Ojos de hielo (14 page)

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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

BOOK: Ojos de hielo
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—Y que su palabra es la ley, ¿no?

La veterinaria esbozó una mueca.

—Yo sólo les dije la verdad.

Kate asintió y de inmediato dibujó una sonrisa maliciosa.

—¿Y dices que estabas con Chico?

—Sí.

Kate enarcó las cejas.

—Mira, ya te he dicho que ni lo pienses —replicó Dana—. Su padre es de los de la vieja escuela, ya sabes. Yo le dejo algunas máquinas cuando las necesita y Chico me ayuda cuando me hace falta. Además, le llevo cinco años, y sólo estuvo un rato. Después su padre lo mandó a llevar algo urgente a Mosoll.

Kate cambió de posición en el sofá.

—Al viejo Masó no le debe de gustar nada que su hijo ande metido en tratos con una Prats.

—Seguro —Dana sonrió—, pero no va a durarle mucho la pena. Chico está buscando trabajo en Andorra y en cuanto le salga algo se irá.

—¿Estudió?

—Agrónomos.

—No creo que de momento encuentre nada. El trabajo también está muy difícil allí. Tienes Chico para rato…

Dana la miró sin comprender.

—¿Qué quieres decir?

—Vaaamos, Dan, soy yo. He visto cómo te miraba y tu cara cuando lo del culito. Le gustas, y si no lo aprovechas estás loca. Te digo que no está el patio para despreciar a un tipo así. Y, encima, ¿cuántos años tiene? ¿Veinticinco?

—Habla la experta. ¿Cuánto hace que no sales con alguien? —repuso enarcando una ceja—. ¿Y se supone que tú vas a arreglar mi vida amorosa?

—Qué burra eres.

Dana sonrió con ganas por primera vez.

—Sí, es una pena que no puedas vivir sin mí. Por cierto, ¿ya has llamado a tu abuelo?

Kate negó con la cabeza, reflexionando sobre quién era en realidad la que no podía vivir sin la otra.

Dana insistió:

—Pues deberías llamarle. Mañana es el entierro de Bernat y él querrá ir.

—Sí, puede que aproveche para hablar con la policía mientras tú le haces de muleta.

—No, yo no voy a ir —sentenció la veterinaria.

Kate asintió con vehemencia.

—¡Tú sí vas a ir! ¿Es que quieres que todos hablen de tu ausencia? Eso sería echar más leña al fuego, y hasta que sepamos de qué va todo esto del interrogatorio más vale que intentes actuar con normalidad.

Dana la miró pasmada.

—¿Es que no has oído ni una palabra de lo que te he dicho antes? —preguntó indignada—. A ese funeral no iría ni a rastras. El de la abuela fue el último. ¿Entiendes? Ese hombre no merecía ni ser pasto para los lobos. —Y, tras coger aire, continuó—: De todas formas, parece ser que los cuervos le arrancaron los ojos.

—¡Joder, Dana!

—¿¡Qué!? Ojalá aún hubiese estado vivo cuando lo hicieron, así habría notado todos sus picotazos. Alguien que manda cortar un árbol sagrado que ha sobrevivido cientos de años no merece menos.

18

Comisaría de Puigcerdà

El día del funeral, J. B. Silva entró en el despacho de la comisaria con unas expectativas demasiado altas. Acababa de pasar el fin de semana trabajando en la OSSA y, a primera hora, ya había dejado sobre la mesa de Magda el informe forense de Jaime Bernat con una nota sobre las pesquisas del caso. Basándose en la relación del caporal y de la familia de éste con el fallecido, exponía en su escrito las razones por las que Desclòs no debía tomar parte en la investigación. Así que cuando Montserrat le avisó de que Magda quería verlo en su despacho, colgó el teléfono convencido de que se había librado del caporal.

