Ojos de hielo (15 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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Cuando Desclòs salía del despacho, J. B. recibió una llamada de la centralita. Por si le interesaba, el entierro de Bernat se celebraría a las cinco en Das. Luego Montserrat colgó sin esperar respuesta y J. B. se quedó con la impresión de que aquello había tenido más de orden que de aviso. De acuerdo, puede que no fuese tan mala idea pasarse por allí. Al fin y al cabo, la estadística indicaba que la mayoría de los asesinos volvían a la escena del crimen y muchos acudían a los sepelios de sus víctimas en busca de algún tipo de macabra e íntima satisfacción. Se apoyó en el respaldo del asiento, cerró los ojos y sonrió. No sólo iría al entierro, sino que también conseguiría una copia de esa lista del CRC y se pondría a investigar por su cuenta. Además, había leído la declaración pero quería hablar con la mujer que había encontrado el cadáver de Bernat. Abrió la página de la intranet del cuerpo para comprobar algo que le rondaba la cabeza. Al ver las iniciales de la comisaria, su boca dibujó una sonrisa, que se amplió al descubrir que en realidad Magda Arderiu Cotet sólo tenía el grado de inspectora. J. B. se recostó en el asiento y miró hacia afuera. Seguía lloviznando. El valle llevaba ya varios días a oscuras, con el cielo lleno de nubarrones, el termómetro por debajo de los ocho grados y los charcos del aparcamiento permanentemente helados. Se concentró en llenar por completo los pulmones y soltar el aire. A ratos, la sensación de estar encerrado entre montañas, lejos de la civilización, se hacía difícil de sobrellevar. Aunque él mismo se lo hubiese pedido a Millás en lugar del puesto de funcionario que el comisario le había reservado en la central. Sólo le hubiese faltado un tutor, vigilante o lo que quiera que Millás tuviese pensado para él. Se irguió, apoyó los codos sobre la mesa y fijó la vista en la pantalla. Céntrate en el caso, macho, o te mandan de vuelta y te joden vivo, espetó en voz baja.

En el caso de Jaime Bernat, aunque no fuese la causa de la muerte, el atropello era un hecho que había que resolver. Si «la doña» creía que aquello iba a quedar así, iba lista.

20

Finca Prats

Kate colgó la BlackBerry y se dejó caer de nuevo sobre la cama. Acababa de anular por e-mail las dos citas de la mañana siguiente y la comida, lo cual la liberaba para quedarse en casa de Dana hasta la tarde del martes. La noche anterior habían estado hablando hasta las tantas y, casi al final, Dana había destapado el enfrentamiento que había mantenido con Bernat, forcejeo incluido. Luego, en su habitación, Kate había intentado trabajar en el caso Mendes sin conseguirlo. Un pálpito, una sensación completamente irracional, no la dejaba tranquila desde que Dana le había hablado de la segunda visita del policía y de lo que el viejo Masó les había dicho. Y, para colmo, alguien había presenciado su forcejeo con Bernat, alguien que había acudido a la policía para implicarla.

A las seis de la mañana la despertó un correo. Kate acababa de dormirse después de pasar la madrugada intentando decidir cómo podía enfocar el caso para sacar del hoyo a un corrupto tan descuidado e inepto como Mario Mendes. Al oír el tono de aviso había lanzado la BlackBerry a los pies de la cama y había vuelto a cerrar los ojos. Pero la cabeza empezaba a dolerle, el persistente zumbido de un enjambre parecía haberse instalado en ella y ya no fue capaz de volver a dormirse.

Dos minutos después del aviso de mensaje, recuperó la BlackBerry y leyó el e-mail. Luis le decía que estaba embalando todo lo que había que trasladar a la octava. Cuando vio la hora a la que su adjunto le había enviado el correo no pudo contener la sonrisa. El bueno de Luis tenía tantas ganas de instalarse en el Olimpo que había madrugado por primera vez en su vida sin que ella tuviese que amenazarlo antes. Bien, ella también estaba ansiosa, pero no era necesario hacerlo tan evidente.

