignarlos por escrito, a detallarlos en una declaración de su puño y letra, y a repetir luego la declaración ante testigos?

—¡También... también me comprometo a eso!

—¿Se obliga a permanecer aquí hasta que quede redactada esa declaración, y a acompañarme después al lugar que yo crea oportuno, a fin de ratificarla?

—También... si en ello tiene usted gran empeño.

—Aún tiene usted que hacer más —repuso Brownlow—. Debe restituir lo que es de un niño inocente que jamás ofendió a nadie, siquiera sea fruto de un amor culpable. No habrá usted olvidado las cláusulas del testamento. Cúmplalas en la parte que a su hermano se refiere, y podrá luego irse adonde le acomode. La justicia de acá abajo habrá quedado satisfecha y nada más le exigirá.

Todavía paseaba Monks por la estancia cual fiera enjaulada, pensando con perversas intenciones la proposición que acababa de serle hecha y midiendo las probabilidades de evadirla, sintiendo en su alma las dentelladas del miedo por una parte, y los zarpazos del odio por otra, cuando se abrió bruscamente la puerta de la habitación y penetró un caballero, el señor Losberne, en estado de la más violenta agitación.

—¡Prenderán a ese hombre! —exclamó—. ¡Lo prenderán esta noche!

—¿Al asesino? —preguntó Brownlow.

—Sí, sí —contestó el recién venido—. Ha sido visto el perro rondando en torno de una guarida antigua, y no ofrece duda de que en ella está escondido su amo. Un ejército de policías y de espías vigila por todas partes. He hablado con los encargados de prenderle, y me aseguran que no puede escapárseles. Esta noche han ofrecido las autoridades un premio de cien libras esterlinas al que lo prenda.

—A las que yo añadiré cincuenta más, y este ofrecimiento lo publicaré yo mismo, con mis propios labios, y en el mismo lugar donde se oculta, si me es posible llegar hasta él. ¿Dónde está el señor Maylie?

—¿Enrique? No bien vio que usted subía sano y salvo a su coche con este amigo suyo, se fue corriendo al lugar donde se supone que está el asesino para reunirse con los que de su persona quieren apoderarse. Montó a caballo y es probable que haya llegado ya a él.

—¿Y el judío? —inquirió Brownlow—. ¿Qué noticias hay de él?

—Las últimas que tengo son que no había caído en poder de la justicia, pero que caerá infaliblemente. Puede que a estas horas esté ya preso. De todas suertes, su prisión la consideran indefectible.

—¿Se ha decidido usted ya? —preguntó Brownlow a Monks, bajando la voz.

—Sí —contestó el interpelado—. ¿Me guardará usted el secreto?

—Lo guardaré. Permanezca usted aquí hasta que yo vuelva: es la única esperanza de salvación que le queda.

Seguidamente salió de la estancia el doctor acompañando a Brownlow.

—¿Ha conseguido usted algo? —preguntó con voz muy baja el doctor.

—Todo cuanto podía esperar, y hasta más. Acoplando los datos suministrados por la infortunada joven, con los que yo poseía y con los que han sido resultado de las investigaciones practicadas sobre el terreno por nuestro buen amigo, le he cerrado todas las salidas sin dejarle escapatoria, y le he hecho ver claro como la luz del sol el horror de su conducta. Escriba usted señalando la reunión para pasado mañana a las siete de la tarde. Yo llegaré allí con algunas horas de anticipación, pero será preciso conceder algún tiempo de descanso, sobre todo a la señorita Rosa, la que acaso tenga más necesidad de valor del que usted y yo podemos prever en este momento. Hierve la sangre en mis venas al pensar en que vamos a vengar a esa pobre joven, bárbaramente asesinada. ¿Qué camino han tomado?

—Si va usted en derechura y sin perder tiempo a las oficinas de policía, llegará con oportunidad: yo me quedo aquí.

Separáronse los dos amigos, ambos poseídos de violenta agitación.

Capítulo L

La persecución y fuga

A orillas del Támesis, no lejos de la iglesia de Rotherhithe, allí donde se alzan sobre el río los edificios más sucios y ruinosos, y los barcos son más negros como consecuencia del polvo de la hulla y del humo que escapa de los caserones emplazados al borde mismo de las aguas, existía, y existe en la actualidad, la más inmunda, la más singular, la más extraordinaria de las localidades que encierra en su seno la ciudad de Londres, y que desconocen, hasta de nombre, la inmensa mayoría de sus habitantes.

Para llegar hasta el sitio a que me refiero, preciso es atravesar una enmarañada red de callejas estrechas, tortuosas y cubiertas de lodo, frecuentadas por la población más pobre y grosera de la ribera, y dedicada al tráfico que los lectores adivinarán sin esfuerzo.

