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Authors: Frederick Forsyth

Odessa (14 page)

BOOK: Odessa
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En los rótulos se leen los nombres de varias firmas comerciales, dos Compañías de Seguros, un arquitecto, una oficina de ingeniería y una agencia de Importación y Exportación, que ocupa el último piso. Se atiende cortésmente toda consulta relacionada con cualquiera de los inquilinos, menos con el del último piso. Sobre éste, con la misma cortesía, se rehúsa toda información. Y es que la empresa del último piso es la pantalla del Mossad.

La sala en que se reúnen los jefes de la Inteligencia israelí es fresca y blanca y, por todo mobiliario, hay en ella una larga mesa y sillas alrededor de las paredes. A la mesa se sientan los cinco hombres que dirigen las distintas secciones del Servicio. Detrás de ellos, los ayudantes y taquígrafos. A algunas sesiones, muy pocas, pues son estrictamente secretas y en ellas se ventilan toda clase de confidencias, puede asistir alguna que otra persona ajena al Servicio, con objeto de facilitar información.

A la cabecera de la mesa se sienta el director del Mossad. La organización, cuyo nombre completo es «Mossad Aliyah Beth», esto es, «Organización para la Segunda Inmigración», fue fundada en 1937 y fue, el primer órgano de la Inteligencia israelí. Su objetivo era ayudar a los judíos a salir de Europa y llevarlos a lugar seguro en la tierra de Palestina.

En 1948, después de la fundación del Estado de Israel, el Mossad pasó a ser el principal organismo de los Servicios de Inteligencia, y su director se convirtió, automáticamente, en jefe de las cinco ramas de que éstos se componen.

A la derecha del director se sienta el jefe del Aman, la sección de Inteligencia Militar, cuya misión es mantener a Israel al corriente de los preparativos de guerra que efectúen sus enemigos. El hombre que entonces ocupaba el cargo era el general Aharon Yaariv.

A la izquierda se sienta el jefe del Shabak, órgano al que a veces se denomina erróneamente Shin Beth. La palabra Shabak es una contracción de Sherut Bitchen, que en hebreo quiere decir Servicio de Seguridad. El nombre completo de la sección que vela por la seguridad interna, exclusivamente interna, de Israel, es Sherut Bitchen Klali, y con estas tres palabras se ha formado la abreviatura de Shabak.

A continuación tienen su asiento los otros dos hombres que completan el quinteto: uno es el director general de la división de Investigación del Ministerio de Asuntos Exteriores, encargada de evaluar la situación política en las capitales árabes, cuestión de importancia vital para la seguridad de Israel. El otro es director de un servicio que se ocupa exclusivamente del destino de los judíos en «las tierras donde hay persecución». Entre ellas se cuentan todos los países árabes y comunistas. Estas reuniones semanales permiten a cada uno de los jefes saber lo que hacen los otros departamentos, y así evitan duplicidad de medidas e intrusiones.

A las reuniones asisten, en calidad de observadores, otros dos hombres: el inspector general de Policía y el jefe de la Sección Especial, brazo ejecutor del Shabak en la lucha contra el terrorismo en el interior del país.

La reunión de aquel día fue absolutamente normal. Meir Amit ocupó su lugar en la presidencia, y empezaron las conversaciones. Guardó su bomba para el final. Al soltarla, reinó un gran silencio, mientras todos los presentes, hasta el último de los ayudantes sentados en el fondo de la sala, imaginaban a su país muriendo bajo los efectos de las cabezas nucleares cargadas de radiactividad y de peste.

—Lo imperativo es lograr que esos cohetes no despeguen —dijo al fin el jefe del Shabak—. Si no podemos impedir que los fabriquen, hemos de procurar por todos los medios que no los disparen.

—De acuerdo —dijo el taciturno Amit—. Pero, ¿cómo?

—Hay que destruirlos —gruñó Yaariv—. Destruirlos con todo lo que tengamos a mano. Los reactores de Ezer Weizmann pueden arrasar la «Fábrica 333» en un solo ataque.

—¿Y empezar una guerra sin disponer de medios? —replicó Amit—. Necesitamos más aviones, más tanques y más cañones para derrotar a Egipto. Creo que todos sabemos ya que la guerra es inevitable. Nasser quiere la guerra, pero no luchará hasta que esté preparado. Y, en estos momentos, él, con sus armas rusas, está más preparado que nosotros.

Reinó de nuevo el silencio. Luego habló el jefe de la sección de Asuntos Árabes del Ministerio del Exterior.

—Según la información que hemos recibido de El Cairo, parece que estarán preparados a primeros de mil novecientos sesenta y siete, con cohetes y demás.

—Para entonces tendremos nosotros nuestros tanques y cañones, y los nuevos reactores franceses —apuntó Yaariv.

—Sí, pero ellos dispondrán de los cohetes de Helwan. Cuatrocientos cohetes. Señores, sólo hay una solución. Cuando nosotros estemos preparados para hacer frente a Nasser, esos cohetes estarán diseminados en silos por todo el territorio de Egipto, y no podremos llegar hasta ellos. Porque, una vez en los silos y dispuestos para el lanzamiento, no será suficiente que destruyamos el noventa por ciento; tendremos que destruirlos todos. Y ni siquiera los pilotos de combate de Ezer Weizmann pueden destruirlos todos sin excepción.

