Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
No eran éstas, sin embargo, las mayores preocupaciones del empresario. Su verdadero problema radicaba en la taquilla. Pocas eran las corridas organizadas por Jiménez Torres que hubiesen despertado tan poco interés entre sus conciudadanos. Aparte de los billetes de El Pipo, había vendido exactamente cuatrocientas entradas, una cantidad tan ridícula que representaba uno de los peores fiascos de su carrera. Desesperado, empezó a buscar algún pretexto para suspender la corrida.
Mientras sopesaba su dilema, oyó las detonaciones del tubo de escape de una moto, seguidas de muchas más. Corrió a la ventana. El ruido que había interrumpido sus meditaciones había sacado de su sopor a la ciudad. La gente interrumpía la siesta para ver lo que ocurría en la calle.
Lo que pasaba era, en cierto sentido, lo contrario a la invasión de 1936. Una gran columna de bicicletas, velomotores,
scooters
y motocicletas llegaba rugiendo a Écija procedente de Palma del Río. Detrás de ella avanzaba una hilera de viejos camiones que transportaban una horda de excitados y vociferantes palmeños.
Chillaban, reían, cantaban y lanzaban gritos a los asombrados ecijanos, que les miraban boquiabiertos. De los lados de los camiones colgaban grandes y polvorientos rótulos encomiando las virtudes del joven torero que en aquellos momentos había acabado de devorar su comida compuesta de seis platos en el Hotel Central.
Atraídos por el ruido, los gritos, el ambiente de excitación y las botas de vino que les ofrecían desde los camiones, los ecijanos empezaron a seguir la ruidosa caravana de sus convecinos. Primero fueron docenas; después, veintenas; luego, centenares e incluso millares, los que siguiendo a la extravagante comitiva se encaminaron a la plaza de toros de Écija. Sentado a horcajadas en el capó del primer camión, orgulloso e impasible como un conquistador en la proa de su galeón, estaba el organizador de la curiosa procesión. Tocado con un enorme sombrero de paja, Pedro Charneca conducía a sus conciudadanos a la plaza, a aplaudir a su joven amigo en su combate contra los dos toros negros de Écija.
Cuando los clarines anunciaron el comienzo de la corrida, el éxito económico de ésta estaba asegurado. El desfile de Charneca había realizado, en pequeño, el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. En vez de las cuatrocientas personas previstas por Jesús Jiménez Torres para esta corrida, fueron casi cuatro mil los aficionados que entraron en tropel en el coso.
Mechones de cabellos caían sobre la sudorosa cara del diestro. Su traje de luces estaba ya manchado con sangre de la res en cuyo lomo acababa de clavar dos minúsculas banderillas, según el arriesgado estilo que había electrizado a sus paisanos hacía quince días. Los graderíos vibraban de emoción. Hacía muchos años que la plaza de toros de Écija no se había visto conmovida por el debut de un torero como se conmovía hoy ante el muchacho que caminaba junto a la barrera buscando con la mirada al hombre a quien se disponía a brindar su segundo toro.
Deteniéndose ante Pedro Charneca, Manolo se quitó la montera y dijo:
—Te lo brindo, amigo mío. Hoy me has ayudado mucho. Te juro que después del próximo toro que te dedique saldrás conmigo de la plaza en mi propio coche.
Pero antes de cumplir esta promesa Manolo tenía que pasar un examen, uno de los más rigurosos exámenes a que la fiesta brava somete a sus acólitos. Este examen elimina anualmente de las filas de los jóvenes entusiastas de la lidia a un enorme número de aspirantes a matadores de toros: es el bautismo de sangre, la implacable vara con que se mide el valor de un torero. Antes de aprobar el nuevo lidiador, los aficionados españoles esperan siempre el resultado de este examen. Es la primera cornada. Porque, según un viejo axioma de la lidia, «el valor de un hombre se vacía a menudo con la sangre de la primera cogida».
Ahora, en el agobiante calor de la tarde de verano, ante los ojos de cuatro mil espectadores, Manuel Benítez empezó a pasar este examen. Ocurrió pocos segundos antes de entrar a matar. Al citar, perfilado para cruzar y hundir el estoque en el morrillo, el toro embistió. Su pitón derecho penetró en el muslo de Manolo. Mientras el público contenía el aliento, la res lo lanzó por los aires como a un pelele.