Encierran las tiendas las provisiones más baratas y menos delicadas: penden de la puerta del tendero, de las fachadas de las casas y de las ventanas los tejidos más burdos y ordinarios y las ropas menos conformes con las exigencias de la moda. El que penetra por aquel lugar, ha de pasar entre apiñados grupos de obreros sin trabajo, cargadores de lastre, descargadores de carbón, ha de codearse con turbas de mujeres desvergonzadas, con ejércitos de muchachos harapientos, con la escoria, la hez de la playa, ha de cerrar los ojos a espectáculos nauseabundos, y la nariz a miasmas de corrompidos, y los oídos al estruendo ensordecedor que producen los millares de carros que cruzan por todas partes, transportando pesadas mercancías desde los almacenes a los barcos, o desde éstos a aquéllos. Cuando al fin llega a calles más distanciadas y menos transitadas que las que acaba de dejar a sus espaldas, encuentra el visitante edificios que se sostienen de milagro, casas desmanteladas, paredes que amenazan caer sobre su cabeza, chimeneas medio derruidas, ventanas defendidas con barrotes de hierro enmohecido, más que enmohecido, comido por la herrumbre, y todas las características de la desolación y del abandono.

En esos parajes, más allá de Dockhead, en el poblado de Southwark, hállase la llamada Isla de Jacob, circundada por un foso lleno de fango, de unos seis a ocho pies de profundidad por quince o veinte de anchura, en otro tiempo llamado Mill Pond, nombre que en nuestros días ha sido reemplazado por el de Folly Ditch. El foso desemboca en el Támesis y puede llenarse de agua a todas horas abriendo las esclusas de Lead Mills, que fueron las que le dieron el nombre antiguo. Cualquier extraño que en ocasiones semejantes escogiera como observatorio uno de los puentes de madera tendidos por Mill Lane, vería que los habitantes de las casas de entrambas orillas bajaban desde las ventanas cubos, pozales y vasijas de toda clase que luego izaban llenas de agua, y si luego, separando la vista de tales operaciones domésticas, la dirigía a las casas en sí, sorprendería escenas que llevarían su sorpresa hasta un punto indecible. Desvencijadas galerías de madera comunes a la parte posterior de media docena de casas, provistas de agujeros abundantes para contemplar, sin duda, el mar de cieno que duerme debajo; ventanas rotas, sin cristales, de los cuales sobresalen largas pértigas que servirían para tender en ellas ropa blanca si la ropa blanca no fuera allí artículo desconocido; habitaciones tan estrechas, tan sucias, tan infectas, que el aire no se atreve a visitarlas por temor a contaminarse, casuchas de madera emplazadas sobre el fango, que amenaza tragarlas, y que más de una se ha tragado ya, paredes ennegrecidas en ruinas... en una palabra: sus espantados ojos encontrarían la miseria, la pobreza, con todo su horrible séquito de suciedad, de basura, de hediondez.

En la Isla de Jacob, los almacenes están vacíos y las casas se derrumban; las ventanas no son ya ventanas, las puertas yacen en el centro de las calles, las chimeneas son negras, pero no despiden ya humo. Treinta o cuarenta años atrás, antes que aquel distrito fuera teatro y víctima de interminable serie de pleitos, era centro comercial de primer orden; pero hoy es una isla desierta en toda la extensión de la palabra. Las casas no pertenecen a nadie, carecen de puertas, y las habitan los que tienen valor para penetrar en ellas, los cuales viven y mueren allí sin que nadie les moleste. A decir verdad, preciso es tener motivos muy poderosos para vivir oculto, o verse reducido a la condición más miserable, para buscar refugio en la Isla de Jacob.

En el piso alto de una de las casas aludidas, edificio aislado y de grandes proporciones, en estado ruinoso bajo todos los aspectos, pero defendido con sólidas puertas y ventanas, emplazado sobre el borde mismo del foso descrito, hállanse reunidos tres hombres, los cuales permanecen sentados, dirigiéndose mutuamente miradas de inquietud, como si esperasen algún suceso desagradable, pero sin osar moverse ni romper el silencio. Uno de ellos es nuestro antiguo conocido Tomás Crackit, el otro el señor Chitling, y el tercero, un bandido de cincuenta años cuya nariz debió quedar, en su mayor parte, como trofeo de alguna pendencia antigua, y cuya cara presenta una cicatriz horrorosa, recuerdo probablemente de la misma o de alguna otra pendencia. Llámase este último Kags y es licenciado de presidio.

—Cuando el calor excesivo te indujo a abandonar la antigua huronera en que vivías con tus amigos —dijo Tomás a Chitling— bien hubieras podido escoger cualquier otro palacio que no fuera éste, amigo mío.

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