—En tal caso, no hay más remedio que destruirlos antes de que salgan de la fábrica de Helwan —dijo Yaariv tajantemente.

—Sí, pero sin ataque militar —puntualizó Amit—. Tenemos que obligar a los científicos alemanes a que se retiren antes de terminar su trabajo. No hay que olvidar que la etapa de investigación toca ya a su fin. Tenemos seis meses. Después, los alemanes ya no cuentan para nada. Una vez diseñada hasta la última tuerca, los egipcios mismos pueden encargarse de la fabricación. Por consiguiente, me propongo intensificar la campaña contra los científicos alemanes en Egipto. Os tendré informados.

Hubo unos segundos de silencio, mientras todos los presentes pensaban lo que hasta entonces nadie había dicho. Al fin, uno de los hombres del Ministerio de Asuntos Exteriores formuló la pregunta: ¿Y no podríamos volver a las intimidaciones en Alemania?

El general Amit movió negativamente la cabeza.

—No. En las actuales circunstancias políticas, eso es impracticable. Las órdenes de la superioridad siguen siendo las mismas: nada de violencia dentro de Alemania. Para nosotros, la clave de los cohetes de Helwan está en Egipto.

El general Meir Amit, director del Mossad, se equivocaba pocas veces. Pero ahora estaba en un error. Porque la clave de los cohetes de Helwan estaba en una fábrica de Alemania Occidental.

Capítulo VI

Miller tardó una semana en conseguir que lo recibiera el jefe de la sección de la Oficina del fiscal general de Hamburgo encargada de la investigación de los crímenes de guerra, y pensó que Dorn, al enterarse de que no actuaba por orden de Hoffmann, habría obrado en consecuencia.

El hombre que lo recibió parecía nervioso e incómodo.

—Sepa usted que sólo por su pertinaz insistencia he accedido a sostener esta entrevista —le dijo, a modo de introducción.

—De todos modos, se lo agradezco —respondió Miller conciliadoramente—. Deseo información acerca de un hombre, cuyas actividades habrán sin duda investigado ustedes a fondo. Se llama Eduard Roschmann.

—¿Roschmann? —repitió el abogado.

—Sí, Roschmann. Capitán de la SS y comandante del ghetto de Riga de mil novecientos cuarenta y uno a mil novecientos cuarenta y cuatro. Me interesa saber si está vivo; y si ha muerto, dónde está enterrado, si lo han encontrado y si ha sido arrestado y juzgado o, de lo contrario, dónde se halla en la actualidad.

El abogado le miraba consternado.

—Yo no puedo facilitarle esa información —dijo.

—¿Por qué no? Es asunto de interés público, de gran interés público.

El hombre había recobrado ya el aplomo.

—No estoy de acuerdo —dijo con suavidad—. De ser así, continuamente estaríamos recibiendo consultas de esa índole y, que yo recuerde, la suya es la primera que nos llega de… un miembro del público.

—En realidad, yo soy también miembro de la Prensa.

—Lamento tener que decirle que en su calidad de miembro de la Prensa no tiene acceso a más información de la que podría obtener un particular.

—Y esa información es…

—Que no estoy autorizado a hablar del estado de nuestras investigaciones.

—Pues no es un comienzo muy prometedor —dijo Miller.

—Vamos, Herr Miller, no esperaría usted que la Policía le hablara del estado de sus pesquisas en un caso criminal, ¿verdad?

—Pues sí, señor, lo esperaría. En realidad, en eso se apoya mi trabajo. Y, por lo general, la Policía me ayuda con sus declaraciones respecto a si esperan efectuar en breve algún arresto. De todos modos, la Policía siempre contestaría a un periodista que preguntara si el principal sospechoso está vivo o muerto. Eso favorece sus relaciones con el público.

El abogado sonrió levemente.

—No me cabe duda de que, en ese aspecto, realizan ustedes una valiosa labor. Pero nosotros no podemos facilitar información acerca del estado de nuestras investigaciones. —Entonces pareció dar con una buena razón. —Hágase cargo: si los criminales reclamados supieran que vamos a extender una orden de arresto, desaparecerían.

—Puede ser —respondió Miller—. Pero, por lo que he podido averiguar, sólo consta que ese Departamento ha llevado a juicio a tres hombres que eran guardianes del ghetto de Riga. Y eso ocurrió en 1950, por lo que probablemente los tres estaban ya detenidos cuando los ingleses les traspasaron los expedientes. De modo que no creo que haya peligro de que los criminales reclamados se asusten y desaparezcan.

—En verdad que esa afirmación es puramente gratuita.

—Está bien. Digamos que su investigación avanza. En nada le perjudicaría decirme, lisa y llanamente, si se investigan las actividades de Eduard Roschmann y si saben dónde está.

