Kate salió del coche y respiró hondo. El aire seco y frío le despertó los sentidos, y al inspirar tuvo la sensación de que se le desgarraban las fosas nasales. Insistió en llenarlas de aire y del olor de la finca. Se notaba en el ambiente que había llovido, olía a hierba y a tierra mojada. Kate se encogió bajo la ropa por el frío mientras estudiaba la fachada de la casa en busca de las grietas y detalles que conocía. Por primera vez en meses se sintió relajada y en paz. Se colgó la bolsa al hombro y caminó hacia la entrada, sobre las piedrecillas romas del camino. No había ni rastro de
Gimle
. Nadie salió a recibirla. Le estaba bien empleado: llevaba demasiado tiempo sin subir a la finca. Las hileras de tiestos seguían perennes a ambos lados de la escalera, y sus ojos se clavaron en el jarrón del segundo cactus a la derecha, justo debajo de una de las farolas. Siguió las ondas desconchadas, verdes y azules, como había hecho en cada una de sus visitas desde que la viuda Prats lo puso ahí, al lado del que había pintado su nieta Dana en colores pastel. Fue el verano en el que cumplieron diez años. Dentro de unos meses cumplirían los treinta.
La puerta principal estaba cerrada y Kate levantó el tiesto. La nota era típica de Dana; caligrafía jeroglífica y el anagrama de costumbre. Kate trató de descifrar la clave para probarse a sí misma. Luego le dio la vuelta a una de las herraduras clavadas en la pared y sonrió al ver la llave.
La casona estaba como siempre y, a esa hora de la tarde, el ambiente lúgubre de la planta baja —que normalmente solía alejarlas de allí— le pareció reparador, casi mágico. Persistía el perfume de las velas aromáticas que la abuela de Dana importaba de sus visitas al sur de Francia, pero el aroma de pasteles horneados de cuando vivía la viuda había desaparecido, igual que la alegría en el ambiente y los cestos y centros con flores. Kate dejó la bolsa en el suelo del vestíbulo y entró en la sala principal, donde los muebles y los cuadros mostraban la época dorada de la familia Prats, cuando el abuelo de Dana era un importante abogado y empresario barcelonés al que una joven de las montañas hizo cambiar de vida e instalarse en el valle. Kate se acercó al Chester y acarició el respaldo. Le encantaban el tacto de la piel envejecida, su olor y los grandes cojines de terciopelo listado en los que se sentaban de pequeñas sobre el suelo, delante de la chimenea. Un cuadro de la viuda presidía la estancia devolviendo la mirada con el porte regio y la expresión resuelta. Kate titubeó antes de mirar al retrato a los ojos. Sabía que encontraría reproche en ellos, ya que, según Dana, expresaban los pensamientos de la anciana aunque ella ya no estuviese. Kate creía que era más bien la propia conciencia de su amiga la que la hacía ver en el cuadro algo que era imposible, pero, en cualquier caso, el rostro de la viuda siempre intimidaba.
Ésas eran las peculiaridades de las Prats con las que había crecido, un mundo de costumbres ancestrales y creencias antiguas relacionadas con la naturaleza y la tierra que Kate no quería aceptar que habían forjado su forma de ser. Al fin alzó la vista y buscó los ojos de la viuda. Al momento se descubrió disculpándose en silencio por haber estado fuera tanto tiempo y no haber respaldado a Dana, como ella le había pedido antes de morir.
Recordó la tarde de su entierro, en mitad del bosque, apenas un año atrás. Y también la mañana en que acompañó a Dana a la lectura del testamento. Incluso el agotamiento de los días posteriores, en los que tuvo que emplearse a fondo para que su amiga no permaneciese atrapada en el desaliento y desatendiese a los animales. Y la terrible discusión del último día… Kate respiró hondo y apartó la mirada del cuadro. En la sala todo parecía ocupar el lugar correcto, excepto el montón de cartas y papeles que se amontonaban sobre la mesa del escritorio. La viuda hubiese sido incapaz de tolerar semejante desbarajuste de documentos. Kate no pudo evitar levantar de nuevo la vista hacia ella. Seguro que en los últimos meses Dana había dado con su propia forma de llevar la finca… Por fortuna, las dudas sobre cómo sacar adelante el legado de su familia parecía que se habían esfumado y continuaba con la yeguada de árabes que había comenzado con su abuela. Kate se acercó al ventanal y descorrió totalmente las pesadas cortinas de terciopelo para que entrase la luz de la farola. Tuvo que emplearse a fondo para abrir las puertas acristaladas. La atmósfera de la sala era pesada, y con la entrada del aire exterior fue consciente de lo mucho que olía a cerrado, a flores secas y a polvo.
La irritó que Dana no se ocupase de esas tareas. Seguro que, entre la finca y los caballos, no había podido. Ya estaba oyendo sus eternas excusas. De todos modos, no quería empezar con mal pie, así que durante los tres días que iba a pasar allí se ocuparía personalmente de mantener la casa iluminada y aireada como cuando vivía la viuda. Todo con tal de que esa atmósfera tristona y pesada no permaneciese enquistada en todas partes, como estaba empezando a ocurrir. Respiró hondo frente al ventanal abierto mientras el aire frío de finales de noviembre inundaba la sala y también sus pulmones. Luego se volvió, observó la habitación y no pudo evitar sulfurarse al ver tanto desorden.
