...O llevarás luto por mi (29 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Por encima de todo, la suerte de varas servía para medir la bravura del toro, cualidad en la cual se fundaba toda la lidia, pero inexistente no pocas veces. El instrumento elegido para esta prueba era, en realidad, una versión corregida y aumentada de la garrocha con la cual se tienta a las becerras. Ahora tendría que imprimir en esta pica la firme huella de su casta; acto que, en cierto sentido, sería su epitafio en los largos y copiosos anales del toreo.

Desgraciadamente, la suerte de varas se empleaba a menudo, más que en preparar al toro para una lidia ortodoxa, con vistas a disminuir la bravura de una res demasiado peligrosa. Cuatro cuyazos, número máximo permitido por el reglamento para cada astado, podían dejar al bicho apenas sin fuerza y sentido ante el espada; entonces el toro arrastraba el hocico por la arena y, tambaleante, inspiraba más lástima que respeto.

Era un abuso relativamente fácil de practicar. Presionando con la pica por debajo del morrillo, el picador podía lesionar dolorosamente la espina dorsal del toro. Legalmente, no podía introducir la pica más de doce centímetros en el cuerpo del toro, distancia claramente marcada por el tope, una arandela de metal fija en la base de la pica, en su unión con la acertada punta
[7]
. Tampoco estaba permitido introducir dos veces la pica en el mismo sitio, ni hurgar con ella en la herida.

Estas normas eran alegremente vulneradas por la mayoría de los picadores y por sus espadas. Con demasiada frecuencia, los aficionados españoles tenían que presenciar el espectáculo de un picador haciendo sangrientos ojales en la piel del toro.

La Dirección General de Seguridad castigaba con una multa cada una de dichas infracciones. Pero como los picadores no consideraban más autoridad que la de su torero, castigaban al toro supeditándose a las órdenes del diestro. Éste, en justa correspondencia, pagaba las multas. Desde hace muchos lustros, el aficionado español viene soportando el lamentable desafuero de un picador destrozando, cínica y públicamente, un buen toro, mediante bárbaros puyazos. No son de extrañar, pues, los abucheos con que no pocas veces se acoge la presencia de los picadores en el ruedo.

Ahora, este abucheo había cesado, y la atención de la multitud se concentraba en
Impulsivo
, plantado en el centro del redondel y con la firme cabeza vuelta hacia la maciza morfología de José. El Cordobés se dispuso a ponerlo en suerte con unos rápidos capotazos.

José había recibido la orden de picar sus toros con la mayor rapidez posible. Y esta orden le daba mucho que pensar. El Cordobés quería que la suerte de varas terminara pronto. Quería hacer, ante el público de Madrid, una demostración de su habilidad frente a toros que conservasen su poder, casi enteros. Sin duda pediría que se cambiase la suerte antes de los cuatro puyazos permitidos. Era un público que sabía apreciar la valentía, y José estaba convencido de que El Cordobés aprovecharía la ocasión. Una grave responsabilidad pesaba sobre José. Tenía que proteger al torero, tanto del toro como de sus propias ambiciones. Tenía que picar de prisa y bien. Pero tenía también que asegurarse de que un puyazo o dos castigasen lo preciso. De no hacerlo así, entregaría su torero a la innecesaria peligrosidad de la res.

Empuñando la puya con la diestra y sujetando firmemente con la izquierda las riendas del caballo, José estudió a la res que era atraída hacia él. La enorme mole de
Impulsivo
le infundió respeto. Los toros grandes son el terror de los picadores. En general, su presencia equivale a fuerza, y, cuanto más fuerte es un toro, más probabilidades hay de que derribe a caballo y jinete en su embestida. José pensó que aquel toro era muy capaz de derribarle.

En realidad, hubo un tiempo en que su oficio era sumamente peligroso. Los anales de la lidia demostraban que, durante el siglo
XIX
, el índice de cogidas mortales entre esos hombres mal pagados en otros tiempos era superior al de los matadores de toros. Los archivos de aquellos años inmortalizaron a toros como
Centella
, que, en Cádiz, en 1851, fue picado cincuenta y tres veces, mató nueve caballos e hirió a otros cuatro; como
Parrillero
, que, en 1873, tomó treinta y nueve varas y mató doce caballos en Sevilla, o como
Saltador
, que, en Madrid, en octubre de 1841, mató siete caballos e hirió a siete picadores.

El peto data de 1928. Antes de esta fecha, los caballos salían al ruedo sin protección alguna. Entonces era casi seguro que el toro cornearía al caballo en el vientre o en el pecho y derribaría a la montura y su jinete. Si la embestida era muy fuerte, el picador tenía todas las probabilidades de ser lanzado contra las tablas. Peor aún: si realizaba concienzudamente la ardua tarea, cargando su peso sobre la puya, podía caer entre el toro y el caballo, o sea, «al descubierto». Entonces, el toro, al tratar de herir al caballo, podía igualmente cornear al picador.

