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Authors: Charles Dickens

Oliver Twist (58 page)

BOOK: Oliver Twist
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Besaba el negruzco canal del río una niebla espesa que daba tonos opacos al rojo esplendor de las linternas encendidas en las pequeñas embarcaciones fondeadas acá y acullá, y acentuando la obscuridad y borrando casi las líneas de los tétricos edificios que se elevan en las orillas. Alzaban los almacenes de entrambas márgenes sus cabezas ennegrecidas por el humo sobre la masa densa de tejados, contemplando con torvo ceño la superficie de las silenciosas aguas, demasiado negra para que pudiera reflejar sus cuarteadas figuras. Aunque confusamente y entre negras sombras, divisábanse la torre de la vetusta iglesia del Salvador y la elevada cúpula de San Magno, gigantescos guardianes desde fechas remotas del antiguo puente, no ocurría lo propio con el bosque de palos y vergas de fa infinidad de barcos anclados debajo del puente, ni con las agujas y campanarios de las iglesias, perfectamente invisibles a causa de la tenebrosidad de la noche.

Varias veces había pasado y repasado el puente la mujer, siempre espiada por el hombre, cuando el grave tañido de la gigantesca iglesia de San Pablo anunció el fenecimiento de un nuevo día. Era media noche para toda la ciudad; para los que habitan suntuosos palacios como para los que sufren en míseras chozas; para los que viven en las cárceles como para los recluidos en los manicomios; para los que acaban de venir al mundo en un hospicio como para los que le dan el último adiós en el lecho mísero de un hospital; para el rostro rígido y frío del cadáver como para, la carita del niño que duerme un sueño plácido: era media noche para todos.

No habían transcurrido dos minutos desde que sonaron las doce, cuando una señorita joven, acompañada por un caballero de cabellos grises, descendió de un carruaje a escasa distancia del puente, y penetró en éste, despidiendo antes al coche, dando el brazo a su acompañante. No bien adelantaron unos pasos, la mujer que estaba esperando avanzó a su encuentro.

El señor anciano y la joven caminaban mirando en derredor con la expresión de quien teme no encontrar a quien busca, cuando tropezaron de improviso con la que, por lo visto, les estaba esperando. Hicieron alto ahogando un grito de sorpresa al observar que en aquel instante pasaba junto a ellos un hombre que, a juzgar por el traje, debía ser carretero.

—¡Aquí no! —murmuró Anita con azoramiento—. Me da miedo hablarles aquí! Vamos a... sitio más retirado... al pie de la escalera.

Al pronunciar las palabras anteriores, que acompañó con un gesto que indicaba la dirección que deseaba se tomase, el carretero volvió la cabeza, preguntó con tono áspero por qué ocupaban toda la acera del puente, y pasó.

La escalera indicada por la joven era la de la orilla Surrey, inmediata a la iglesia del Salvador, por la cual se bajaba al río. Hacia ella se encaminó en derechura, bien que recatándose con sin igual astucia y maestría, el individuo de aspecto de carretero, el cual, después de escudriñar el terreno, comenzó a descender.

La escalera en cuestión forma parte del puente, y consta de tres tramos. El tramo segundo, bajando, termina en una, pilastra decorativa que da frente al Támesis. En este punto se abre la escalera tramo inferior en tal forma, que una persona, si dobla el ángulo del muro no puede ser vista por las que ocupen peldaños más altos que el suyo, aun cuando se encontraran colocadas en el inmediato. El carrete una vez ganó el punto indica, dirigió en torno suya una mira rápida, y no encontrando otro escondite más conveniente, arrinconóse como pudo, pegando su espalda contra la pilastra, y espero de que los objetos de su espionaje no bajarían más de lo que él ha bajado y abrigando la seguridad que si no le era dable escuchar conversación que sostuvieran, al m nos le sería fácil seguirlos cuando se retirasen.

Tan eterno se le hacía el tiempo en aquel paraje solitario, y tan intensa era la ansiedad del espía por penetrar los motivos de la entrevista, tan distintos de lo que se le había hecho suponer, que más de una vez dio por perdido el asunto creyendo que las personas que esperaba, o se habían quedado arriba, se habían ido a sitio diferente, donde celebrarían su misteriosa conferencia. A punto estaba de abandonar su escondite y de subir, cuando llegó a sus oídos rumor de pasos, y casi al mismo tiempo de voces que hablaban muy cerca de él. Pegado contra el muro, y sin respirar apenas, escuchó con atención infinita.

—Nos hemos alejado demasiado y no consentiré que esta señorita dé un vaso más —dijo una voz, indudablemente la del caballero anciano—. Muchos no hubieran tenido en usted confianza bastante para seguirla tan lejos; pero ya ve usted que yo estoy dispuesto a seguirle el humor.

—¡Seguirme el humor! —repitió la voz de la mujer que el espía había seguido—. A fe que no es usted muy amable, caballero... ¡Seguirme el humor! ... En fin, no hablemos de ello.