Plantó el maletín que usaba como neceser sobre la mesa y abrió el candado. Sus ojos recorrieron la primera bandeja. Tónico, desmaquillador, hidratantes de día y de noche, contorno La Prairie; su pequeña fortuna en cosmética, los tesoros que la hacían sentir guapa y especial sólo con saber que estaban allí, esperando para cuidar de su piel. Pero ni rastro del ibuprofeno. Levantó la bandeja y en seguida percibió el aroma de los aceites de talasoterapia de su última adquisición: el
peeling
corporal de la italiana Collistar. Aspiró hondo y sacó el tarro para dejarlo a la vista. Por la noche dormiría de miedo. Buscó de nuevo en el fondo del maletín y fue apartando los lujosos frascos hasta revisar cada rincón, pero tampoco encontró lo que buscaba.

Seguro que ya era tarde y Dana estaría en las cuadras. Apretó la ruedecilla de la BlackBerry, vio un nuevo mensaje de Luis y lo abrió. Era el dossier sobre el técnico andorrano que podría ayudarles a rastrear las operaciones fraudulentas de Mario y modificar los registros. Empezó a leerlo. Un perfil perfecto para sus intereses; separado, con dos hijos, endeudado hasta las cejas y con una pensión que, si quería comer caliente, no podía pagarle a su ex. Bien, por fin algo bueno. El informe también relataba que el tipo había intentado por activa y por pasiva volver con su familia. Todo inútil. Un pobre tipo.

Kate respondió al mensaje de Luis y lo imaginó embalando cajas con su iPhone colgado del cuello en la cinta roja con el logo del gimnasio.

Había tenido suerte con él. Mientras lo mantuviese atado en corto, todo funcionaría. Además, sus recursos para averiguar detalles de las vidas ajenas eran ilimitados, y eso acostumbraba a convertirse en un as en la manga. En cuanto al despacho, tendría que averiguar a quién pertenecían el resto de las oficinas de la octava y ver cuáles eran las más espaciosas. Intentaría hacer un trueque con alguno de los socios más recientes y accesibles. Nada de quemarse con las vacas sagradas. Por suerte, su cartera de clientes era la más valorada, lo cual le facilitaría la negociación para cambiar a una ubicación mejor. Entró en el lavabo y se sentó en el váter a escribirle un mensaje a Flora. Así, el martes a primera hora, en cuanto abriese el correo, su eficiente secretaria le habría mandado un plano de la planta octava con el emplazamiento exacto de cada uno de sus inquilinos.

Dejó la BlackBerry sobre la repisa de mármol y abrió el grifo de la ducha, se quitó los calcetines de lana con los que había dormido y, cuando se disponía a entrar, empezó a sonar la
Fuga en do menor
, de Bach. La pantalla del móvil permanecía iluminada al otro extremo del baño y el suelo estaba frío. Dudó si dejarlo para después, pero el aparato reptaba peligrosamente hacia el borde de la repisa. Chasqueó la lengua en el instante de pisar la primera baldosa helada. Cuando vio el número de su hermano Miguel se le escapó un bufido.

21

Era Bernat, Santa Eugènia

Si algo tenía claro el caporal Arnau Desclòs era que nada ni nadie le impedirían estar a las cinco en punto en la iglesia de Das. Acababa de salir de la finca de los Bernat y había encontrado a Santi bastante bien, dadas las circunstancias. Le había visto llegar con el mono y las botas embarradas; dijo que venía de faenar en la era de Mosoll. Arnau se preguntó si el día del entierro de su padre él iría a trabajar a la comisaría, y se dijo que sí con convencimiento. Además, se pondría el uniforme, porque un agente de la ley debía dar ejemplo y mostrar aplomo en cualquier circunstancia. Como ahora estaba haciendo Santi; los buenos, siempre al pie del cañón.