Ya caído, El Cordobés logró incorporarse, aunque la sangre empezaba ya a manchar la seda de su taleguilla. Con una mueca de dolor, avanzó, tambaleándose, hacia el toro. El público, en angustiado silencio, permanecía expectante. A pocos metros del bicho, el diestro se volvió a caer. Mientras los peones distraían al toro por segunda vez, Manuel se levantó de nuevo trabajosamente. Su cuerpo vacilaba, pero con un gesto indicó a los subalternos que se «tapasen» y avanzó una vez más. A los tres pasos, se derrumbó en la arena. Esta vez, los peones se echaron encima de él antes de que pudiera levantarse y, a pesar de sus enérgicas protestas, lo llevaron a la enfermería. Allí, y aunque su sangre goteaba ya sobre el suelo, cuatro guardias tuvieron que sujetarlo para que el médico de la plaza reconociera la herida.
El doctor necesitó sólo unos segundos para comprender que aquella cornada necesitaba un tratamiento más completo que el que podía darle en la enfermería de la plaza, dispuesta sólo para curas de urgencia. El médico de Écija hizo cuanto pudo para contener la hemorragia y ordenó trasladar al herido a Córdoba en una ambulancia.
Una hora después, Manolo yacía inconsciente bajo la mirada compasiva de un cirujano anciano y carirredondo. Don Antonio Ortiz Clot reconoció al mozo tendido en la mesa de operaciones. Mientras se ponía la bata esterilizada, se dijo a sí mismo: «Este muchacho se ha retrasado una semana en acudir a la cita». El doctor Clot había estado de guardia en la enfermería de la plaza de Córdoba la semana anterior, cuando Benítez había hecho allí su presentación. Y tan seguro había estado de que el toro pillaría a Manolo, que había ordenado a sus ayudantes que preparasen el quirófano de urgencia para recibirle.
El doctor Clot practicaba una rara especialidad, una especialidad que sólo un puñado de hombres ejercen en España y en América del Sur: era «torotraumatólogo», especialista en heridas por asta de toro. La singularidad de su vocación procedía del hecho de que ninguna herida es comparable a la infligida al cuerpo humano por el cuerno de un toro. El asta entra y sale generalmente por un solo orificio practicado en la carne del matador. Pero, en los instantes que está dentro, gira y se revuelve en varias direcciones, produciendo una nueva serie de heridas, que desgarran nervios, arterias, tejidos musculares y órganos vitales. Por esto, la verdadera lesión queda muchas veces oculta bajo la epidermis, como las raíces de un árbol bajo la tierra. Descubrir, limpiar y reparar los destrozos de estas múltiples heridas constituye una labor delicada y difícil. El doctor Clot la practicaba desde hacía treinta años como jefe médico de la plaza de toros de Córdoba.
El joven para el cual ordenó ahora una transfusión de sangre era, en cierto modo, el heredero de toda una estirpe de toreros que habían sido asistidos en su mesa de operaciones. El doctor Clot había asistido a Belmonte, a Manolete, a Domingo Ortega, a Dominguín y a legiones de desconocidos, que se presentaban con el ano desgarrado, el escroto destrozado o escapándoseles la vida por una arteria seccionada. En otoño, cuando empezaban las capeas, le traían maletillas de muchos kilómetros a la redonda. Y tantas veces había salvado con su habilidad a los miembros de la hermandad taurina de Córdoba, que no podía pasar por una calle de la ciudad sin que corriera a saludarle algún padre o pariente agradecido.
Ahora, examinó y limpió cuidadosamente la herida de Manolo. Tenía quince centímetros de profundidad, y el asta del toro había estado a punto de seccionar una arteria. Cuando el joven paciente volvió en sí, sus primeras palabras fueron éstas:
—Doctor, tiene que sacarme usted de aquí esta noche. Tengo una corrida dentro de dos días.
El cirujano se echó a reír.
—Hijo mío —respondió—, tendrás que quedarte una buena temporada.
Pero se equivocaba. Dos días después, escuchando en su casa un boletín radiado de noticias, el doctor Clot frunció las cejas al escuchar una frase pronunciada por el locutor: «Esta tarde, en El Viso —dijo—, el joven matador El Cordobés hizo una exhibición tan extraordinaria de su arte torero que los complacidos espectadores le otorgaron cuatro orejas, dos rabos y una pata de sus dos enemigos».
«¿El Cordobés? —pensó el doctor Clot—. ¿El Cordobés?»
Llamó por teléfono al hospital.
—Sí, don Antonio —le respondió una aturullada enfermera—, El Cordobés se escapó de la sala esta mañana.