—Es que... ¡Dígame! —repuso el anciano con tono más benévolo—. ¿Con qué intención nos ha traído usted a sitio tan extraño? ¿Por qué se ha negado a que tengamos la conversación arriba, donde hay luz y movimiento y vida... no mucha, es verdad, y nos obliga a bajar a este agujero obscuro y tenebroso?

—Ya manifesté antes que tenía miedo de hablar arriba —contestó Anita—. La causa no podré explicarla; pero ello es que, esta noche, me embarga un pánico tan horrible; que con dificultad puedo mantenerme en pie.

—¿Miedo a qué? ¿A quién? —inquirió el caballero, en cuyo pecho nacía un sentimiento de compasión hacia la joven.

—No puedo decirlo; ni yo misma lo sé —replicó la joven—. Todo el día me han acosado horribles presentimientos de muerte, siento un frío interior que me hiela la sangre y al mismo tiempo un terror que me produce una sensación de ahogo, de calor, como si me abrasase en una hoguera. Esta noche abrí un libro para distraer el tiempo, y en sus páginas, en vez de letras, veía imágenes sangrientas.

—¡Imaginación excitada —exclamó el anciano, tratando de calmarla.

—¡No era imaginación! —replicó la muchacha con voz ronca—. ¡Juraría que en todas las páginas del libro leía la palabra
ataúd,
impresa con letras rojas... y ataúdes tropecé en abundancia esta noche a mi paso por las calles!

—No es extraño —observó el caballero—; a mí me ha sucedido lo propio varias veces.

—Usted los habrá encontrado
reales y verdaderos
—replicó la joven—, pero no como los que yo he visto.

Tan singular era el acento de Anita, que el espía se sintió estremecido de pies a cabeza al escuchar sus palabras últimas, y creyó que por sus venas corría hielo derretido en vez de sangre. Jamás experimentó mayor consuelo como cuando sonó en sus oídos la voz musical de la señorita, que suplicó a Anita que se calmase y ahuyentara de su mente ideas tan lúgubres.

—¡Háblela usted con bondad! —dijo al caballero que la acompañaba—. ¡Pobrecilla!... ¡Lo necesita tanto!...

—¡Los orgullosos pastores de almas habrían erguido altivos sus cabezas y me hubieran mirado con desdén si esta noche me vieran como estoy, y no dudo que clamarían venganza al Cielo y al infierno contra mí! —exclamó Anita—. ¡Oh, mi querida señorita! ¿Por qué los que se adornan con el título de ministros de Dios no han de tratar con misericordia y amabilidad a las desventuradas como yo? ¿Por qué no han de hablarles con tanta caridad como usted, que, siendo joven y hermosa, y poseyendo dotes que aquéllos perdieron, tendría mayor derecho que ellos a enorgullecerse?

—¡Ah! —exclamó el caballero—. El turco, después de lavar su cara, la vuelve hacia Oriente cuando reza sus oraciones; pero esos seres ejemplares de quienes usted habla, después de restregar bien sus caras contra el mundo, cual si su propósito fuera borrar hasta los rastros más insignificantes de la sonrisa, las vuelven así mismo, con tanta regularidad como los turcos, pero hacia el lado más tenebroso de los cielos. Entre un musulmán y un fariseo, la elección no es dudosa: me quedo con el primero.

El discurso anterior fue dirigido al parecer a la señorita, aunque quizá el objetivo de quien lo pronunció fuera dar a Anita tiempo para reponerse.

—El último domingo por la noche no vino usted —repuso, dirigiéndose a la joven.

—No me fue posible —respondió Anita—; me retuvieron a la fuerza.

—¿Quién?

—El hombre de quien hablé ya a la señorita.

—Supongo que nadie sospechará que está usted en comunicación con nosotros a propósito del asunto que nos reúne aquí esta noche, ¿eh? —preguntó el caballero.

—No —contestó la muchacha, moviendo la cabeza—. Me es muy difícil salir sin que él sepa adónde voy y por qué voy. Si pude visitar a la señorita cuando lo hice, fue porque antes propiné una dosis de láudano al hombre de quien dependo.

—¿Despertó antes de volver usted? —preguntó el anciano.

—No. Ni él ni nadie sospechan de mí.

—Perfectamente: escúcheme ahora.

—Puede usted hablar —contestó Anita.

—Esta señorita me ha referido, a mí y a reducido número de amigos de la más absoluta confianza, lo que hace quince días le reveló usted. Confieso que en los primeros momentos abrigué mis dudas acerca de la confianza que en usted pudiéramos tener, pero esas dudas se han disipado: hoy la veo a usted digna de toda mi confianza.

—Lo soy —contestó con calor la joven.

—Repito que así lo creo. A fin de demostrar a usted la confianza completa que me merece, le confesaré sin rodeos ni reservas que nuestro propósito es arrancar, por medio del terror, el secreto, sea el que sea, de ese individuo que dice llamarse Monks. Pero si... si nos fuera imposible apoderarnos de él, o bien, si aun teniéndole en nuestro poder, no consiguiéramos lo que deseamos, será preciso que usted nos entregue al judío.

—¡A Fajín! —exclamó la joven retrocediendo.

—Será preciso que usted nos entregue a ese hombre: sí.

—¡No haré tal! ¡No lo entregaré! —replicó Anita—. ¡Es un demonio, peor mil veces que todos los demonios juntos, pero no seré yo quien lo entregue!

—¿Que no? —preguntó el caballero, quien al parecer esperaba aquella contestación.

—¡Nunca!

—Dígame por qué.

—Por un motivo —replicó con entereza la muchacha—, por un motivo que la señorita conoce y respeta y respetará, porque así me lo ha prometido. Hay, además, otra razón, y es que si él ha llevado una vida criminal, también la he llevado yo. Son muchos los que han seguido los mismos derroteros, y jamás venderé a los que... algunos al menos... habiendo podido venderme a mí, no lo hicieron, no obstante su perversidad.

—Entonces —replicó el caballero, como sí hubieran llegado al punto al que deseaba llegar—, ponga a Monks en mis manos y deje que yo me entienda con él.

—¿Y si Monks denuncia a los otros?

—En ese caso, si él dice la verdad sobre lo que deseamos saber, prometo formalmente a usted que, aun cuando denuncie a los otros, el asunto permanecerá secreto. En la historia de Oliver es probable que haya circunstancias que no convenga hacer del dominio público. Conque sepamos la verdad, nada más ambicionamos, y no seremos nosotros los que prometamos la libertad de nadie.

—¿Y si se niega a hablar?

—Si se negase a hablar, tampoco denunciaremos a la justicia al judío sin consentimiento de usted; pero, si eso ocurriera, yo expondría a usted razones que acaso la decidieran a entregarle.

—¿Empeña la señorita su palabra de que así será? —preguntó con ansiedad la muchacha.

—La empeño; a ello me obligo formal y solemnemente —contestó Rosa.

—¿No sabrá nunca Monks cómo ha llegado esto a noticia de ustedes? —preguntó Anita después de una pausa.

—Nunca —respondió el anciano—. Tomaremos nuestras medidas para que ni remotamente pueda sospechar dónde hemos obtenido nuestros informes.

—Jamás rendí culto a la verdad, y entre embusteros he vivido desde que tengo uso de razón; pero tengo fe en la palabra que me empeñan —observó la muchacha.

Después de recibir nuevas seguridades de entrambos oyentes de que podía confiar tranquila en su discreción y reserva, procedió, en voz baja que muchas veces se veía el espía en gran aprieto para seguir el hilo de su discurso, a describir con minuciosidad la taberna-posada, de la que aquella noche había salido, cuyo nombre y situación dio. A juzgar por las pausas que de vez en cuando hacía, no parecía sino que el caballero anotaba algunos de los datos que la joven facilitaba. Luego que hubo descrito con detalles el lugar, el sitio que permitía observar sin peligro de ser descubierto, y especificado la noche y hora en que Monks tenía costumbre de visitar aquél, interrumpióse por espacio de breves instantes como para recordar mejor las señas personales del hombre objeto de sus informes.

—Es alto —añadió—, robusto, pero no grueso. Se balancea mucho al andar y su cabeza se mueve constantemente a derecha e izquierda, a fin de ver a cuantos pasen por su lado. Sobre todo no olvide que tiene los ojos muy hundidos, más que los de ningún otro hombre, bastando este solo dato para que sin dificultad puedan reconocerle. Su tez es morena y negros sus ojos y pelo, Y aun cuando no tendrá más de veintiséis o veintiocho años, parece un viejo. Sus labios, descoloridos y blanquecinos, están desfigurados a consecuencia de repetidos mordiscos que él mismo se da, pues en sus accesos furiosos, que le acometen con frecuencia, se muerde las manos y las cubre de heridas... ¿Por qué se estremece usted? —preguntó la joven, interrumpiendo su narración.

Él caballero contestó que no tenía conciencia de haberse estremecido, y rogó a la narradora que prosiguiera su relato.

—Casi todos estos datos —repuso la muchacha—, los debo a otras personas que frecuentan la casa que antes describí, pues tan sólo dos veces he tenido ocasión de ver a Monks, y las dos iba embozado en una capa. Creo que son las únicas señas que para que lo conozca usted puedo darle... ¡Ah! En el cuello, a bastante altura para que usted pueda verla, a pesar de la corbata, tiene...

—Una mancha roja, semejante a una quemadura —exclamó el caballero adelantándose a la muchacha.

—¡Cómo! —dijo Anita—. ¿Acaso le conoce usted?

También la señorita lanzó un grito de sorpresa, al cual sucedió un silencio absoluto que se prolongó durante un buen espacio.

—Creo conocerle... le conoceré, gracias a las señas que usted me da —contestó el caballero—. Veremos... veremos. Puede que no sea el mismo... Ofrece el mundo tantos ejemplos de semejanzas maravillosas entre distintas personas...

Mientras afectando indiferencia pronunciaba las palabras anteriores, dio dos o tres pasos en dirección al espía, llegando tan cerca de éste, que no se perdieron las palabras siguientes, murmuradas entre dientes por el caballero:

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