Al llegar a la curva de la carretera de Bellver puso el intermitente y detuvo el coche justo antes de la raya del stop. Le encantaba esmerarse en seguir las normas. Si todo el mundo lo hiciese, otro gallo cantaría. Siguió adelante, satisfecho de sí mismo, por la avenida de la Cerdanya y, al llegar al cruce, el majestuoso edificio del centro de atención primaria le hizo acordarse de la forense.

Se había extrañado al verlo, incluso le había parecido que le costaba entregarle la bolsa con las cosas de Jaime Bernat. No sabía por qué, al fin y al cabo él era el agente que llevaba el caso, así que lo más normal era que fuese él mismo quien recogiese los efectos personales para entregárselos a su hijo. ¿O es que pretendía que Santi fuese hasta el tétrico sótano del hospital a buscar las pertenencias de su padre? Desde luego, uno podía esperar cualquier cosa de las mujeres.

Dejó atrás la plaza de Pi y tomó el último tramo hasta Santa Eugènia. Tras la segunda curva, apareció a su izquierda la falda nordeste de la montaña, verde, frondosa y oscura hasta la línea del cortafuego. Allí quedaba al descubierto el color rojizo de la tierra removida y se arruinaba la armonía del bosque. Arnau entornó los ojos. Una montaña cualquiera entre todas las del Cadí, pero no para los Bernat. Su padre, el juez, le había contado su historia cuando habían coincidido en el ascensor. Al parecer, Santa Eugènia había pertenecido a la familia hasta que el tatarabuelo de Santi dividió la propiedad entre sus dos hijos varones. A su muerte, las disputas por la herencia provocaron que el hermano soltero, enojado por un reparto que le perjudicaba, pusiese a la venta su parte de Santa Eugènia, una tierra por la que nadie del valle iba a ofertar, naturalmente. Hasta que apareció un extranjero, un ignorante señorito de Barcelona, y la compró. Eso era lo que le había explicado su padre, aunque la leyenda popular, alimentada por los propios Bernat, afirmaba que se la habían robado en una partida de cartas. Lo único seguro era que, desde entonces, los Bernat andaban tras esas tierras como lobos, igual que haría cualquiera si estuviese en su lugar.

Al llegar a la escena, el caporal distinguió de inmediato las marcas que debía dibujar. El zarzal que separaba de forma intermitente las tierras de la finca Prats y la era en la que habían encontrado a Jaime se extendía hasta la carretera. Arnau aparcó el coche delante. En Santa Eugènia aún no llovía, pero era uno de esos días en los que los rayos del sol no son capaces de atravesar nítidamente la cortina de nubes y, sin embargo, consiguen provocar una luminosidad molesta a los ojos. La zona en la que habían encontrado a Bernat estaba justo en mitad de la montaña, donde la pendiente era más pronunciada, así que se distinguían con bastante claridad las marcas de ruedas de los vehículos que habían transitado por allí.

Cogió el bloc que llevaba en el maletero y dibujó como pudo el zarzal y las roderas que había a ambos lados. Empezó por la izquierda y fue avanzando hacia la derecha.

De vez en cuando caía alguna gota pequeña sobre la libreta y la apartaba con la mano, hasta que una fue a parar a la punta del bolígrafo y al pasar de nuevo la mano la tinta dejó sobre el papel algo parecido al rastro de varios cometas. Mierda. Bueno, ya lo pasaría a limpio en comisaría. Volvió a mirar hacia las eras, y al dibujo, y entonces advirtió que los trazados de las ruedas no coincidían en ningún punto, como si se tratase de vehículos distintos. Y eso lo crispó. Qué manera más inútil de perder el tiempo. Consultó la hora y estrujó el bolígrafo con irritación. Faltaban menos de treinta minutos para el funeral y aún seguía allí con el maldito dibujo. A pesar de las bajas temperaturas, el cuello del uniforme empezaba a molestarle y notaba la espalda húmeda. Empezó a llover con más fuerza y Arnau miró la hoja de nuevo. Estaba sembrada de gotas. Aquello no tenía pies ni cabeza, así que prolongó los trazos de las roderas de ambos campos hasta hacerlas coincidir en un único rastro. ¿Qué le importaba? Se estaba mojando y al final llegaría al funeral tarde y empapado. Cerró la libreta y se metió en el coche. Ya lo arreglaría en comisaría.