Manuel Benítez había pasado su examen.
Y así empezó el que fue llamado verano loco de Manuel Benítez. El feliz maridaje del valor de un hombre hambriento con el ingenio comercial y las argucias de Rafael Sánchez
El Pipo
serían causa, antes de que terminase aquel verano, del éxito más espectacular de la historia de la fiesta brava. Antes de que los primeros fríos otoñales azotasen la ciudad de Córdoba, toda Andalucía, y poco después toda España, cederían al atractivo de aquel joven destinado a convertirse en ídolo de la moderna era del toreo. Las joyas de la familia de El Pipo volverían a las manos de sus dueños, acompañadas de otros testimonios de la generosidad del rey de los mariscos. Y Manuel Benítez ganaría doscientas mil pesetas en una sola corrida; es decir, con lo que ganaba en veinte minutos en la plaza podía comprarse el tesoro que había codiciado durante la mayor parte de sus veinticuatro años: un automóvil.
El Pipo dirigía su revolución taurina desde un callejón cordobés llamado calle de la Plata. Hacía mucho tiempo, el oro y la plata de los incas y de los aztecas habían llegado hasta este callejón para ser transformados, por los ágiles dedos de los artesanos que lo ocupaban en toda su longitud, en joyas que habían de codiciar las casas reales de toda Europa. En la actualidad, sólo los polvorientos escaparates de unas cuantas casas de empeños conservaban algún vestigio de la antigua y orgullosa vocación de la calleja. En cambio, tenía fama por un mísero establecimiento, el Café Marfil. Éste era el punto de reunión de los aficionados de Córdoba. Una veintena de éstos se encontraban siempre allí en asamblea permanente, en su terraza y frente a la barra: ganaderos de reses bravas, de paso por la ciudad; banderilleros y picadores retirados, mal afeitados y contemplando soñadoramente las siempre vacías tazas de café; toreros sin contratos, de triste y abatido continente.
El árbitro social de su mundo era un limpiabotas de cincuenta años llamado Curro, antiguo banderillero que había perdido a su maestro cuando un toro lo ensartó por el pecho, clavándolo en las tablas de la barrera de la plaza de Madrid. Desde la mañana hasta la noche, Curro se movía entre los parroquianos del Café Marfil, y no había prueba más segura de la posición alcanzada por un hombre que la efusión del saludo de Curro y el ardor con que le lustraba los zapatos hasta darles un brillo cegador. Antes de que transcurrieran muchas semanas, no había zapatos más brillantes que los del soberbio y majestuoso Rafael Sánchez
El Pipo
. Tocado con uno de sus famosos sombreros, y llevando ahora siempre encendido el cigarro puro, El Pipo se pavoneaba entre las mesas. Ya no se veía obligado a recorrer los pueblos como un buhonero, suplicando favores a los empresarios locales. Ahora eran éstos los que empezaban a buscarle a él.
Su primera decisión de aquel verano había sido acertadísima. Había encontrado el marbete adecuado para su mercancía. A fin de cuentas, el valor es una cualidad muy corriente en una nación acostumbrada a rendirle culto. La cuestión era dar a este valor y al hombre que lo poseía un caché especial. Una tarde resolvió que, en adelante, Manuel Benítez sería el torero de los pobres.
Tomada esta primera decisión, El Pipo se dedicó a crear una leyenda alrededor de su fenómeno; una leyenda que colocase a Manolo, no en el centro de la lidia, sino en el centro de la mente de sus compañeros andaluces; una leyenda que llevase a las plazas de toros a los que nunca habían ido; una leyenda que extraería su significado de las raíces de una experiencia que era común a Manolo y a muchos paisanos suyos: la pobreza.
Para lanzar esta leyenda, El Pipo escribió de su puño y letra el texto de un folleto ilustrado sobre la vida del diestro. Raras veces alcanzó el hiperbólico lenguaje de la fiesta brava alturas tales como las alcanzadas por El Pipo en su folleto, titulado sencillamente «El torero de los pobres». Refería el nacimiento, sobre un retazo de verde terciopelo, en el corazón de la tierra andaluza, de una joya de valor incalculable cuyo nombre era Manuel Benítez
El Cordobés
. Retoño del corazón del pueblo, capullo del suelo indígena, cuerpo y sangre de la España de los tiempos legendarios, «este diamante en bruto —proseguía el folleto de El Pipo— encontró un lapidario genial, también nacido del pueblo: Rafael Sánchez
El Pipo
».