Mientras tanto, Magda Arderiu permanecía sentada en su butaca con la vista perdida en los sauces del aparcamiento y una carpeta abierta sobre la mesa. Acababa de leer el informe forense por segunda vez y, tras la decepción inicial, había llegado a la conclusión de que cerrar el caso con una muerte natural era lo mejor que podía ocurrirle a su carrera y, por extensión, a la comisaría de Puigcerdà. Se colgaría la medalla de haber resuelto el caso en el tiempo récord de dos días y nadie saldría malparado. Naturalmente, tenía en cuenta el pequeño detalle del atropello post mórtem que mencionaba el informe, pero la clave estaba en la coletilla: post mórtem. Bernat había muerto de un infarto y lo que le hubiese pasado por encima no le importaba a nadie. Además, darle vueltas a eso sólo podía complicarles la vida. La realidad era que Jaime había fallecido y que ellos habían determinado la causa.

Incluso había conseguido que el hijo del juez tuviera cierto papel a la hora de esclarecer el caso, con lo que el viejo y estirado Desclòs estaría en deuda con ella, y ese detalle le facilitaría las buenas relaciones con el CRC. Eso la hizo pensar en la silla vacía que dejaba Bernat en el consejo. Asintió mientras se relajaba apoyada en el respaldo de su butaca. Corrían nuevos tiempos, tiempos modernos en los que instituciones como el CRC, en las que se había vetado la entrada a las mujeres, tenían la ocasión de subirse al carro de la modernización y mostrar su carácter abierto y progresista. Fantaseó con esa silla y se imaginó sentada en ella. Con su traje chaqueta marfil y los Prada violeta que había comprado la semana anterior en Andorra sería la reina de la foto. Además, a Vicente le daría un tembleque sólo de imaginar algo así después de haber intentado, por activa y por pasiva, sentar sus posaderas institucionales en una de las preciadas sillas del consejo. Pero el alcalde carecía de la solera que se requería para entrar en el selecto grupo. Ella, sin embargo, podía aportar algo que nadie iba a poner en duda: modernidad y apertura. Sí, programaría una comida con alguno de los miembros para empezar a recabar apoyos.

Buscó en el bolsillo interior del bolso la pequeña llave del archivador privado y lo abrió. La primera carpeta era la del CRC. Bien, el uno era su número de la suerte… Eso sólo podía leerse como una señal positiva de que su plan era acertado.

Los once nombres de la lista atesoraban la mayor parte de las tierras del valle. Magda cogió el rotulador rojo del lapicero y sujetó el tapón con los dientes mientras trazaba la línea que dejaba libre su silla. Se irguió satisfecha. El segundo nombre de la lista, Jaime Bernat, resaltaba ahora entre los otros diez gracias a la contundente línea roja que lo tachaba. Le tentó la idea de escribir su nombre, pero no quiso precipitarse, ya habría tiempo. Volvió a tapar el rotulador, y leyó con atención el resto de los nombres visualizando el rostro de cada uno de ellos. Puede que Casaus fuese un buen comienzo. Había charlado con el alcalde de Pi en varias ocasiones y sólo unos meses atrás le había dado el pésame por la muerte de su esposa. Además, ahora se daba cuenta de lo acertada que había estado poniéndose de su parte al estallar el problema de los riegos en Pi.

Al fin cogió un bolígrafo negro y escribió sus propias iniciales a la izquierda de la raya roja. No se podía negar que, en el tiempo que llevaba en el valle, había jugado bien sus cartas.

Cuando llamaron a la puerta, Magda buscaba el teléfono de Casaus en la vieja y repleta agenda que había heredado de su antecesor en el cargo. Con un gesto impaciente ordenó al sargento que se sentara y siguió buscando el número. Ni rastro. Desde luego, Salas-Santalucía era un pueblerino con una agenda repleta de números inútiles. Por suerte, ya no estaba. Era increíble que hubiese durado tanto en el cargo. Sólo podía entenderse porque, en realidad, nadie quería el puesto de comisario en el valle del culo del mundo. En fin, Montserrat le conseguiría el número. Magda se apartó el pelo de la cara con el anular y el meñique, y miró al hombre que tenía sentado enfrente.