Tan espeluznante era el espectáculo ofrecido por la suerte de varas, que el Gobierno español se creyó obligado, con pesar para los aficionados puros, a tomar en consideración las protestas de la Sociedad Protectora de Animales, e instauró el peto para proteger al caballo de las acometidas del toro.

Quizás, a los ojos de los amantes de los animales, el peto no es protección suficiente para el caballo, pero al menos hace más segura la labor del picador. Sus gruesos pliegues amortiguan las cornadas y hacen muy difícil que las astas penetren en el cuerpo del caballo. Como resultado de ello, el caballo suele mantenerse sobre sus patas al producirse la embestida, y el picador se sostiene con mayor seguridad en la silla. Magulladuras, conmociones cerebrales y fracturas de pierna son accidentes corrientes, en la vida del picador; pero no abundan las cornadas
[8]
. En diecinueve años de ejercicio de su profesión, José no sufrió ninguna lesión grave, y, únicamente, dolorosas contusiones
[9]
.

José pudo sentir bajo sus muslos el tembloroso lomo de su montura, que oteaba ya el peligro a pocos metros de distancia del toro.

Bajó la pica, poniéndola casi en ángulo recto con su caballo. Levantó el asta de aquélla por debajo del sobaco, fuertemente apretada por el bíceps contra su caja torácica. Ante él, El Cordobés, con brusco movimiento, apartó la capa de delante del toro, que avanzaba. Esta maniobra hizo que
Impulsivo
, engañado hasta entonces por la oscilante tela que no había podido cornear, viese de pronto ante sí la figura familiar de otro cuadrúpedo.

Impulsivo
desvió su trayectoria y, con rápido y brutal impulso, lanzó su negra mole contra el caballo de José. En el momento en que su prominente morrillo rozaba la punta de la puya, José se apoyó con todo su peso en los estribos y clavo la pica con fuerza en el morrillo del toro.

Un pequeño chorro de sangre señaló la entrada de la pica. Sin embargo, la fuerza de José no tuvo efectos perceptibles en la embestida del toro. Con un rugido, el bruto clavó sus cuernos en el peto protector del caballo, levantándolo momentáneamente. Por un instante, José temió que él y su caballo fueran lanzados contra las tablas por la embestida de
Impulsivo
. Ahora mantenía la pica en sentido casi vertical, sólidamente hincada en la negra mole que se revolvía debajo de él. Girando la cabeza a derecha e izquierda, con furiosas arremetidas, el toro buscaba con los cuernos la panza del asustado caballo. Su propia sangre corría ahora por su flanco, y al aumentar su caudal, brotó un nuevo coro de rugidos de la multitud.

El Cordobés indicó a José, con rápido ademán, que retirase la puya. Pero, como dos boxeadores en lucha cuerpo a cuerpo, ambos adversarios eran incapaces de separarse. A pesar de su herida,
Impulsivo
seguía corneando el peto del caballo de José. Esta muestra de coraje valió ai astado un nutrido aplauso de admiración. Por fin, El Cordobés, avanzó hasta colocarse a pocos pasos del toro y logró distraer su atención.
Impulsivo
cesó en sus acometidas, y, con un gruñido, se lanzó contra la capa de El Cordobés, que le estaba esperando. Con una serie de rápidas zancadas, el torero hizo el quite hasta dejar al toro en los medios. Después, El Cordobés indicó a su picador que estaba más que satisfecho con el primer puyazo. Quería que el segundo fuese más breve y de menor castigo.

José apenas tuvo tiempo de tomar nota de estas instrucciones cuando vio que El Cordobés volvía a acercarle el toro. Imprimiendo a la capa un hábil movimiento giratorio, el torero la apartó una vez más de los ojos de
Impulsivo
, el cual se encontró de nuevo frente al conocido cuadrúpedo atacado por él momentos antes.

Algunas veces, el lacerante e inesperado dolor del primer puyazo hacía que el toro se mostrase remiso en embestir a un caballo por segunda vez. No así
Impulsivo
, que se arrancó de nuevo con brío. Pero, en esta ocasión, con un intuitivo movimiento de la cabeza, desvió hacia un lado la pica de José y, sin ningún obstáculo que entorpeciese su carrera,
Impulsivo
se lanzó contra el peto del caballo.