Se acercó a la mesa del escritorio y echó un vistazo a los papeles. Cartas de bancos abiertas y facturas de forraje, agua, gasóleo, la reparación de un quad… Volvió a apilarlas y dudó una milésima de segundo antes de coger un sobre con el logo de un banco y sacar de él el extracto. Pero cuando se disponía a hacerlo oyó los cascos fuera y volvió a dejarlo sobre el montón. Se acercó al ventanal, pero no había nadie en el aparcamiento de la entrada, así que cerró las puertas. ¿Se habría confundido? Debía de haber algo abierto en otro rincón de la casa porque una fuerte corriente de aire frío le había acariciado la cara mientras entornaba de nuevo los ventanales.
El cuco empezó a dar las ocho y se encendieron el resto de las luces del patio y del camino de entrada a la finca. Le encantaba observar ese paisaje versallesco, pero su estómago empezó a quejarse de nuevo.
Ya en la cocina, llenó de agua uno de los cazos blancos, esmaltados con florecitas, de la viuda y lo puso en un fogón. Abrió el armario de las infusiones y sonrió al ver los viejos botes de cristal a los que ellas habían puesto etiquetas con una pulcra caligrafía y cenefas alrededor. La mayoría estaban casi vacíos, y se decidió por la menta. Al encender el fuego le llegó una vaharada cálida y, por primera vez, fue consciente de que la casa estaba helada. Abrió el armario del dulce en busca de la sacarina y de nuevo se encontró con varios botes vacíos. No había ni rastro del edulcorante, de modo que cogió medio terrón del azucarero; uno entero era demasiado. Cuando el agua arrancaba a hervir oyó de nuevo los cascos.
Por el ruido dedujo que se trataba de más de un caballo, así que Dana no venía sola. Echó las hierbas en el cazo, lo tapó y apagó el fuego antes de mirar por la ventana, hacia la parte delantera de la casa. Pero esta vez tampoco vio a nadie. Ya empezaba a irritarla tanta tontería. Rodeó la mesa central de la cocina y fue a asomarse a la puerta principal.
Dana hablaba con un hombre mientras
Gimle
husmeaba entretenido las botas altas de su ama. La veterinaria llevaba el incombustible chaleco acolchado, los eternos pantalones de montar y el pelo recogido en una especie de moño que se sostenía con un palillo chino. Kate buscó su mirada y Dana la saludó con un guiño y una breve sonrisa. Pero sin interrumpir la conversación. Kate entornó los ojos y escudriñó con atención la espalda del hombre que hablaba con ella. Alguien que merecía más atención que su reencuentro debía de ser importante para Dana. La mirada de Kate se cruzó con la de
Gimle
, y el golden corrió hacia ella. Kate lo acarició intentando mantener las patas del animal alejadas de sus pantalones, pero no apartó la vista del interlocutor de Dana.
El tipo llevaba unos vaqueros desgastados, un chaleco negro parecido al de ella y un sombrero vaquero. Vaya un fantasma. Kate buscó los ojos de su amiga y le hizo un gesto obsceno refiriéndose al trasero del hombre. Ella le sonrió y con la mano la invitó a acercarse. Entonces él se dio la vuelta y Kate lo miró fugazmente, sin reconocerle, mientras encajaba el abrazo de Dana.
Abrazar a su mejor amiga después de casi un año debería haberla hecho sentir como en casa, pero antes de rozarse ya había reparado en los esparadrapos alrededor de sus dedos. Y, cuando notó su resistencia a soltarla y el temblor de sus manos en la espalda, comprendió que las visitas de la policía no eran lo único que la preocupaban.
—¡Cuánto tiempo! —exclamó Dana con una sonrisa—. Me alegro mucho de que hayas podido venir.
Kate miró al hombre que estaba con ellas y arqueó una ceja. Él se tocó el sombrero y le sonrió.
—No has cambiado nada, Salas —afirmó sosteniéndole la mirada más de lo necesario. Y luego se dirigió a Dana—: Bueno, yo me voy. El lunes te espero sobre las nueve, ¿de acuerdo? Y, oye, siento lo del otro día, pero tuve que llevar una carga a Mosoll y ya conoces a mi padre, no podía esperar.
—Tranquilo, lo entiendo. El lunes a las nueve.
Él asintió y montó en el caballo. Cuando ya se iba, Dana le gritó:
—Si te surge algún imprevisto mándame un mensaje y cambiamos el día.
Él volvió a asentir y luego ambas observaron en silencio cómo se alejaba hacia la verja de la entrada. Se miraron y Dana sonrió maliciosa.
—No tienes ni idea de quién es, ¿verdad?
Kate arqueó los labios.
—Es Chico, el hijo de los Masó —informó Dana, complacida.
—¿Aquel renacuajo que siempre nos molestaba?
