...O llevarás luto por mi (20 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Algunas de ellas, como las haciendas de los duques de Pinohermoso y del conde De la Corte, pertenecían a familias nobles españolas, herederas de los conquistadores y de las fortunas amasadas durante el breve período en que España ocupó el centro del escenario mundial. Otras habían sido adquiridas por los herederos de fortunas más recientes, los cuales compraban su entrada a los salones de la alta sociedad española por la puerta de las plazas de toros.

Estos ganaderos se hallaban agrupados en uno de los clubs más exclusivos y restringidos del mundo: el Círculo de Criadores de Toros de Lidia. Tenían su cuartel general en un destartalado edificio de un barrio obrero de Madrid. Pero los 268 miembros de esta asociación tan mal alojada poseían entre todos un territorio tan grande como Bélgica y más ganado que todos los granjeros de Grecia reunidos. Ningún toro que no procediese de sus ganaderías podía ser lidiado con picadores en un coso español. Custodios de los preciosos descendientes de los brutos salvajes que erraron antaño por las tierras vírgenes de la Península Ibérica, estos criadores eran, en cierto sentido, los sumos sacerdotes del toreo. Sin ellos, y sin sus grandes haciendas semi-feudales, la fiesta brava no habría podido existir.

Sin embargo, la concentración, durante generaciones, de tanta tierra en manos de tan pocos, había provocado críticas y envidias. Si los republicanos hubiesen triunfado en la guerra de 1936-1939, probablemente habrían sido desmembradas estas haciendas, acarreando, quizá, la gradual extinción del toreo.

Sin embargo, la crónica incapacidad de la agricultura española para alimentar a la nación obligó al nuevo régimen a instaurar algunas reformas agrarias. La principal de ellas se tradujo en una ley que obligaba a todos los terratenientes, incluidos los ganaderos de toros de lidia, a cultivar el sesenta de sus tierras labrantías.

Es curioso observar que esta ley favoreció a los ganaderos por razones de simple economía. La muerte de Manolete había hecho entrar al toreo en un período de decadencia. En el año que siguió a la muerte de aquél, el número de corridas celebradas en España se redujo a casi la mitad. La demanda de toros bajó proporcionalmente, y la cría de toros bravos fue cada vez menos lucrativa.

La disminución de la demanda de toros de lidia coincidió, para los criadores, con un nuevo aprovechamiento de sus tierras gracias a la irrigación y a la mecanización gradual de la agricultura española. Obligados por la ley y por la necesidad económica, empezaron a labrar sus tierras. Campos de algodón, huertas de naranjos y trigales empezaron a invadir las vastas extensiones donde antaño reinaban los toros. Al propio tiempo, el turismo y la lenta elevación del nivel de vida de la nación aumentaron la demanda de comestibles. Los precios y el beneficio agrícola aumentaron gradualmente. Hacendados que desdeñaban sembrar más de lo preciso para cubrir sus propias necesidades, procedieron al arado de miles de hectáreas de terreno y relegaron a los toros a los rincones más apartados y más áridos de sus fincas.

Fueron muy pocos los que no siguieron la nueva corriente. Incluso el criador de los más famosos y temidos toros de España, Eduardo Miura, se sometió a ella. En poco más de una década puso en condiciones de cultivo las tres cuartas partes de su inmensa hacienda y redujo de 250 a 50 el número de toros bravos enviados anualmente a las plazas. No lejos de su finca, uno de los grandes terratenientes andaluces, don Francisco Amián, convirtió sus terrenos de pasto en trigales y, para sorpresa suya, descubrió que, con el trigo, ganaba por hectárea cuatro veces más de lo que había ganado con los toros. Tal fue el alcance y amplitud de esta tendencia que muchos vieron en ella el anuncio de la desaparición final de las corridas.

Sin embargo, se equivocaron. La afluencia de millones de turistas, la Televisión y, ahora, el carismático trompetazo del huérfano nacido a veintidós kilómetros de las puertas del cortijo de don José Benítez Cubero insuflaron nueva vida a la fiesta brava. Nunca se había visto tan colmado el calendario taurino. Desde menos de 300 en 1948, año que siguió al de la muerte de Manolete, el número de corridas se elevó a más del cuádruplo en quince años y, sobre todo, a partir de 1961. Jamás había sido tan grande la demanda de toros, ni tan altos los precios alcanzados por éstos. Empezaba una nueva era dorada para los ganaderos, momentáneamente apartados de su verdadera vocación por el cultivo del algodón y del trigo.

