Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
Papá Ruiz no tardó en darse cuenta de que el anuncio de su hijo de hacerse torero no había sido una broma. Y, valiéndose de una clásica y sencilla estratagema paternal, resolvió librarle para siempre de sus locas ambiciones.
Localizó a los organizadores faltos de dinero de una corrida de pueblo que había de celebrarse en Almodóvar del Río. Por doscientas pesetas, compró a su hijo un puesto en el cartel y, con éste, el derecho a matar una de las tres reses del día, una vaca vieja llamada
Romerita
. Papá Ruiz contaba con que
Romerita
daría a su inexperto hijo una lección tan dolorosa que le haría renunciar para siempre a sus aspiraciones taurinas.
Pero las cosas no marcharon como papá Ruiz había planeado. Su hijo estuvo formidable. Los entusiasmados vecinos de Almodóvar le concedieron las dos orejas y el rabo de
Romerita
y lo llevaron triunfalmente en hombros por todo el pueblo. El pobre papá Ruiz se quedó sin habla. Nada sabía de las actividades clandestinas de su hijo en el matadero. Por el contrario, estaba persuadido de que había sido aquélla la primera vez que Paco se había encarado con una res brava. Y, así como unos meses antes había deplorado las ambiciones de su hijo, pensó ahora, de repente, que había engendrado un genio de la fiesta brava. En vez de un ocioso soñador, vio en su hijo al sucesor de Manolete. Durante todo el trayecto de regreso a Sevilla, recorrió los pasillos del tren mostrando las orejas de
Romerita
y jactándose de que su hijo sería muy pronto el ídolo de la nación española.
Animado y en ocasiones subvencionado por su orgulloso padre, Paco pudo dedicar todo su tiempo a hacerse torero. Nombró un apoderado y vistió traje de luces. Toreó en una serie de corridas de pueblo por toda Andalucía. Se presentó en un cartel de principiantes en la Real Maestranza y fue citado por la prensa sevillana por «su excelente faena con la capa». Celebró su vigésimo cumpleaños con su primera corrida con picadores. Poco más tarde, recibió la primera cornada. Ocho días después, con diecisiete punto de sutura en la pierna y en los labios una oración a san Francisco Javier, su patrón, volvió a la plaza.
Su rápido y breve auge llegó a su punto culminante el día 23 de setiembre de 1949. Aquel día, actuó en un programa normal de la Real Maestranza, testigo, seis meses antes, de su primera corrida de toros. Su actuación fue también excelente. Le otorgaron dos orejas y un contrato para otra corrida al cabo de una semana. Durante estos días, Paco recorrió todas las noches las calles de Sevilla, leyendo con orgullo los carteles que anunciaban su reaparición «a petición del público».
Su segunda actuación fue menos notable. Sin embargo, alentado por su doble contrato, resolvió escalar la cumbre de las cumbres. Aquel invierno, marchó a Madrid, acompañado de su apoderado y de sus recortes de prensa, y puso sitio a la oficina de don Liviano Stuyck. Su tenacidad se vio recompensada. El 2 de marzo de 1950, debutó como novillero en Las Ventas. Los hados no le fueron propicios. Su actuación fue gris. Y sus escasos recursos le habían impedido «preparar» debidamente a la prensa. Los críticos le pagaron con la misma moneda. Sus crónicas le fueron indiferentes o perjudiciales.
Convencido de que su apoderado se había precipitado llevándole a Madrid, Paco le despidió para «hacer la guerra por su cuenta». Durante cuatro años, «comió la vaca loca», como dicen en la jerga de la fiesta brava. Desconocido, desmoralizado, sin cuadrilla ni apoderado, recorrió España, aprovechando cuantas oportunidades se le ofrecían de torear. Lo hizo como sustituto de última hora, sin picadores, en aldeas perdidas, por sumas irrisorias. Mientras tanto, seguía frecuentando el despacho de don Livinio Stuyck, con su pequeño fajo de recortes de prensa, pidiendo una oportunidad. Vivía al borde de la desesperación, en una pensión de tercera clase de Madrid.
Paco no era mal torero; ni bueno. Era algo peor: era mediocre y sólo producía indiferencia en el público ante el cual actuaba. La carrera que había empezado con tanta rapidez tardó cuatro dolorosos años en terminar. El fin se produjo en Málaga, cuando un horrible toro cegato de la ganadería de Pablo Romero tuvo la desfachatez de negarse categóricamente a morir por Paco. Paco le persiguió por el ruedo, pinchándole desde lejos con el estoque, como un matarife en el matadero de Sevilla. Mientras corría detrás de aquel toro aparentemente inmortal, el público le lanzó una lluvia de almohadillas, colillas de cigarro, mondaduras de naranja, botellas de Coca-Cola e insultos. Escuchó los tres avisos. Y el «maldito bicho, empeñado en no morir». Por último, éste fue devuelto vivo al corral, y Paco fue expulsado de la plaza de Málaga y, en definitiva, de la fiesta.
Unas semanas después, desmoralizado y sin ningún contrato, Paco trocó su traje de luces por un nuevo uniforme: una chaqueta blanca de camarero en el restaurante Casa Pepe de Málaga. Allí, la elegante caligrafía de sus años mozos le valió una ligera compensación a la eminente posición que se había visto obligado a abandonar. Le encargaron la tarea de escribir las minutas del restaurante.
Un día, acudió al establecimiento un torero sevillano amigo suyo y le ofreció una plaza de banderillero en su cuadrilla. Paco vaciló. Era un paso muy triste para quien había conocido la gloria. Pero ansiaba volver al ruedo y accedió a convertirse en subalterno.
Paco actuó de banderillero durante diez años, cambiando a menudo de cuadrilla y sufriendo los vaivenes de la suerte, según fuese la de sus maestros. Una noche de primavera, en Córdoba, coincidió en una corrida con el espada más loco que jamás hubiera visto. Veinte veces creyó ver que le derribaba el toro y otras tantas se levantó el torero para seguir peleando. Sus caminos se cruzaron a menudo aquel verano en las plazas de las ciudades y pueblos andaluces. Paco se dio cuenta del efecto hipnótico que aquel torero producía en la multitud. En todas partes, en todas las esquinas donde se congregaban los aficionados, desde la calle de la Plata, en Córdoba, hasta la calle de las Sierpes, en Sevilla, se oía sonar su nombre. «Es un loco de Palma del Río que está trastornando la fiesta —decía la gente—. Toreando de esta manera, no llegará vivo al final de la temporada. Pero, por lo que más quieran, y por mucho que les cueste, vayan a ver a El Cordobés antes de que lo maten».
Aquel otoño, Paco ingresó en la cuadrilla de El Cordobés. Durante cuatro años, su suerte había estado ligada a la de aquel fenómeno, destinado cada temporada al cementerio por la imaginación popular. Entre el huérfano analfabeto y el antiguo escribiente de una agencia de noticias de Sevilla, diez años mayor que aquél, se forjó un lazo de amistad especial, reforzado por una casi tragedia acaecida en la vida de Paco. Un año y veinte días antes del debut de El Cordobés en Madrid, un toro pilló a Paco en Bilbao. Con un furioso derrote, el bicho lo lanzó contra las tablas. El espinazo del banderillero se quebró con un chasquido que se oyó desde la primera fila de los asientos de barrera.
Durante meses, yació en el lecho del dolor, en un molde de escayola, pidiendo a la muerte que se lo llevase, convencido de que su carrera había terminado y de que quedaría medio inválido para toda la vida. El Cordobés, le salvó. Cada vez que venía a Madrid, iba a visitar a su banderillero al Sanatorio de Toreros. Le consolaba, bromeaba, le halagaba y le zahería, con el fin de levantar sus ánimos. Le llevó un aparato de TV para que pudiese seguir la temporada. En dos ocasiones, al resultar también cogido, tomó la habitación de enfrente de la de Paco y, a través de las puertas abiertas, siguió animándole, prometiéndole un puesto en su cuadrilla y una gira por América del Sur en cuanto pudiese andar. Un día, Manolo le gritó: «Vamos, hombre, ¡levántate!», y logró que Paco se pusiera en pie por primera vez desde su accidente. A instigación del diestro, Paco dobló y después triplicó el número de horas que destinaba diariamente a su reeducación física. Cuando salió del sanatorio, El Cordobés le envió a un centro de rehabilitación de la costa. Y, por último, a los nueve meses, tal como había pronosticado, Manolo incorporó a Paco a su cuadrilla y le alentó en su vacilante retorno a la fiesta brava. Fue la suya una consideración que muy pocos toreros habrían tenido con un banderillero herido. Paco le correspondió con ciega lealtad. Se había convertido en el peón de confianza de El Cordobés, en su más íntimo consejero.
Paco le defendía de sus numerosos admiradores. Le hurtaba a las multitudes que pretendían verle. Vigilaba y se preocupaba de su salud, le reñía cuando bebía demasiado, servía de intermediario entre el espada y los empresarios españoles. Se juergueaban juntos, y sobre Paco recaía la tarea de informar a la joven de turno cuando el diestro iniciaba una nueva aventura.