La multitud rugió, entusiasmada.
Impulsivo
corneó el peto, mientras José, perdido el equilibrio, trataba desesperadamente de contener al animal con su mal dirigida pica. Incapaz de frenar la embestida del toro, José pensaba únicamente en una cosa: mantenerse erguido sobre la silla.
Impulsivo
lanzó impresionantes hachazos contra el peto, buscando el vientre vulnerable del caballo. José sintió que el debilitado rocín empezaba a doblarse debajo de él. La multitud lo percibió también y volvió a rugir.
Impulsivo
embistió de nuevo al vientre del caballo, alzando como una pluma al aterrado equino. Se presentía la inminencia de que caballo y jinete rodarían por la arena de Las Ventas.

Quinientos kilómetros al sur de allí, un ruido rompió el tenso silencio de un grupo reunido ante el aparato de televisión del bar Los Corrales, de Sevilla. Procedía de un anciano hundido en uno de los raídos divanes verdes del café. Era un carraspeo catarral, lo bastante violento para arrancar la flema del cuello más irritado. Su autor, continuando su acción con la secuela más natural, envió un magnífico escupitajo al suelo cubierto de serrín. Como sabían muy bien los hombres que le rodeaban, esto era señal de que Antonio Cruz estaba preocupado. ¡Y vaya si lo estaba! Le preocupaba el caballo que estaba a punto de caer al suelo bajo la furiosa embestida de
Impulsivo
. El caballo era suyo.

Antonio Cruz era el más importante explotador español de uno de los más despreciables y lucrativos subproductos comerciales de la lidia. Era contratista de caballos. Suministraba los caballos empleados por los picadores en las corridas de todas las plazas de toros importantes desdé Madrid hasta el Sur. Tan preeminente era su posición en este campo, que era conocido en toda España como el Alcalde de los caballos.

Aun prescindiendo de sus excentricidades expectorantes, Antonio Cruz era un hombre de singular apariencia. La piel de los dedos de su mano derecha era una mancha continua de nicotina, de color de almendra tostada, resultado de medio siglo de liar cigarrillos y fumarlos uno tras otro. Su cara estaba casi siempre revestida de pelitos blancos que brotaban de sus mejillas y de su mentón como cerdas de plata. Sus encías se habían librado hacía ya tiempo del peso de los dientes. En compensación, los labios se doblaban sobre aquéllas, convirtiendo su boca en una simple raya fruncida. Un viejo sombrero de fieltro, con las alas dobladas en una serie de curvas, como un pedazo de papel de estraza, cubría su cabeza durante casi todas las horas de vigilancia e incluso durante algunas de las que dedicaba al sueño. Su carencia de dientes no había menguado en absoluto sus facultades de ingerir comida, y, como resultado de ello, la redonda panza de Cruz apretaba las fronteras de sus pantalones como un enorme huevo duro.

Una vez instalado en su asiento del café Los Corrales, su primera acción era desabrocharse el botón de la cintura del pantalón y los dos de arriba de la bragueta, permitiendo así que su estómago, los faldones de su camisa y el borde superior de los calzoncillos asomaran libremente al exterior. Durante sesenta años, de los ochenta que contaba, se había ganado la vida enviando caballos a las plazas de toros. Durante veintidós de aquéllos, su oficina había sido el raído diván de café donde ahora se hallaba sentado. Todos los días, desde las once de la mañana hasta las tres de la tarde, concertaba allí Antonio Cruz los detalles de su peculiar y macabro comercio.

Como tantos hombres que vivían en la periferia de las plazas de toros, Antonio Cruz había iniciado sus relaciones con la lidia en calidad de aspirante a torero. Pero había tenido muy poco éxito en esta profesión. Un día de verano de 1905, fue a pedirle una corrida al empresario de la plaza provinciana de San Juan del Puerto, cerca de Huelva. El empresario le respondió que podía encontrar cuantos toreros quisiera a la vuelta de la esquina. Lo que necesitaba eran caballos y, en particular, caballos para la corrida del próximo domingo. Cruz, que andaba mal de fondos, le prometió proporcionárselos.

Regresó a Huelva, donde su padre tenía una finca, y empezó la búsqueda de caballos. Orgulloso y triunfal, se presentó el domingo en la plaza de San Juan del Puerto conduciendo treinta caballos.

El empresario se quedó de una pieza. Ni siquiera le había pasado por las mentes tomar en serio la oferta de Cruz. Lo cierto era que había comprado va diez caballos por su cuenta. Pero tanto le impresionó el celo del joven torero, que le ofreció un contrato para abastecer de caballos sus otras tres plazas de toros para toda la temporada. Cruz reflexionó un poco y resolvió dar por terminada su poco prometedora carrera de torero. Jamás volvió a ponerse el traje de luces.

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