—En realidad, te molestaba —puntualizó Dana.
—Hacía siglos que no lo veía. ¿Y ahora qué hace? ¿Trabaja con su padre?
—Sí, pero por poco tiempo. Quiere irse, y mientras no lo consigue yo me aprovecho de él. Me ayuda con los campos. Le he cedido la parte de Pi, vamos a medias.
Kate levantó una ceja y Dana sonrió.
—No, ni lo pienses.
—Me ha parecido que te ponía ojitos. ¿
Culobonito
está soltero?
Ella le dio un amago de puñetazo en el hombro y Kate no pudo evitar fijarse en sus manos. Dana las deslizó en los bolsillos del chaleco.
Tenía ganas de ir al grano, se moría por preguntarle por qué había vuelto a las andadas y qué era lo que la hacía temblar como una hoja. Pero la expresión de la veterinaria se ensombreció al instante, como si intuyese lo que se le venía encima. Kate sintió lástima de ella y la cogió del brazo para obligarla a andar hacia la casa.
—Bueno, entremos. He preparado un poleo calentito. Nos lo tomaremos y me contarás por qué he dejado una vida de lujo y fiestas para venir hasta aquí.
Bar Insbrük
J. B. esperaba a Gloria sentado en la barra del Insbrük con una Agua de Moritz entre las manos. La forense había descolgado al segundo tono, así que lo más seguro era que hubiese estado esperando su llamada. Algo que él había pospuesto adrede para darle tiempo a terminar el informe. Luego, había rechazado su invitación para pasar por su casa; quería estar seguro de saber si quería meterse en algo con ella. Y eso le había dejado la misma sensación de orgullo en el cuerpo que cuando empezó con la «sin». Porque eso era justo lo que debía hacer: usar la cabeza y no dejar pensar a la entrepierna.
Empezaron a llegar jugadores y J. B. se preguntó si había sido buena idea quedar allí. Porque al hacerlo había olvidado por completo las previas del torneo de dardos del fin de semana y el enjambre bullicioso en el que se convertía el local durante esos días. A las ocho, el bar era un hervidero, y la dueña empezó a repartir las tarjetas con los turnos para que los grupos fuesen a entrenar a las dianas del sótano. Se respiraban la cerveza y los nervios de las previas, y eso le recordó el Arrow, el garito de Cornellà en el que se reunían desde siempre los jugadores del cuerpo y donde había jugado con Miguel durante la época de la academia de capacitación.
Sin embargo, el Insbrük era algo distinto. Allí se jugaban las mejores partidas de dardos del valle, pero también era territorio de moteros. Era el local al que los Salas —Miguel y su hermano Tato— lo habían llevado la primera noche que pasó en el valle.
Miguel Salas era de los que nunca dejaban tirado a nadie, y J. B. sabía que había sido una suerte coincidir con él en la academia. Cuando supo que lo había criado un abuelo que llevaba veinte años como comisario de la misma zona, comprendió que no le fallaría jamás. A Miguel le faltaba un poco de mundo, era fácil darse cuenta, y no estaba hecho para patrullar por las zonas en las que J. B. acostumbraba a moverse. Miguel era de los que el día menos pensado volvían con la cara partida por no haber sabido de quién fiarse. Y eso que no buscaba complicaciones. Le gustaban los dardos, la cerveza, delegar con estilo y escurrir el bulto cuanto podía. Pero era un tipo tranquilo, nunca tenía prisa y se podía contar con él. Excepto en temas de dinero, porque siempre estaba sin blanca. El problema eran las mujeres; le iba lo prohibido, los retos y el riesgo. Por eso cuando le telefoneó para decirle que se iba al valle a vivir tranquilo de guarda forestal, a J. B. le pareció que era el mejor modo de preservar su integridad física.
Se levantó del taburete para coger el cesto de los cacahuetes y miró el reloj. La forense era de las que se retrasaban. Vaya por Dios. Se sentó de nuevo y al volverse la vio en la puerta. Paso firme, camisa blanca ajustada, un buen escote y vaqueros metidos en unas botas altas con taconazos. Llevaba el pelo recogido en una coleta floja que le caía sobre el hombro derecho hasta el pecho y un sobre grande en la mano, con la que sujetaba también la cazadora. Al verle le dedicó una amplia sonrisa y J. B. se arrepintió de no haber aceptado su invitación.
—¿Dónde lo has dejado? —preguntó con malicia.
J. B. frunció el ceño y ella abrió mucho los ojos.
—Al caporal…
—Ja, qué graciosa… —respondió Silva.
Gloria le ofreció el sobre. La forense olía a perfume caro y acababa de secarse el pelo. Casi le dieron ganas de buscar una excusa para romper la regla y disparar. Pero el sobre que le tendía lo contuvo.
—Toma, es un pequeño resumen. El informe ya está en el juzgado —le anunció mientras se sentaba en el taburete.
—Cuéntame —pidió él.
La forense suspiró y sonrió al camarero, que se había acercado para preguntarle qué quería. Hizo ademán de pedir lo mismo, pero J. B. cogió la carta y se la ofreció: