Authors: German Castro Caycedo
El lugar parecía tranquilo en medio de una llanura formada en aquella zona por colinas, digamos dunas, que se repetían en la distancia, y a unas dos cuadras de la casa una zona tupida de arboles. Cuando uno llega allí ve que se trata solamente de un bosque alargado de unos den metros de fondo que allá llaman "mata de monte". Son los comienzos de la selva.
A veinte minutos de camino hacia el fondo de la planicie están las primeras construcciones en tablas que anteceden al campamento de la guerrilla: anillos de seguridad. Más allá se encuentran el campamento y, en otras áreas, laboratorios de procesamiento de cocaína, de manera que por el camino que pasa frente a la casita se mueven no solamente guerrilla sino traficantes y gente de la droga en camperos, camiones, cosas así.
Nosotros llegamos y tratamos de medio arreglar la casa porque la idea era que como estábamos económicamente mal, no teníamos cómo emprender una obra grande, aunque de Bogotá nos apoyaban para todo lo que necesitáramos, pues se trataba de todo menos de aguantar hambre ni necesidades.
Sin embargo, no podíamos dejar ver que teníamos dinero y una parte de nuestro trabajo era mantener el mismo perfil de los demás habitantes de la región, de manera que no podíamos conseguir una computadora portátil y comunicarnos vía Internet o algo así. Si algún día la guerrilla llegaba a entrar, lo que era muy seguro, nos iban a encontrar aquello y ese sería el final.
Yo tenía experiencia en antenas de celular, le di una idea a Samuel y él respondió:
—¡Perfecto!
Samuel es suboficial y en aquel sitio era como mi jefe; de todas maneras le expliqué cómo podríamos instalar una antena en un árbol o en algún sitio camuflado, porque necesitábamos tener alguna comunicación en caso de una emergencia.
No debería ser algo constante, diario o a cada rato, pero saber que si se presentaba algo importante podíamos acudir a eso. Saúl, el del camión, nos trajo la antena y la camuflamos, y el teléfono lo escondimos, la batería a un lado, la tapa en otro, de manera que estuviera repartido en diferentes puntos.
Yendo un poco atrás, aún estábamos en el pueblo en las coordinaciones de nuestra operación y escogimos un buzón muerto en uno de los salones de billar. Una tarde entramos allí, nos sentamos y pedimos un par de cervezas, mientras recibíamos alguna seña o un mensaje importante.
Unos minutos después entraron unos guerrilleros, ocuparon una mesa, bebieron algo y comenzaron a jugar, pero uno de ellos me clavó los ojos, me miraba, me miraba y a Samuel, mi marido, lo miraba muy mal y empezó a decir cosas:
—Aquí entran muchos, pero casi nadie sale —y cosas así. Samuel era moreno y se puso blanco, y yo le decía "Tranquilo, tranquilo".
Mi idea era aprovechar el contacto con el sujeto, pues no sabíamos en qué momento nos lo íbamos a volver a encontrar, y se trataba de no hacer enemistad con nadie. Pero con nadie. Eso es parte de nuestro trabajo, de manera que llegó un momento en el que Samuel me dijo: "Finjamos que estamos peleando y yo me largo".
—Perfecto.
Hicimos la pantomima varios minutos y al final le di un golpe en la cara:
—Váyase, lárguese de aquí que no lo quiero ver.
Él se fue. Me quedé allí callada con lagrimones en los ojos. El guerrillero, un tal Pija, el matasiete del lugar, estaba allí parado y yo me le acerqué un poco y dije en mi rabia de mujer:
—¿Qué tal? Con otra vieja.
Pija se me acercó:
—Ah, tranquila, todos los hombres no somos así. Tranquila, no se ponga en eso porque se amarga.
—Es que él es mi marido, ¿cómo es posible? Mire dónde estoy por él...
Mi cuento era que yo andaba en problemas económicos por culpa suya pues mi familia no lo aceptaba y yo me había venido con él.
—¿Cómo me va a hacer eso? —dije y guardé silencio.
—Venga, tomémonos una cerveza —dijo Pija.
Nos sentamos a beber con calma, y preciso, él comenzó preguntándome por qué estaba ahí, y yo le conté mi caso, le conté también que un familiar mío nos había traído, y que si la falta de oportunidades, y la injusticia social...
El tipo abría los ojos y yo hablaba, fingiendo que no sabía quién era él, pues en ese momento no estaba vestido como guerrillero.
Sin embargo, nosotros sabíamos perfectamente quién era el man, porque dentro de la preparación previa vimos áreas, ubicaciones, perfiles biográficos, estudiamos sus movimientos en la zona... En una palabra, nosotros ya teníamos muy buena información de inteligencia del sector porque la Policía de Colombia tiene una información amplia de la situación en cada punto del país, de manera que habíamos estudiado cuanto nos suministraron, memorizamos imágenes, nos grabamos caras...
En cuanto a Pija, nos habían dicho que era bueno ubicado y nosotros lo teníamos muy presente desde cuando llegamos.
El tipo se movía en una moto y una mañana bajé al pueblo a comprar algunas cosas y me pidió que le diera el número del teléfono. Le dije que no tenía. La verdad es que yo utilicé las escenas de aquella noche, pero el man nunca me invitó a nada. Al parecer yo no era su tipo, o no era la imagen de la mujer sumisa y obediente —¿qué tal?— que a ellos les gusta. Era como tal vez un coqueteo que nunca va a nada concreto. Siempre estuvimos en la misma situación.
Ya en la casa de tablas, a unos quince minutos del pueblo en campero, él algunas veces pasó por el frente y me saludó y así se fue haciendo cierta confianza:
—Mírela, tanto que lloró ese día y ahí está otra vez con él —me decía
—Ah, pero así somos las mujeres —le respondía.
Después pasaban de largo, nos saludaban, nosotros les colaborábamos en algunas cosas, que bajáramos al pueblo a comprarles algo, que si teníamos algún medicamento y nosotros que sí, que claro... Nuestra idea fundamental era integrarnos.
Claro que tampoco los buscábamos para evitar que se preguntaran cuál era nuestro interés en ser tan agradables con ellos. Fueron pocas veces las que les ayudamos. Otras les decíamos que no podíamos porque estábamos ocupados, o algo así.
La casa era de madera y Samuel trabajaba en el arreglo, para que quedara por lo menos en las mínimas condiciones de orden y aseo y yo le ayudaba en algunos detalles.
Trabajando me cortaba las manos, me raspaba la piel, me comenzaron a salir callos en los dedos... Hoy aún conservo cicatrices de aquella época. Es que estuvimos más de medio año viviendo prácticamente a la intemperie.
En una mancha de bosque cercana habíamos hecho una pequeña letrina más decente que el hueco que encontramos, pero igual, seguíamos viviendo en condiciones críticas. Empezando porque yo era una mujer que casi nunca cocinaba y allá me tocaba hacerlo, no en una cocina sino sobre unas piedras y además, con leña.
Nosotros de todas maneras tratábamos de organizar nuestras vidas sin mostrar lujo. Por ejemplo, Samuel hizo una pequeña mesa para que yo pudiera de pronto apoyarme y no tener que agacharme tanto. El fogón para cocinar me lo puso más o menos alto... Se trataba de utilizar las cosas del medio.
Allá no hay agua potable, entonces buscamos campo adentro un sino y abrimos un pozo hasta cuando brotó agua, pero era un líquido turbio. No había más y a mí me dio una infección en un oído. Quedé prácticamente sorda. A la larga aprovechamos la enfermedad para tomar una determinación importante.
Además me dieron hernias en la columna vertebral porque nosotros tratábamos de que nos vieran trabajando la tierra con una pala y otra herramienta y creo que esos malos esfuerzos fueron la causa. Pero todo buscaba que los guerrilleros nos vieran en actividad, nunca sin hacer nada, pues se suponía que veníamos de familias de trabajadores del campa El no parecer urbanos nos ayudaba a ganar confianza.
Cocinábamos allí mismo. Fuera de la casa hicimos un fogón pequeño con ladrillos y piedras que encontramos por allí y como habíamos comprado algunas ollas y se veían nuevas, las golpeamos un tanto para darles apariencia de usadas y las rayamos con arena.
Habíamos comprado un colchón de inflar, pero igual no podíamos darnos ese lujo, y entonces por las noches teníamos que inflarlo con la boca y por las mañanas desinflarlo y guardado, de manera que si alguien entraba en la casa, veía que dormíamos en unas colchonetas feas, raídas, sudas, a las que les poníamos toldillos para protegernos contra las nubes de insectos. Una vez nos salió una tarántula grandísima. El comenzó a tratar de matada con un machete, pero por los mismos nervios no era capaz de golpearla, y le dije:
—"Venga, yo le ayudo"—No. A usted le puede pasar algo, váyase para allá.
Finalmente cogí una piedra, se la solté encima y la reventé.
Otro día encontré una culebra muerta.. No, uno vivía con pánico en aquel medio, salvaje si se quiere para alguien acostumbrado a vivir en una ciudad.
Y de otro lado, con cualquier ruido, con cualquier ladrido de un perro, nos timbrábamos. En fin, no podíamos nunca dormir en paz, nunca. Sin embargo, nos convenía estar ubicados en aquel punto. A los guerrilleros los podíamos ver en el pueblo hasta donde ellos bajan a descansar, pero lo nuestro era observarlos en plan de trabajo, de actividades de su oficio, en movimientos, en costumbres.
Más o menos a los seis meses de estar allí tuvimos una enorme sorpresa cuando supimos que Martín Sombra iba a llegar a la zona en cosa de una semana.
Nosotros informamos y la idea fue armar un operativo especial con un grupo de comandos antiterroristas y el primer paso, desde luego, fue introducir él armamento y esconderlo allí. Debíamos recibir a seis comandos para hacer un asalto al campamento guerrillero y capturar al objetivo.
