Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
Más que cualquier otro miembro de la cuadrilla de El Cordobés, Pepín tenía aspecto de torero. Su rostro era magro y largo, quebrada su superficie por la brusca erupción de sus desmesurados huesos, lo cual le daba el aspecto ligeramente alargado de los retratos de El Greco. Era el suyo un rostro triste, grave, de inmovilidad sólo alterada por un tic nervioso de los párpados. Su boca brillaba realmente si sonreía al sol, reflejando en este gesto una parte sustancial de su carácter. Fuera de la plaza, su cara estaba generalmente nublada por el humo acre de un cigarrillo de tabaco negro. Los orígenes familiares de Pepín eran mucho más simples que los de Paco. A diferencia de éste, que había descubierto su afición cuando era más que adolescente, Pepín había querido siempre ser torero. Y si Paco Ruiz era una rareza dentro de su profesión, un espada convertido en banderillero, el caso de Pepín era tan corriente que casi resultaba trivial.
Pepín había dedicado su adolescencia y su juventud a un decidido esfuerzo por conciliar dos fuerzas irreconciliables: su afán de ser torero y su miedo a los toros. Al igual que Paco, había tenido su primer contacto con la fiesta brava en un matadero, el matadero municipal de Córdoba, donde su padre trabajaba de portero.
Cada noche, antes de acostarse, su padre guardaba debajo de su almohada la llave de los corrales del matadero. Sin embargo, era sordo de un oído, y para gozo de su hijo, dormía invariablemente sobre el oído bueno. Pepín entraba de puntillas en el dormitorio de su padre y sustraía la llave de debajo de la almohada.
Con una pandilla de amigos que le esperaban, se introducía en los corrales y toreaba las reses que habían de ser muertas al día siguiente. Al amanecer, Pepín volvía a entrar de puntillas en el cuarto de su padre y devolvía la llave a su sitio. Unos años más tarde, emprendió el camino seguido tradicionalmente por los jóvenes afectados por el virus de la lidia, el camino de las tientas en los cortijos andaluces. Pero el virus del miedo, más activo e incontrolable, le paralizaba. Ningún esfuerzo mental podía obligar a Pepín a permanecer inmóvil ante la embestida de un toro. Así, pues, convencido de que el miedo le impediría llegar a ser espada, buscó el mal menor y se hizo banderillero.
Su carrera como tal, poco brillante, había pasado inadvertida; había sido un paso continuo de la cuadrilla de un diestro mediocre a la de otro no más destacado. Después, un día en que se hallaba sin trabajo y sin dinero, fue descubierto en la terraza de un café de Córdoba por el apoderado de un desconocido principiante llamado El Cordobés. El apoderado contrató a Pepín aquella misma tarde, y éste, a partir de entonces, había desempeñado fielmente y sin ninguna espectacularidad las funciones de segundo banderillero de la cuadrilla.
Torcida la cara por una mueca, vibrándole las piernas con impercetible temblor, Pepín echó a andar sobre la arena en dirección a la expectante figura de
Impulsivo
. En aquel momento la boca de Pepín estaba «seca como un montón de viejos huesos». Se pasó ansiosamente la lengua por el paladar. Demasiado nervioso para musitar siquiera una oración, se detuvo ante el toro y provocó su embestida haciendo chocar las banderillas. Al acercarse el bicho, Pepín inició un trote, describiendo, como Paco, un cuarto de círculo en dirección al animal, pero haciéndolo por el lado izquierdo de éste.
Con un enorme esfuerzo, se obligó a mirar más allá de las astas del toro, hacia el prominente morrillo que mostraba los dos boquetes pulposos abiertos por la puya de José Sigüenza. Vio también las banderillas rojas y amarillas clavadas por Paco, que se balanceaban al compás de los pasos de
Impulsivo
.
Pepín aceleró. Al hacerlo, resbaló y una de sus rodillas flaqueó un instante. Un grito ahogado brotó de los graderíos. Pepín se irguió de nuevo y, a pasos cortos, violentos, siguió avanzando sobre la pegajosa superficie del ruedo en dirección a
Impulsivo
.
Se equivocó en una fracción de segundo al calcular el momento del encuentro. En vez de bajar las manos antes de clavar las banderillas, se vio obligado a lanzarse sobre el toro en una estirada parecida a la palomita de un portero de fútbol. Al alejarse con una pirueta,
Impulsivo
lanzó un derrote en dirección a su escurridiza figura y a punto estuvo de rasgarle la taleguilla.
El dolor producido por este par provocó en el toro una furiosa reacción. En vez de proseguir su carrera, giró sobre sí mismo y persiguió a Pepín. Ante esta acometida, surgió una figura de cada burladero de la plaza, agitando frenéticamente sendos capotes en dirección a
Impulsivo
con objeto de hacer el quite a Pepín. El infeliz banderillero, jadeando y resbalando en la mojada arena, comprendió que el bicho le alcanzaría antes de llegar a la barrera, distante todavía unos veinte metros. El público, advirtiendo el peligro, se puso en pie.
De pronto, resonó un grito salvaje.
Impulsivo
volvió la cabeza en dirección al imperioso ruido. Un capote morado y amarillo revoloteó nerviosamente ante sus ojos. Con rápido y ágil movimiento, el toro se apartó de Pepín y se dirigió hacia la capa. Una vez consiguió llamar la atención de
Impulsivo
, El Cordobés lo atrajo hacia los pliegues de aquélla.
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embistió y El Cordobés, con un movimiento de las muñecas, despidió al toro en dirección a otro capote desplegado por un banderillero que corría detrás de él. Pepín saltó la barrera, poniéndose a salvo en el callejón. En el mismo momento, una cariñosa salva de aplausos recompensaba la afortunada intervención del diestro.
El espada sonrió. Después se quitó una vez más la montera, alzándola en dirección al lejano palco del presidente Quirós, para pedir el cierre del tercio. Sin apresurarse, volvió a las tablas. Después de ingerir un último trago de agua del botijo colocado ante él, se enjuagó la boca y escupió el agua en la arena.
Mientras tanto, volvieron a sonar, agudas, las notas del clarín anunciando el comienzo de la última fase de la lidia, ese capítulo para el cual todo lo realizado hasta entonces no había sido más que una preparación; el acto que debía terminar irremediablemente con la muerte de
Impulsivo
.
El Cordobés cogió la espada y la muleta, ésta cuidadosamente plegada, de manos de su mozo de estoques. Estaba llegando al final de su largo viaje a este inmenso ruedo. Murmuró una oración y salió del burladero, dispuesto a crear, ante el público más numeroso de la historia de los toros, la «emocional y espiritual belleza que puede ser producida por un hombre, un toro y un pedazo de tela escarlata doblado sobre un palo»
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.
Cuando salía al ruedo, una cara angustiada le llamó desde el callejón. Era su agradecido banderillero Pepín, cuyas facciones mostraban todavía su miedo al huir de las astas de
Impulsivo
. Frenéticamente, gritó una última advertencia al orgulloso diestro; pero sus palabras se perdieron en el clamor levantado por la presencia del torero, como un grito ahogado por el viento:
—¡Por Dios, Manolo, el izquierdo! ¡Cuidado con el izquierdo!
Madrid (I)
E
ran las dos de la madrugada. El cortante viento de la meseta castellana helaba la capital de España, y sus ráfagas arrancaban las últimas hojas de los plátanos que flanqueaban el majestuoso paseo del Prado. En el extremo sur de esta amplia avenida, la plaza de Carlos
V
estaba desierta. Sólo el círculo de faroles de gas de su orilla y las luces que se filtraban del macizo edificio del Hospital Provincial de Madrid mitigaban la oscuridad de la plaza solitaria.
Tambaleándose bajo su carga, un destartalado camión cruzó la plaza en dirección al depósito de mercancías de la estación de Atocha. Dos ateridas y soñolientas figuras saltaron de entre los sacos de naranjas amontonados en la caja descubierta del vehículo. Para Manuel Benítez y Juan Horillo, el viaje hacia el destierro había terminado. Gracias a la orden de Cara de Tomate, sus pies pisaban ahora el suelo de Madrid. Era, en cierto sentido, un privilegio que a duras penas habían conocido un centenar de los vecinos de su pueblo. Para millares de andaluces semejantes a los dos muchachos que temblaban de frío en la estación de Atocha, el oscuro y amenazador horizonte que se extendía ante ellos representaba la única salvación posible para los desterrados de su pobre y mal alimentada tierra. Con sus pequeñas mochilas sobre la espalda, los desterrados de Palma del Río echaron a andar, calzados con alpargatas, a la conquista de la capital de España.
