...O llevarás luto por mi (70 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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—¿Por qué —preguntó— los astronautas dan vueltas alrededor de la Tierra?

El asombrado cura fue en busca de un Globo terráqueo escolar. Pacientemente, explicó su significado al ídolo del país que había enviado a Cristóbal Colón allende los mares. Mientras El Cordobés iba captando entusiasmado las ideas desarrolladas por el cura, no dejó de repetir la palabra que pronunciara una noche al descubrir el misterio de la muleta: «Fenomenal, fenomenal, fenomenal». Como un colegial excitado, hizo girar el Globo y acarició con ávidos dedos los continentes que sus antepasados habían descubierto cinco siglos antes. También para Manuel Benítez, encerrado en el saloncito del cura, fue aquél un viaje de descubrimiento. Porque, hasta aquel instante, hasta aquella noche de invierno de 1960, no supo el matador de toros más célebre del mundo que la Tierra era redonda.

Estas pocas horas de reflexión en el cuarto de estar de un sacerdote habían constituido los únicos momentos de tranquilidad en la vida de Manuel Benítez, solitario en el pináculo del mundo que se empeñó en conquistar.

Ningún hombre se encuentra tan solo como un dios de la arena, y la soledad es un lujo que no divierte ni es deseado por el muchacho acostumbrado a vagar por los campos abiertos. Dondequiera que vaya, se ve rodeado, como un jeque árabe, por un ejército de zánganos que vienen a ser como una droga que le recuerda, con su presencia, su importancia y su popularidad. Aduladores, parásitos, servidores y aprovechados de toda clase llenan los salones de su hacienda, sus habitaciones de Hotel y los callejones de las plazas donde torea. Empresarios ansiosos de cerrar un trato, críticos taurinos en busca de material para un artículo, ganaderos, amigos, muchachas deseosas de una breve aventura, torerillos necesitados de ayuda y personas totalmente desconocidas llaman continuamente a su puerta y tratan de inmiscuirse a cada momento en su existencia: permanentes recordatorios de que por fin es alguien, de que su nombre es conocido entre millones.

En España no hay ninguna puerta que permanezca cerrada para él. Las duquesas le suplican que honre sus bailes con su presencia. Los agentes de publicidad de Geraldine Chaplin le imploran que le dedique un toro a fin de beneficiarse con su popularidad. Fue a París, y Régine, emperatriz de la vida nocturna de la capital, declaró que estaba enamorada de él. Brindó un toro a Jacqueline Kennedy, y la Sociedad Americana de Protección de Animales lo consideró una deshonra para la nación. Apenas habría un hogar en toda España, desde el más distinguido al más humilde, que no lo acogiese con grandes manifestaciones de alegría y respeto. Sin embargo, él no deja de decir que sólo se siente a gusto en sus rocosas tierras. Allí puede vagar de un lado a otro, sin corbata y despechugado, y evitarse contratiempos tales como el que le ocurrió una vez, en un festival cinematográfico de San Sebastián, cuando tuvo que pedirle a una linda
starlet
que le cortara el pescado, porque todavía no había aprendido a usar el cubierto especial para ello.

El hombre que, hace siete años, podía pasarse tres días sin comer porque no tenía dinero para pagar una taza de café con leche, en la actualidad no sabía lo que tenía. Cuando abrió su primera cuenta bancaria, el banquero le preguntó cuánto quería depositar. «No lo sé —le respondió—. ¿Cuántos kilos quiere usted?» Es hoy uno de los hombres más ricos de España. Su fortuna se calcula, como mínimo, en quinientos millones de pesetas. Más de ciento cincuenta personas se ganan la vida gracias a él. Los dos cuñados que antaño le consideraban una desgracia y que hubiesen querido enviarlo a Francia y olvidarse de él, cuidan ahora de los negocios personales del torero y llevan una vida que no habrían podido siquiera soñar hace veinte años. El rostro y el nombre de El Cordobés aparecen en artículos tan diversos como botellas de vino, ceniceros, tarjetas postales, vasos para cerveza, cortaplumas, naipes, cigarros, muñecos, estatuillas de yeso, broches y alfileres de corbata de oro de ley.

El Cordobés, que gastó las primeras pesetas ganadas ante las astas de un toro en comprarle una casa a su hermana, tiene ahora su propia compañía constructora. Desde las ventanas de su cuartel, la Guardia Civil de Córdoba puede admirar su más notable realización: un Hotel de lujo de siete pisos, en cuya cima resplandece un enorme letrero luminoso con el nombre del hombre que, la primera vez que pasó una noche en la ciudad, lo hizo en su cárcel. Con su baño turco, su piscina, su club nocturno en el ático y sus ciento cinco habitaciones, decorada cada una de ellas con un cuadro pintado por el propio torero, El Cordobés es desde hace quince años uno de los más lujosos establecimientos de la España del
boom
turístico.

En Madrid, en Córdoba y en Palma, otra casa de pisos y un garaje para cien coches atestiguan la prosperidad de los negocios del torero.