Como teníamos el apoyo de Saúl, el del camión, que supuestamente era familiar mío, y como era tan amigo de los cabecillas de los frentes Primero y Dieciséis, podía transitar libremente por la zona sin que nadie mirara qué llevaba en el vehículo. Entonces en un ingreso de comida él llevó los fusiles y los equipos de los seis comandos, más dos fusiles y arreos para mí y para mi pareja.
Era una situación muy tensa, muy difícil saber que teníamos ese pequeño arsenal allí guardado, si pensábamos que era arriesgado, incluso tener un simple colchón de inflar.
Una mañana partimos con la comida que había pedido la guerrilla. Saúl cargó el camión, él mismo lo manejó, cosa que no era habitual, y partimos.
El camión llevaba oculta una caja en la que acomodamos ocho fusiles, los arreos, granadas, es decir, el material para los comandos. La caja no era muy grande de manera que cabía muy bien, y encima de ella, sobre el planchón del carro, cargamos la comida y quedó bien camuflada.
Llegamos al lugar por la noche, bajamos el armamento y los complementos, Sara y Samuel los recibieron, no entré a la casa, continuamos y a siete minutos de allí nos esperaba una comisión de las FARC.
Seis guerrilleros se encargaron de bajar la comida en plena llanura, porque ellos no permiten que alguien ingrese hasta los campamentos. Cuando nos recibieron eran más o menos las once de la noche. Descargaron, Saúl saludó a algunos muchachos que lo conocían y regresamos.
Bueno, de todas maneras mientras el armamento estuvo allí escondido no sucedió nada, nosotros lo camuflamos realmente bien, que no se notara algo sospechoso, y ya.
Como teníamos aparte un gallinero, de verdad bastante feo, armado con palos y astillas, allí precisamente guardamos el armamento aprovechando, entre otras cosas, que el lugar no olía bien. ¿Quién iba a imaginar que dentro de un criadero de pollos en esas condiciones había un pequeño arsenal?
Después, la idea era mirar cómo íbamos a esconder a los muchachos del comando. Nosotros habíamos advertido que tenían que ir llegando a la casa uno a uno: más de dos hombres al tiempo era ostensible.
Empezamos a observar en qué horarios no se veía gente por allí para que ellos pudieran moverse con más confianza. Desde luego, nos cuidamos de anunciar que en cualquier momento llegaría un familiar porque, de todas maneras ya me tenían confianza. Ahora nos conocíamos con Pija desde aquella tarde en el salón de billares y sonaba entonces natural que yo de pronto pudiera invitar a algún amiga Pensaba que ya la confianza me daba para esa Pero igual, la consigna era tener la suficiente imaginación para lograr que nadie los viera.
Salimos con los seis muchachos en el camión hasta llegar a la zona de la casa ocupada por Sara y Samuel. Pero como por allí cruza una senda para vehículos pues se trata de una zona de mucho comercio, en puntos determinados ellos se iban bajando del carro y como tenían las coordenadas de la casa caminaban de a uno en uno hasta llegar al punto donde los esperaban Sara o Samuel.
Cuando ya estuvieron allá los comandos, como primera medida, se abstuvieron de hablar y de hacer movimientos, ruidos, dejarse ver a través de la puerta o el par de ventanas...
Como yo cocinaba en el fogón habitualmente parados personas y ahora tenía que hacerlo para ocho, tuvimos que armar otro más pequeño adentro y, claro, la casita se llenaba de humo.
El baño estaba entre la casa y el galpón de las gallinas con un pequeño espacio descubierto en medio de los dos, de manera que para ir allí tocaba salir y volver a entrar. Entonces hicimos un hueco a través de las tablas que los separaban y lo disimulamos con algunas latas que se podían quitar y poner para evitar el paso al baño por el exterior.
Una vez instalados los comandos en la casa, yo les preparaba el almuerzo, y ellos callados, coordinaban la manera cómo iban a moverse durante el asalto. Eran reuniones importantes porque cada uno tenía su misión: uno era el francotirador, otro el de las comunicaciones, otro el enfermero... Cada uno juega un papel en esas operaciones, pero nuestro cuento era cómo manejar cada detalle para que no los vieran. Una mañana empezamos a observar movimiento de guerrilleros. Ellos normalmente pasaban por allí, pero esta vez eran bastantes, y Samuel me dijo:
—Sara, ¿qué está sucediendo?
—No lo sé. Voy a salir y hablar con ellos para enterarme. Son demasiados.
"¿Será que nos detectaron y nos están rodeando?", pensé, y empecé a mirar por dónde iba a partir en caso de emergencia, pues sentía que todo había terminado para nosotros. Sin embargo, tomé fuerzas y reaccioné.
Arreglé mi fusil, lo dejé en un sitio donde lo pudiera coger fácilmente, y salí calmada, tranquila, pensando que una persona nerviosa es una alarma.