Su primer contacto con la ciudad fue poco alentador. Incapaces de encontrar un solo café donde calentarse unas pocas horas, se tumbaron, rendidos, en un portal. Allí, envueltos en sus muletas y juntos los temblorosos cuerpos para librarse del frío, Manuel y Horillo pasaron su primera noche en Madrid.
R
ELATO DE
M
ANUEL
B
ENÍTEZ
Mi primer recuerdo de Madrid es la patada que un guardia me dio en el trasero. Estábamos medio dormidos en el portal donde nos habíamos echado para resguardarnos del frío. Sentí un terrible dolor y una voz que gritaba: «¡Arriba! ¡Arriba!» Rodé por el suelo y me propinaron otra patada, esta vez en una oreja. Abrí los ojos. Había un guardia plantado junto a mí.
Nos llevó a una comisaría de Policía. Nos pidieron los papeles y las treinta pesetas que uno tenía que llevar encima para que no le metiesen en la cárcel por vago. No teníamos las treinta pesetas y nos daba miedo mostrarles los papeles, porque éstos decían que la Guardia Civil nos había expulsado de Palma. Expliqué que éramos toreros en busca de una oportunidad. Esperé que empezara la paliza. Es lo que hubiera ocurrido en Palma: una paliza y unos cuantos días a la sombra. No pensé que en Palma sólo había dos tipos como nosotros, mientras que en Madrid los había a centenares. La Policía no podía perder el tiempo con nosotros. Nos gritaron: «¡Largo!», y nos echaron del cuartelillo. Volvimos a nuestro portal y seguimos durmiendo.
Nos despertamos cuando la gente empezaba a volver al trabajo. Muchos nos daban una patada al pasar por encima de nosotros. Nos levantamos y empezamos a rondar hasta que encontramos un café, en cuyo lavabo nos metimos para lavarnos un poco.
Después del buen recibimiento que nos había hecho Madrid, pensamos que lo mejor era trazar un plan de campaña No habíamos ido a Madrid para helarnos en los portales. Necesitábamos alguien que nos ayudase. Lo malo era que no conocíamos a nadie. Y Madrid, Madrid es una ciudad muy grande. ¿Cómo encontrar, en un sitio así, una persona que le ayude a uno?
Por último, dije: «Vayamos a ver a Dominguín». Era el primer matador de toros de España, el número uno. Era rico, y me pareció el más adecuado para ayudarnos. ¿A quién más podíamos acudir, si no conocíamos a nadie en Madrid? El dueño del café sabía dónde vivía; por consiguiente, Juan y yo echamos a andar hacia su casa.
De momento, Madrid me produjo una impresión terrible. Como si me hubiesen asestado un tremendo puñetazo. Estaba aturdido. Era como si estuviésemos en otro mundo. No comprendíamos cómo podía ser tan grande. En la escuela no enseñaban a comprender estas cosas. Cada vez que cruzábamos una calle, tenía un sobresalto. «¡Qué grande! —me repetía—. ¡Qué grande!» Con todo aquel gentío corriendo arriba y abajo, y aquellos edificios, y aquellos coches… En Palma, cuando pasaba un coche, todo el mundo salía a la puerta a mirarlo. En Madrid, no se veían más que coches. Me dolía el estómago al mirarlos. Nunca había pensado que pudiese haber tanta gente que tenía coche. Incluso los había conducidos por mujeres.
La otra cosa que había de recordar mucho tiempo fue la comida. No creía que pudiese haber tanta comida en el mundo, y de tantas clases diferentes. Los escaparates estaban llenos de ella: calamares, jamón serrano, pimientos, salchichones…; todo cuanto se podía comer estaba en aquellos escaparates. Juan y yo mirábamos a través de los cristales, alzando los brazos, asombrados. A veces nos daban ganas de romper el cristal y apoderarnos de cuanto había en el interior. Creo que me mareé de ver tanta comida. Teníamos que empujarnos continuamente para seguir andando.
Era como un sueño. Los hombres vestían chaqueta y corbata y fumaban cigarros; y había tiendas en las que se vendía de todo: cámaras fotográficas, aparatos de radio, cosas en las que ni Juan ni yo nos atrevíamos a soñar. Pasamos por delante del Hotel Victoria. Alguien nos dijo que allí se hospedaba Manolete cuando estaba en Madrid. Nos detuvimos un largo rato en la acera, mirando el Hotel.