En la plaza, Paco informaba a El Cordobés de las características del toro con el que tenía que encararse. Desde su puesto, al borde del redondel, le recomendaba prudencia en sus instantes de aparente locura. Nadie sufría más que Paco en aquellos momentos, mientras sujetaba con fuerza el plegado capote con el cual habría de auxiliar al diestro en un instante de peligro. Paco había vivido con El Cordobés los gozos más intensos y los miedos más terribles de su vida. Arrastrado por la ascensión triunfal del espada hasta la misma cumbre de su profesión, Paco había vivido indirectamente, a través de los éxitos de El Cordobés, las dulces horas de gloria que su propia e infortunada carrera le había negado.
El momento deliberadamente elegido por Paco para su encuentro con
Impulsivo
era ya inminente. El toro estaba ante él, a una distancia de apenas dos metros, bajaba ya la cabeza para el derrote con el que trataría de cornear a Paco. Éste juntó y levantó los extendidos brazos hasta formar con ellos un ángulo de cuarenta y cinco grados sobre su cabeza, y también juntó rápidamente los pies, como un prusiano al saludar. Al propio tiempo, se puso de puntillas y se lanzó hacia delante, bajando los brazos. Al clavar los palos, Paco aprovechó el impulso de su movimiento para girar alrededor del pitón derecho de
Impulsivo
en un apretado semicírculo que le dejó junto a los costillares del toro y fuera del alcance de sus astas.
Impulsivo
se detuvo en seco al sentir el doloroso aguijón de los rehiletes, juntando para ello las articulaciones de sus patas delanteras. Resopló y sacudió frenéticamente la cabeza, como si tratara de arrancarse las banderillas con los cuernos.
Paco le observó con el rabillo del ojo para comprobar el resultado de la suerte. Se sintió complacido. Había prendido las banderillas en lo alto del morrillo de modo que no dificultarían para nada la faena de muleta y su remate.
Sin apartar los ojos de
Impulsivo
, Paco corrió a refugiarse en el burladero. Una cortés salva de aplausos acogió su regreso. Al entrar jadeando en el burladero, Paco advirtió que Manolo estaba a pocos pasos de allí, estudiando en silencio los movimientos de
Impulsivo
. El rato que se tardaba en clavar las banderillas constituía su última oportunidad de observar las peculiaridades del bicho con el que tenía que enfrentarse. El Cordobés, en sus tiempos de novillero, había banderilleado muchos astados. Pero desde que tomó la alternativa, se había abstenido de ser también protagonista del segundo tercio. En todos los tiempos, han sido minoría los diestros que banderilleaban a sus toros. No debe olvidarse, empero, entre los grandes toreros que fueron grandes banderilleros, a Gallito, Gaona, Lalanda, Manolo Bienvenida y Luis Miguel Dominguín. Pero cabe también recordar que figuras insignes de la tauromaquia, como Juan Belmonte, Domingo Ortega y Manolete, eran incapaces de poner un solo par de banderillas.
La suerte de banderillas practicada por los subalternos, como lo había hecho Paco, merecía también la atención, sobre todo de los aficionados puros. Los banderilleros solían prender los rehiletes a la carrera, elevando los brazos lo más posible por encima de la cabeza del toro. En tales casos, el pecho y el estómago del hombre permanecían un instante suspendidos en el aire, a pocos centímetros de los pitones del bicho. Algunos banderilleros desviaban al toro en su embestida con un movimiento ondulatorio del cuerpo, echándose atrás en el último instante y clavando las banderillas al pasar la res. El Cordobés había hecho todo esto y otras cosas más. En ocasiones, citaba al toro sentado en el estribo, arrodillado… Otras veces, cortaba las banderillas por la mitad o las troceaba hasta dejarlas reducidas al tamaño de un cigarro puro. Tan peligrosas habían sido algunas de sus intervenciones, que los propios espectadores se habían puesto en pie para pedirle que no lo hiciera. Pero sólo había desistido cuando un toro le metió un palmo de asta en los intestinos en la plaza de Granada, y estuvo a punto de matarle. Desde aquel día, El Cordobés había confiado a sus fieles peones, Paco y Pepín, el cometido de clavar las banderillas.
Ahora le tocaba el turno a Pepín. Esta tarde, el riesgo de la suerte de banderillas sería para él. Los banderilleros suelen clavar indistintamente los rehiletes por uno y otro lado. Pero en este caso Paco lo hacía a la derecha, mientras que Pepín las colocaba siempre citando por la izquierda de la res. Esto significaba que hoy, para clavar los palitroques, tendría que pasar junto al amenazador pitón izquierdo del bicho. Pepín, que contaba treinta y seis años, llevaba en el cuerpo las cicatrices de diecisiete cornadas sufridas en doce años de actuación como rehiletero. Una semana más tarde, en esta misma plaza, un banderillero caería muerto de una cornada. De Pepín Garrido dependía el bienestar de cinco hijos pequeños. Esta circunstancia le inspiraba una comprensible prudencia en el ejercicio de su peculiar vocación.