22

Iglesia de Das

Kate no había vuelto a entrar en la iglesia de Das desde los doce años, el día en que enterraron a su padre. De hecho, en la recta de Baltarga tuvo la tentación de torcer a la derecha y seguir hacia el túnel hasta llegar a Barcelona. Pero Miguel ya había hablado con el abuelo, así que no le quedaba otra que seguir recto hacia Das.

Como de costumbre, la privacidad y la discreción simplemente no existían en el valle. Durante el desayuno, a Dana se le escapó que acababa de hablar con Miguel sobre la fiesta y que le había dicho que estaban juntas. Eso ya le hizo intuir lo que se le venía encima. Y, mientras le echaba la bronca por ser tan bocazas, recibió una llamada de Miguel: el abuelo la esperaba sobre las cuatro y media. Así que ahora iba de camino para recogerlo y llevarlo al funeral de Jaime Bernat, y ésa era una de las cosas que más la molestaban: no llevaba ni veinticuatro horas en el valle y ya habían organizado cómo y con quién iría al entierro.

Entró en el camino de grava que llevaba hasta la casa de su abuelo y abrió la ventanilla para oír el crujido suave y familiar de las piedras. Notaba el volante pegado en las manos y los vaqueros la molestaban. Hubiese pagado por parar el coche y quitarse la chaqueta, pero ya se imaginaba la cara del abuelo en cuanto viese la camisa de seda estampada. Seguro que los dorados, verdes y azules eran poco apropiados para la ocasión, aunque el fondo de la tela fuese más negro que la mismísima alma de Bernat. En fin, mejor dejarse la chaqueta puesta y bien abrochada… Por lo menos había cogido la negra, que aunque apenas le llegaba a la cadera era de paño de lana, impecable, y la hacía parecer más sofisticada.

El abuelo ya la esperaba. Estaba sentado en el porche y piqueteaba el suelo con el bastón. Cuando sus miradas coincidieron, él le hizo un gesto impaciente para que no parase, y ella asintió. Pero ya no la miraba. ¡Dios! La ponía enferma que nunca la dejase responder, como si lo único importante fuesen sus órdenes, su discurso y sus opiniones. Lo observó levantarse con dificultad y caminar hacia el coche mientras sus ojos repasaban el Audi con mirada inquisitiva. Rápidamente pensó cuánto hacía que había pasado por el túnel de lavado. Un par de semanas… Pero ahora empezarían los reproches por los neumáticos gastados y continuaría con las críticas a las marcas alemanas. Cogió aire y echó un vistazo al reloj mientras el abuelo abría la puerta del coche, aún en marcha.

Entró con más dificultad de la necesaria y le soltó un seco llegamos tarde. Kate apretó los labios. Aún faltaban veinte minutos para el entierro y ya había conseguido que se sintiese como una completa informal. Rodeó la fuente para volver al camino y maldijo a Miguel por escabullirse siempre que ella estaba cerca y por obligarla a ir a recogerlo. Y encima, cuando llegasen a Das, seguro que todo estaría atestado de coches.

Nada más cruzar la carretera, el abuelo le indicó dónde debía aparcar con un gesto del puño con el que sujetaba el bastón y un déjalo allí que la enervó. En lugar de responder preguntándole quién conducía, Kate obedeció y puso el intermitente. Para el tiempo que iba a estar allí, no quería problemas. Pero al apoyar la mano en el cambio oyó claramente el carraspeo. ¡Dios! A pesar del frío que hacía, notaba la piel del volante pegada a las manos y una humedad incómoda en la espalda.

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