Por último, llegamos a la casa de Dominguín, en el número 35 de la calle del Príncipe. Era un edificio viejo, con relieves a los lados del portal. Subimos y pulsamos el timbre. Nos abrió una doncella con delantal blanco. Le dijimos que éramos toreros y veníamos a pedir ayuda al maestro. Deseábamos que nos diese una oportunidad de torear en cualquier parte.
Nos dijo que esperásemos y cerró la puerta.
Regresó al cabo de unos minutos y nos dijo que el maestro no podía hacer nada por nosotros.
Nos quedamos muy tristes y un poco ofendidos. También teníamos miedo, porque Madrid era muy grande y no sabíamos adonde ir. Juan me indicó que nuestro plan de campaña tenía que empezar en la plaza de toros. Allí, dijo, era más fácil que encontrásemos alguien que pudiera ayudarnos.
Tomamos el Metro. Era la primera vez en nuestra vida que estábamos en el Metro. Preguntamos en la taquilla dónde estaba la plaza de toros. En la estación de Carmen, nos dijeron: «Tienen que apearse en Ventas». Subimos al tren. De pronto, sentimos pánico. Empezamos a pasar estaciones y, como no sabíamos leer los rótulos, no había manera de saber dónde teníamos que apearnos. Por fin, Juan se decidió a preguntarle a un hombre dónde habíamos de bajar.
Cuando acabamos de subir la escalera, la plaza de Las Ventas apareció ante nosotros. La conocíamos por las fotografías del bar de Charneca. Nos quedamos plantados, mirando las rojas paredes de ladrillo. Era nuestra tierra prometida.
Al recorrer las aceras alrededor de la plaza, vimos algo que nos pareció horrible y comprendí por qué la Policía no se había tomado el trabajo de apalearnos. Allí había docenas y docenas de aficionados como nosotros. Estaban en todas partes, sentados al sol, durmiendo envueltos en sus capas en los portales o ensayando pases en la acera. Venían de todos los lugares: de Barcelona, de San Sebastián, de Cádiz, de Bilbao, de todas partes; incluso de ciudades que yo no había oído nombrar jamás. Y todos buscaban lo mismo que nosotros: una oportunidad.
El portero nos dejó entrar para que echáramos una mirada al ruedo, y Juan y yo contemplamos los vacíos graderíos que parecían elevarse hasta el cielo. Lo único que yo ansiaba en el mundo era encontrarme allí, en aquel ruedo, con todas las gradas llenas de gente que me aclamase.
Cuando salimos, alguien dijo: Allá va don Livinio Stuyck. Corrí a su encuentro y le dije que quería una oportunidad de torear en su plaza. Me arrojó un duro. Se lo tiré a mi vez y le dije que quería una oportunidad, no su dinero. Pero él se alejó. Cuando se hubo perdido de vista, recogí el duro del suelo.
Un rato después, nos dirigimos a un café a gastarnos el dinero en calamares y vino blanco. Decidimos que no sería más fácil encontrar ayuda en Madrid que en Andalucía, y que debíamos empezar por agenciarnos algún dinero.
Yo tenía dos hermanas en Madrid, pero no quería pedirles nada. En Palma, Charneca me había dado el nombre de un individuo que tenía un café en un pueblo llamado Vicálvaro. Él nos daría de comer hasta que encontrásemos trabajo, había dicho Charneca.
Era un pueblo tan sucio y pobre como Palma. Allí la vida era igual que la de Palma. Uno tenía que ir a la Bolsa de trabajadores para trabajar a jornal en los campos. Pagaban cinco pesetas al día, como en Palma. Era la temporada del azúcar y nos dedicamos a la recolección de la remolacha.
Por la noche, Juan y yo dormíamos en el cementerio, en el cobertizo donde los sepultureros guardaban sus utensilios. No teníamos dinero suficiente para dormir en otra parte. Había algunos cipreses por allí cerca y una gran cruz de piedra en conmemoración de los muertos de la guerra civil. Era extraño dormir con los muertos. Pero nos acostumbramos.
Fueron días terribles. Nos moríamos de hambre, nos moríamos de frío en aquel cementerio, nos moríamos de añoranza del sol de Andalucía. Nuestro sueño era conseguir trabajo en las obras de unos nuevos edificios que se estaban construyendo en las cercanías. Pagaban de quince a veinte pesetas diarias. Cuando no había trabajo en los campos, acudíamos allí en busca de un jornal. Todo el mundo hacía lo mismo. Madrid estaba lleno de muchachos como nosotros, buscando trabajo en la construcción.