—Bueno, sargento, parece que se ha resuelto el caso y podrá volver a sus anteriores obligaciones. Por cierto, ¿ya le hemos devuelto las pertenencias de Bernat a su hijo?

Él la miró perplejo y apenas pudo responder con un lo haremos esta mañana.

Magda asintió satisfecha y cogió uno de los portafolios que tenía sobre la mesa. Lo abrió y miró al sargento.

—¿Algo más?

J. B. carraspeó y se rascó con la mano la parte derecha del cuello, donde tenía el tatuaje.

—¿Ha leído mi informe, comisaria?

Magda puso cara de perplejidad. ¿Acaso le debía alguna explicación a ese desarrapado? ¿Quién se había creído que era? De pronto recordó el supuesto papel de Silva en una trama de espionaje contra ella y se contuvo.

—No, con el informe de la autopsia es suficiente. Cuando tenga un minuto le echaré un vistazo al suyo, no se preocupe. Si no se le ofrece nada más…

El sarcasmo siempre había sido su fuerte para desalentar a los pesados. Y en este caso estaba segura de que él era lo bastante inteligente como para captarlo. Pero cuando levantó la vista supo que también era terco, demasiado terco.

—Comisaria, la muerte fue por una parada cardiorrespiratoria, pero alguien atropelló al cadáver. Le pido permiso para ocuparme de averiguar quién lo hizo. Dado que las huellas de las roderas están en el laboratorio y ya sabemos que pertenecen a un vehículo ligero, creo que dentro de un par de días podremos tener algo. Estoy convencido de que fue alguien de la zona. No tardaremos mucho en encontrar al culpable.

Magda notó que empezaba a dolerle la cabeza. ¿Por qué le mandaban a todos los idiotas? Le estaba ofreciendo la oportunidad de cerrar un caso y él insistía en seguir. Santa paciencia… O puede que fuese una prueba, que lo del atropello sin resolver llegase a oídos de la central y se convirtiese en un problema. Por otro lado, se trataba de su comisaría, así que ¿quién decidía?

Volvió las hojas de la carpeta con manifiesta irritación.

—Sargento, Bernat murió de un infarto, punto. No vamos a remover algo que no nos llevaría a ninguna parte.

—Bueno, de hecho nos faltan los tóxicos…

La comisaria ya no pudo contenerse más.

—Entonces, sargento, el caso está cerrado porque lo digo yo. Y santas pascuas.

Y, cruzando las manos sobre la mesa, añadió:

—Mande a Desclòs a buscar las pertenencias del muerto y que se las entregue a su hijo antes del entierro.

Magda se dio cuenta en ese momento de que el sargento miraba algo con mucho interés, así que bajó la vista. Una gruesa línea roja sobre el nombre de Jaime Bernat destacaba de forma escandalosa en la primera página. A la izquierda, dos iniciales. El rotulador seguía en la mesa, y las marcas de carmín húmedo, en el tapón. Magda cerró el portafolios y cruzó la mirada con la del sargento. En ese instante tuvo el presentimiento de que aquel detalle no la favorecería.

19

Comisaría de Puigcerdà

J. B. salió del despacho dispuesto a jugar sus cartas a su manera. Al pasar por delante del mostrador de recepción, Montserrat lo llamó con la mano.

—Bueno, ¿qué tal tu finde?

J. B. frunció el ceño. Esa palabra no le pegaba nada a la buena de Montserrat, y él no estaba de humor para charlas.

—Bien, he estado trabajando en la moto —respondió sin intención de detenerse.

La secretaria era la única a la que le había hablado del taller, de sus planes de comenzar un negocio de restauración de motos y de la página que había abierto para venderlas por Internet. Entonces se le ocurrió algo y se apoyó en el mostrador.

—Montse, ¿dónde puedo conseguir información sobre el CRC?

Ella lo miró en silencio y luego le indicó que se acercase.

—Hay un dossier en el antiguo archivador del comisario, en el sótano, pero necesitas un informe y un permiso.

—Pero cómo voy a…

Ella lo interrumpió con un gesto.