Además de su Jaguar, guarda en su garaje un Alpine francés deportivo, un Rolls-Royce y varios Mercedes, el coche que tanto había deseado. En ocasiones, sube a uno de estos coches y se lanza en él por los abiertos campos, y cada crujido de protesta, cada respingo de las marchas, cada estampido del tubo de escape es una ruidosa afirmación de la enorme riqueza caída en sus manos. Sin embargo, otro vehículo ha remplazado en 1965 al Mercedes en la mente de Manolo, como símbolo de éxito: un aparato Piper Aztec de ochenta mil dólares, capaz de transportar seis pasajeros, bautizado con el nombre de El Cordobés y bendecido por el fiel padre Arroyo. Con él, se ha convertido en el primer torero de la historia que se traslada a las ciudades donde tiene que torear en un avión de propiedad.

Para manejarlo, tiene su propio chófer aéreo, un piloto procedente de las Fuerzas Aéreas españolas. Pero, en general, es el propio Manolo quien conduce el avión, obligando a su piloto a llevarse continuamente las manos a la cabeza, mientras el aterrorizado Paco Ruiz en esos instantes implora en voz alta la protección de todas las vírgenes de España. Para quien ha conocido las agotadoras caminatas a través de las inmensas llanuras de Castilla o de Extremadura, no hay mayor gozo que subir a su avión después del último toro de una corrida en Francia y presentarse en el corazón de Madrid a fin de comer huevos fritos con chorizo en el piso de su hermana.

Un inmenso y lujoso dúplex en un inmueble ultramoderno de Córdoba, una finca con varios centenares de toros bravos y una arena privada, piscina olímpica y aeródromo particular al pie de la sierra cordobesa, apartamentos en Sevilla y Madrid…, el antiguo vagabundo de los caminos de España posee hoy tantos domicilios que resulta difícil seguirlo en sus desplazamientos. Pero entre todas sus casas, siente un afecto particular por la que hizo construir, cuando empezó a ser célebre, cerca de Córdoba, sobre las ruinas de una granja en la que vivía un pobre pastor que lo recogió en sus tiempos de miseria. En 1965, Manuel reunió a toda su familia para celebrar alegremente su primera Navidad en la abundancia y «olvidar para siempre la siniestra Navidad de 1940 cuanto todos se encerraron en su miseria como un caracol en su caparazón».

Ahora no había ya miseria; sólo un momento de tristeza cuando Angelita se echó a llorar en los brazos de Manolo después de observar el retrato de sus padres que él había colgado en el sitio de honor del comedor en fiesta.

Contiguo al comedor y sumido en perpetua penumbra, se halla el despacho donde son administradas las propiedades del torero. Detrás de una mesa de color amarillo ceniciento, invariablemente oculto detrás de unas gafas de sol, se halla el administrador de El Cordobés, el joven a quien compró su primer automóvil a las puertas de una plaza portátil en el pueblo de Andújar, durante aquel verano loco de 1960. Chófer inepto convertido en indiferente secretario, su principal tarea consiste en despachar las docenas de cartas que, por término medio, caen sobre su mesa todos los días. Es un patético alud de correspondencia, trazada a menudo con caracteres casi ilegibles y que contiene siempre peticiones de dinero. Por ejemplo, ésta de Venta de Gaeta: «Somos diecisiete vecinos de una aldea, sin medios de transporte hasta el pueblo vecino, que dista cincuenta kilómetros de aquí. Quisiéramos que usted y su buen corazón nos regalasen un aparato de televisión». O ésta de La Línea; «Soy madre de ocho hijos. Dos de ellos están enfermos, uno del corazón y el otro paralítico. Tienen que ir a Madrid para ser operados. ¿Podría usted pagarles el viaje?» O ésta: «Por favor, mándeme cuarenta mil pesetas para que pueda trasladar a mi marido a una casa soleada. De otro modo, morirá a los treinta y cuatro años de una enfermedad de los pulmones».

Todos los días, el correo reparte su nueva ración de miserias humanas, como la que deja en la hacienda de El Cordobés. En contraste con la pública leyenda montada antes a su alrededor por El Pipo, el verdadero alcance de los actos de caridad de El Cordobés siguen siendo uno de los pocos aspectos rigurosamente privados de su vida. Y se comprende que así sea: cada carta contestada trae consigo un nuevo alud de peticiones; cada ruego rechazado supone un nuevo detractor para el torero.

Ningún maletilla se va con hambre de su puerta, ningún pordiosero sin una moneda en la mano. Las fiestas que ofrece en su cortijo son otras tantas ocasiones para que los pobres campesinos de la vecindad llenen los estómagos —y los bolsillos— de comida. Cuando inauguró la placita de toros de otra hacienda, entre los mil invitados había doscientos maletillas para los cuales hizo traer un camión de jamones y vino de Montilla. Proporcionó a don Carlos Sánchez la instalación y los muebles de una nueva escuela comercial para muchachos en Palma del Río, una de las primeras de su clase en aquella región. Pocos diestros han toreado tanto como El Cordobés en corridas de beneficencia. Sin embargo, se queja con comprensible enojo, de que «siempre que alguien llama a mi puerta es para pedirme algo».