Pero, lo hecho, hecho estaba. Las hectáreas cultivadas por primera vez no podían ser devueltas a los animales que las poseyeran antaño. La nueva generación de reses no conocerían los inmensos espacios donde sus antepasados habían adquirido su vigor y su fuerza vital. Su horizonte sería el más reducido de la evolución económica. Para compensar las vastas extensiones de terreno que les robaba la necesidad y la tecnología, los criadores ofrecieron a los toros un nuevo fruto de la técnica: la alimentación artificial. La emplearon a pequeñas dosis, como don José Benítez Cubero, o en forma masiva; pero todos recurrieron a ella. La más dramática prueba de esta práctica podemos encontrarla en las estadísticas de su propia y orgullosa sociedad. En 1905, año de su fundación, el mínimo de terreno que se consideraba necesario para la cría de una manada de toros bravos era de cinco hectáreas por cabeza. En 1955, la extensión de tierra concedida a cada animal había bajado a tres hectáreas, y, en 1964, se redujo a una hectárea y media, y, en algunos casos, a menos de una hectárea.

Resultado de este sistema de alimentación artificial fue con frecuencia la producción de reses artificiales, pues la cantidad de comida no podía compensar la falta de ejercicio impuesta al animal por las reducidas dimensiones de sus campos. Esto condujo al lamentable espectáculo ofrecido a menudo por las modernas corridas, donde un toro más gordo que musculoso cae de rodillas al primer puyazo del picador y es incapaz de aguantar los pocos minutos que dura la lidia.

Pero no fue éste el único mal introducido por las nuevas prácticas taurinas. Hubo también el fraude en la edad y el peso mínimos requeridos para las reses bravas.

Antes del presente siglo, los toros que se lidiaban en las plazas españolas eran viejos monstruos de seis o siete años y pesaban más de seiscientos kilos. Su tamaño y la rapidez con que su maduro instinto les hacía descubrir el truco que se ocultaba detrás de la muleta del espada, hacían que su lidia fuese difícil y, a veces, imposible. Como consecuencia de ello, se redujo gradualmente la escala mínima de edad y de peso de los toros. Y los toreros pudieron acercarse más y más a unos toros cada vez más pequeños, aumentando así el clima emocional de la fiesta. La acción provocó la reacción, y la escala siguió bajando hasta que, en 1941, las ganaderías despobladas por la guerra fueron autorizadas para enviar al ruedo toros de tres años. Ahora, los toros para corridas de primera clase tenían, por término medio, 460 kilos de peso y cuatro años de edad.

Como era mucho más difícil comprobar la edad de un toro que su peso, el sistema de alimentación artificial constituyó una fuerte tentación para los ganaderos poco escrupulosos. Podían engordar al toro de manera que pareciese tener cuatro años, cuando sólo tenía tres, y cumpliese las condiciones de peso requeridas para una corrida normal. Entonces podían venderlo como un toro de cuatro años, táctica que suponía para el ganadero un aumento de casi el 25 por ciento en la ganancia.

Por curiosa ironía, uno de los agentes de la nueva prosperidad de los ganaderos era el exdelincuente juvenil de Palma del Río. El Cordobés conocía bien muchas de sus haciendas. A menudo, cuando no era más que un muchacho harapiento, se había plantado frente a sus puertas, mendigando una oportunidad, una posibilidad de aprender el arte del toreo en sus tientas semipúblicas. La mayoría de las veces, la respuesta había sido una lluvia de insultos o incluso una paliza propinada por los vaqueros. Pero la oportunidad que le habían negado en la puerta de entrada se la había procurado él, por la noche, en los prados iluminados por la luna. Ahora, el fruto de sus triunfos compensaba sobradamente a aquellos hombres de las nocturnas violaciones de sus haciendas. Por su lote de seis toros, elegidos para el debut en Madrid, don José Benítez Cubero había pedido cuatrocientas veinte mil pesetas, el precio más alto alcanzado por un lote de sus reses. Los cuatro años y medio de manutención del toro
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le representaban, pues, setenta mil pesetas, más de lo que sus cuidadores ganarían en un año de trabajo.