—Las llaves están en el armario. Puede que hoy me olvide de cerrarlo, pero mañana lo dejaré como cada día y todo debe volver a estar en su sitio.

J. B. asintió. Metió la mano en el bolsillo del vaquero y soltó un par de Solanos sobre la mesa, delante de Montserrat. Ella los metió en uno de los lapiceros y apoyó la espalda en su asiento. Sin mirarle, empezó a apilar con una sonrisa pícara dos carpetas que había sobre el escritorio.

—Pues el sábado no arreglarías muchas motos —le soltó.

J. B. la miró suspicaz.

—Te vieron entrando en el Insbrük.

¡Joder! ¿Qué pasaba en aquel sitio con la intimidad?

—Quedé con la forense para comentar el informe de la autopsia y aprovechamos para tomar algo. A las once estaba en el taller.

¿Por qué le estaba dando explicaciones?

Montserrat sonrió.

—Me alegra que salgas con alguien. Gloria parece buena chica, aunque las malas lenguas ya sabes que se ceban con los de fuera.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, hablaban sobre ella y su hermanastra, la pintora… Pero no te creas nada, que son envidias de las que no pudieron pescar al viejo Boix.

J. B. la miraba sin comprender y ella negó con la cabeza antes de seguir.

—La madre de Gloria se casó con un Boix, el hermano viudo y muy rico del antiguo alcalde, el partido que todas las viudas y solteras pretendían. De ahí los malos rumores sobre ella y su hija. Tú no hagas caso, por aquí a la gente le gusta mucho criticar. Pero pórtate bien con ella —le advirtió.

J. B. frunció el ceño al comprender por dónde iban los tiros.

—Oye, no te imagines cositas, ¿eh?, que las mujeres en seguida vais más allá de la cuenta.

—No me imagino nada, sólo te digo lo que vi. Esto es un sitio pequeño, ten cuidado.

—Lo tendré. Y que sepas que no me gusta mezclar las cosas, así que sólo amigos.

—No sé yo si ella lo tiene tan claro…

—Que sí, y no me des más la vara, Montserrat.

Ella bajó la vista sonriendo y J. B. empezó a sulfurarse.

—Mira, avisa al caporal y dile que venga a mi despacho.

—Ahí lo tienes —dijo la secretaria, y señaló a Arnau, que llegaba charlando con otro agente.

J. B. se volvió y le hizo un gesto a Desclòs para que fuese a su despacho. El caporal se tomó su tiempo para acabar la conversación y J. B. empezó a andar sin esperarlo. Esa costumbre que tenía Arnau de tomarse las órdenes con tanta calma le ponía enfermo. Por suerte, eso también tenía su lado bueno. El caporal era lento, lo cual le daba ventaja. Hasta que se enterase de que no había caso decidió comportarse como si lo hubiese.

Cuando tuvo a Desclòs delante, J. B. le preguntó por las fotos y el caporal le informó de que no había llegado la valija. Luego lo mandó al despacho de la forense para que recogiese los efectos de Bernat y se los llevase a su hijo. Después tendría que acercarse a la escena y comprobar si las roderas que había a ambos lados del zarzal que separaba la era de los Bernat y la de la veterinaria eran iguales. Además, había que dibujar un plano de esas eras y trazar el recorrido del vehículo que había atropellado a Bernat. Las conclusiones de Gloria apuntaban a que había pasado sobre el cuerpo de izquierda a derecha y eso, teniendo en cuenta la posición del cadáver y la inclinación de la era, significaba que el vehículo estaba en la parte superior del campo de los Bernat y había descendido hacia la carretera. El dibujo les descubriría más cosas sobre la dirección que tomó el conductor, y también esclarecería por dónde había entrado en la era y por dónde había salido. El caporal lo miraba como si sus neuronas no estuviesen preparadas para procesar tanta información. Cuando abrió la boca lo hizo para apuntar que la lluvia habría borrado el rastro de la escena y que todavía estaría todo encharcado e intransitable. Era evidente que no quería ir, pero al sargento sus opiniones le traían al fresco y fingió no haberlo oído.

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