Ningún aspecto de la personalidad de El Cordobés ha sido más propalado que su carácter extrovertido y sociable. Sigue en la vida lo que fue en el ruedo, un ser despreocupado, impulsivo y salvaje, dotado, al parecer, de una capacidad inagotable para beber, reír, cantar, tocar la guitarra y bailar flamenco toda la noche. Se muestra invariablemente afectuoso y hospitalario con los desconocidos, y se comporta con la dignidad y la sencilla cortesía que parecen innatas en todos los españoles, por muy humilde que sea su cuna. Sin embargo, en el fondo, es un hombre reservado e introverso, rápido para ofrecer su mano y su sonrisa, pero guardando lo demás para sí mismo y para unos pocos íntimos amigos.

Su ayer fue duro y amargo, y él no quiere que se interfiera en su presente. Sabe de dónde viene y que nunca volverá allí; pero las negras y hambrientas sombras de su juventud le enseñaron a ser cauto. Es demasiado orgulloso para avergonzarse de sus años de hambre, y siempre está presto a replicar que «la pobreza no es una deshonra». Pero procura no pensar mucho en aquellos tiempos y se impacienta con los que se empeñan en recordárselos. Está donde está, en su fabuloso presente, donde no queda mucho sitio para los recuerdos de pasadas miserias e injusticias. Su cuerpo y su espíritu fueron modelados por las frías noches pasadas en la obra de Madrid, y don Manuel Benítez es hombre práctico. «Hay que ser rico para protestar —declara—. La gente sólo escucha al dinero».

Aquel que ansiaba siempre llevar unas cuantas pesetas en el bolsillo, ahora no lleva casi nunca dinero encima. Una de las personas de su séquito suele acompañar al torero con un fajo de billetes en la cartera para pagar sus obligaciones y sufragar sus caprichos. El orgullo que siente por su posición económica se manifiesta en incidentes triviales, como el provocado por su mozo de estoques al proponerle que se ponga dos días seguidos el mismo traje de luces. Entonces es capaz de encolerizarse, porque no quiere «que el público pueda imaginarse que es el único traje de luces que tengo».

Su vida está marcada, sobre todo, por un extraordinario sentido de la espontaneidad, herencia, probablemente, de los años en que él y Horillo anduvieron errantes como un par de animalitos perdidos. Vive su vida al minuto, como dichoso esclavo que es de sus fugaces caprichos. Su falta de puntualidad no ha irritado nunca a una nación que ha hecho un arte de su ignorancia de la hora que es; un día se atrevió incluso a cometer el único crimen contra la puntualidad que no se acepta en España: llegar tarde a la prestigiosa Feria de Sevilla. Una noche, en el cuarto de estar del padre Arroyo, se sintió intrigado por una libreta de notas que el sacerdote sacó de un bolsillo de su sotana. El cura le explicó que era una agenda, y que el hombre tenía que procurar organizar su vida. Ninguna noción podía ser más ajena al carácter de su discípulo. Seguir un día de la vida de El Cordobés es labor fatigosa y desconcertante. Monta a caballo después del desayuno y galopa con sus vaqueros en busca de una vaca extraviada. Cinco minutos más tarde, pide una escopeta de aire comprimido y se dedica a cazar pájaros. Si tiene hambre, se sienta en una roca y dice a uno de los vaqueros que vaya al cortijo a buscarle un pedazo de pan y salchichón. Cuando el mozo regresa, El Cordobés se ha marchado ya camino de Córdoba en uno de sus Mercedes. Dos horas más tarde, sin haberse quitado las botas ni los zahones, está volando a dos mil metros de altura en su avión rumbo a Madrid, a Málaga o a Sevilla, para comer con algún amigo que ni siquiera está enterado de su llegada. Una madrugada, después de pasar toda la noche en una fiesta flamenca, resolvió de pronto coger su Alpine y marcharse a Madrid. Después de recorrer ciento cincuenta kilómetros, advirtió que tenía sueño; detuvo el coche, se apeó y se tumbó en el verde prado de un pueblo todavía dormido. Cuando se despertó, dos horas más tarde, vio un grupo de asombrados lugareños que le estaban contemplando. Para los boquiabiertos vecinos de aquel pueblo remoto, la aparición de El Cordobés durmiendo en el prado fue casi tan milagrosa como la aparición de la Virgen de Covadonga para los caballeros de la Reconquista.

Ningún torero en la historia de la fiesta llegó a conocer temporadas tan locas. Durante cada uno de los diez años que precedieron a su retirada definitiva en 1975 (pero, tratándose de El Cordobés, ¿qué retirada puede considerarse alguna vez como definitiva?), salió más de cien veces al ruedo, exponiéndose doscientas veces a las cornadas mortales de los doscientos toros bravos que estoqueó. Un año, en 1965, toreó en ciento once corridas, sólo en España, batiendo la marca de Juan Belmonte desde antes de la guerra civil. En agosto de aquel año, toreó treinta y dos veces en treinta y un días, matando setenta y cuatro toros, cortando cincuenta y tres orejas y once rabos y viajando diez mil kilómetros.

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