Ocho días antes de la corrida, un camión con remolque de la agencia de transportes Porrita penetró en los corrales de la hacienda de Benítez Cubero. Así como en otros países hay agencias conocidas por el transporte a larga distancia de pianos de concierto, Porrita lo era, en España, por su especialidad en el transporte de toros bravos. Cuando sus vehículos rojos y amarillos cruzaban los pueblos españoles, los chiquillos salían corriendo a verlos pasar y a contemplar las gruesas cajas de madera colocadas sobre el remolque.

Ahora, los vaqueros de don José emprendieron la delicada tarea del encajonamiento, o sea, el encierro de los toros en las seis cajas independientes que serían fijadas en la plataforma del remolque. En los meses que había pasado en su corral,
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había aumentado ciento veinte kilos de peso.

En esta su quinta primavera había alcanzado su grado máximo de fuerza; era vigoroso, agresivo, lleno de impulso nervioso.

Cuando hubieron cargado el último toro, fue pesada la mercancía del camión en una báscula especial. Don José observó con satisfacción que la saeta de la báscula señalaba la cifra de tres mil ciento treinta y nueve kilos, o sea, más de media tonelada por animal. Era uno de los lotes de más peso que jamás hubiera enviado a una plaza de toros.

El mayoral Galindo trepó a la cabina, junto al conductor, para acompañar a las seis reses en su viaje. Lentamente y bajo la mirada vigilante de don José, el camión salió del corral y descendió por el largo camino en dirección al Guadalquivir, llevándose para siempre a los seis toros de los pastos andaluces donde habían crecido.

El viaje fue una dolorosa experiencia para los animales. Aprisionados en las negras jaulas, devorados por el miedo y la impotencia, privados de alimento y de agua, sudaron cuarenta kilos y perdieron una cantidad enorme de energía.

Su primera parada fue en los suburbios de la capital, en los patios donde se exhibían los toros de la plaza de Madrid. Allí pasaron seis días expuestos a las miradas curiosas de los aficionados de la capital, en compañía de los demás toros seleccionados para la Feria de san Isidro. El descanso y los cuidados del mayoral Galindo les devolvieron el peso y la fuerza perdidos durante el viaje a Madrid.

Durante aquella última semana, el mayoral Galindo no salió del corral. Dormía en un jergón de paja, en el suelo del granero. Inspeccionaba todos los detalles de la alimentación y del cuidado de los toros. Esta vigilancia tenía por objeto evitar cualquier truco con los animales. A diferencia de lo que ocurre con el boxeo, el tongo es imposible en una plaza de toros; pero, en cambio, se pueden disminuir las facultades del toro para hacerlo menos peligroso y más manejable en la lidia. Hay muchas maneras de lograrlo. Se puede debilitar los músculos del cuarto delantero golpeándolos con saquitos de arena; se puede drogar la comida o se pueden «afeitar» los cuernos. Para evitar tales abusos, don José había encargado a Galindo que vigilase a los animales durante su permanencia en Madrid.

A las seis de la tarde de la víspera de la corrida, los toros fueron examinados formalmente por el presidente Quirós y por dos veterinarios del Estado español. Firmado su certificado de aptitud, el toro
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, número 25, y sus cinco compañeros fueron encerrados de nuevo en sus jaulas de madera y cargados en el camión. Ahora, la estación terminal era la plaza de toros de Madrid, y el destino de
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, aquel para el cual había nacido bajo las ramas de un árbol del paraíso en una ventosa noche de diciembre.

Ahora,
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se encontraba solo, en una plaza, frente a un hombre de unos sesenta y cinco kilos, cuyas únicas armas eran un capote de percal y el dominio que fuese capaz de ejercer sobre sus propios nervios.

Para su primer encuentro con
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, El Cordobés realizó un acto dramático y peligroso. Corrió deliberadamente hasta los mismos medios. Para el torero, es éste el lugar más peligroso del ruedo. Allí se encontraba lejos de toda posible ayuda. Si era cogido por
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, pasarían varios segundos mortales antes de que sus subalternos pudiesen llegar hasta él y hacer el quite preciso. Y estos segundos podían significar toda la diferencia entre un palotazo y una cornada grave, pues, muchas veces, las peores heridas no eran las producidas por el primer «viaje» del toro que derribaba al espada, sino por los «hachazos» que recibía el diestro cuando yacía impotente en el suelo ante las astas del toro.

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