—Lo único que puedo decirle es que todo cuanto corresponde a la jurisdicción de mi Departamento está sometido a constante investigación. Lo repito: constante investigación. Y ahora, Herr Miller, me parece que ya nada más puedo hacer por ayudarle.

Se puso en pie, y Miller le imitó.

—Tengan cuidado, no vayan a herniarse con tantos esfuerzos —dijo al salir.

Transcurrió otra semana antes de que Miller estuviera preparado para seguir adelante. Pasó la mayor parte del tiempo en casa, leyendo seis libros, que tomó prestados de la Biblioteca Pública. Trataban de la guerra en el frente del Este y de lo sucedido en los campos de concentración de los territorios ocupados. Y, precisamente, el bibliotecario le habló de las actividades de la Comisión Z.

—Está en Ludwigsburg —le dijo—. Lo leí en una revista. Su nombre completo es «Central federal para el esclarecimiento de los crímenes cometidos durante la era nazi»; pero la gente, para abreviar, la llama Zentralstelle o, simplemente, Comisión Z. Es la única organización del país que se dedica a perseguir a los nazis a escala nacional, e incluso internacional.

—Gracias —le dijo Miller—. Veré si ellos pueden ayudarme.

A la mañana siguiente, Miller fue a su Banco, extendió un cheque para su casero, por el importe del alquiler de enero a marzo, y retiró el resto en efectivo, dejando un remanente de diez marcos, para mantener la cuenta abierta.

Dio un beso a Sigi cuando ella se iba a trabajar al club, y le dijo que estaría ausente una semana, o tal vez más. Luego sacó el «Jaguar» de su garaje subterráneo y emprendió el viaje en dirección al Sur, camino de Renania.

Ya habían llegado las primeras nieves, arrastradas por los vientos del mar del Norte, que se precipitaban en grandes ráfagas sobre la autopista que, por el sur de Bremen, discurría en línea recta hacia los llanos de la Baja Sajonia.

Al cabo de dos horas de viaje, Miller se detuvo para tomar café, y reanudó la marcha a través de Renania/Westfalia. A pesar del viento, le gustaba viajar con mal tiempo por la autopista. Dentro de su «XK 150», tenía la impresión de estar en la carlinga de un avión, iluminada por las luces tenues del tablero de mandos, mientras los oblicuos torbellinos de nieve bailaban fugazmente ante los faros, azotaban el parabrisas y se diluían en el frío anochecer.

Miller se mantenía en el carril rápido, como siempre, llevando el «Jag» a casi 160 kilómetros por hora. A su derecha iban quedando atrás las moles de los camiones pesados que dejaban oír un siseo cuando él los adelantaba.

A las seis de la tarde había rebasado la bifurcación de Hamm, y empezaba a divisar, a la derecha, las luces del Ruhr. Aquella región le había producido siempre un vivo asombro: kilómetros y kilómetros de fábricas y chimeneas, pueblos y ciudades que se sucedían sin solución de continuidad, formando un conglomerado gigantesco, de ciento cincuenta kilómetros de largo por más de setenta de ancho. Desde un viaducto vio cientos de hectáreas de luces de fábricas, y el resplandor de mil hornos en los que se batía el milagro económico. Catorce años atrás, cuando pasó por allí en el tren, en su viaje escolar a París, todo aquello eran escombros. El corazón industrial de Alemania apenas latía. Era imposible no sentirse orgulloso de lo que su pueblo había hecho desde entonces.

«Siempre que no tenga que vivir aquí…», pensó, mientras las grandes señales del cinturón de Colonia empezaban a brillar al ser iluminadas por los faros. En Colonia torció hacia el Sudeste, por Wiesbaden, Frankfurt, Mannheim y Heilbronn y, ya muy tarde, paró en un hotel de Stuttgart, la ciudad más próxima a Ludwigsburg.

Ludwigsburg es una apacible e inofensiva población situada en los suaves montes de Wurttemberg, a dieciséis kilómetros al norte de Stuttgart, la capital del Estado. En una tranquila travesía de la calle Mayor, para disgusto de los buenos vecinos de la ciudad, se encuentran las oficinas de la Comisión Z, ocupadas por un puñado de hombres mal pagados y agobiados de trabajo, cuyo mayor afán es perseguir a los nazis y a los SS que durante la guerra fueron culpables de genocidio. Antes de que el Estatuto de Limitaciones eliminara todos los crímenes de la SS, con excepción de los de asesinato y genocidio, los reclamados podían ser culpables simplemente de extorsión, robo, daño corporal, incluida la tortura y demás desaguisados.

Aun siendo el asesinato el único cargo que podía presentarse, en los ficheros de la Comisión Z figuraban 170 000 nombres. Naturalmente, los mayores esfuerzos se dirigían a localizar a los peores asesinos de masas, que sumaban unos cuantos miles.

Los hombres de Ludwigsburg —los cuales no estaban autorizados a practicar arrestos, por lo que, cuando efectuaban una identificación positiva, habían de recurrir a la Policía de los distintos Estados—, que no recibían del Gobierno Federal de Bonn más que una asignación insignificante, trabajaban exclusivamente por vocación.

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