...O llevarás luto por mi (32 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Poco después de aquella Navidad, la familia Benítez se dividió. Pasarían años antes de que volvieran a reunirse. Pepe, el hijo mayor, fue a vivir con sus abuelos. Encarna marchó a Madrid, a buscar trabajo como chica de servicio. Al marcharse, hizo un voto que había de cumplir a rajatabla: jamás volvería al pueblo donde ella y sus hermanos habían sufrido tanto.

La partida de ambos aligeró un poco la carga de Angelita. Ahora sólo tenía que cuidar a sus hermanos pequeños, Carmela y Manolo. Manolo seguía siendo —como había dicho don Carlos— «un chiquillo de cara sucia y amplia sonrisa, y con los mocos brotándole de la nariz como agua de una espita». Pero ahora había crecido y seguía estirándose, hasta que llegó un momento en que su huesudo cuerpo llenó por fin la camisa y los holgados pantalones que cogía diariamente del montón de harapos de la familia Benítez. Su distintivo, su bien más preciado, era una vieja gorra de hombre, de cuero negro y llena de piojos, que había encontrado un día en el cubo de la basura de un vecino. Su tamaño no guardaba relación con las dimensiones dé su cabeza. Era tan grande, que cuando la llevaba puesta le cabían los puños entre los bordes y su cráneo. La visera, que le caía sobre las cejas, partía por la mitad el horizonte de su mundo. Tenía con ella un aspecto ridículo: el de un chico imitando a Jackie Coogan con la gorra de su padre. Mas, para aquel niño de diez años constituía el símbolo inconsciente de su individualidad, el sello que le distinguía, por poco que fuese, de la gris masa sin rostro que le rodeaba. No se la quitaba nunca, y, si su hermana se descuidaba, se la ponía incluso para dormir.

Ahora, Manolo Benítez ya no dormía sobre las dos sillas juntas. Había crecido mucho. Ahora tenía su propio rincón en el lecho familiar, el sitio que había dejado Encarna al marcharse a Madrid. Era un muchacho delgado y nervudo; los años de hambre crónica habían hecho de su cuerpo un conglomerado de músculos, de huesos y de piel. Sus articulaciones formaban protuberancias óseas que señalaban las dimensiones que habría tenido su cuerpo en diferentes circunstancias.

A pesar de estar desnutrido, era alto para su edad. Tenía grande la boca, que se ensanchaba en un agujero enorme cuando reía. Caminaba con paso cansino e indiferente, lo que le había valido la continuación del apodo de El Renco, propio de los Benítez. Era un chico callado y modesto, aunque de vez en cuando rompía sus silencios con una carcajada que parecía estallar en la superficie de su carácter, como una marsopa chapaleando en un mar en calma.

Angelita se preocupaba a menudo por el futuro de su hermano. En aquellos momentos, le deseaba una suerte que estuviera de acuerdo con los limitados horizontes de su propia vida. Quería que «fuese lo que había sido su padre, un honrado y buen trabajador del campo».

Pero su hermano no había de seguir el camino que le marcaba Angelita en su maternal ingenuidad. Ya entonces empezaba a escapar a su control. En cuanto ella miraba a otra parte, salía de casa y empezaba a vagar por las sucias calles que circundaban su mundo. El banco de madera que le estaba destinado en el orfanato de don Carlos se hallaba casi siempre desocupado.

Aquellas breves horas en que escapaba de las manos autoritarias de Angelita y de la vigilancia de las monjas de don Carlos constituyeron toda la infancia de Manuel Benítez. Un día, al regresar a la choza familiar después de pasarse toda la tarde en los callejones, Manolo encontró a Angelita tumbada en la cama, con la cabeza entre las manos y sollozando, «pidiéndole a Dios que nos ayudase, porque no teníamos nada que comer».

Entonces tendría Manolo once años. El espectáculo lo dejó abrumado. Hasta entonces, jamás les había fallado la enorme vitalidad de su hermana. La imagen de una joven tan vigorosa temblando de desesperación, fue un brutal recordatorio de la fragilidad de su existencia. Las lágrimas de ella le hicieron ver su propia responsabilidad. Había llegado la hora de que sus manos infantiles ayudasen a la manutención de la familia.

Poco después, una tarde bochornosa, puso manos a la obra. Con un saco viejo sobre el hombro, se metió en el Guadalquivir y lo cruzó hasta la orilla opuesta. Sin esperar a secarse, se dirigió a los naranjales de don Félix Moreno. Allí, escogió un árbol poco visible y llenó su saco de naranjas. Aquella noche, las ofreció a Angelita: fue su primera contribución a la mesa familiar.

Y siguió merodeando por los campos próximos a Palma. Muy pronto tuvo un cómplice. Se llamaba Juan Horillo y era hijo de aquella mujer que, durante el éxodo, había caminado desde Palma hasta Murcia. Era más bajito que Manolo, y a causa del hambre sus costillas se marcaban bajo la piel tirante. Tenía los ojos negros y vivarachos, y su aguda inteligencia hizo que pronto asumiese el mando. Sus correrías por los campos de las orillas del Guadalquivir consolidaron su amistad callejera, y, al poco tiempo, eran amigos inseparables.

Así pasaban su niñez, repartida entre las horas de merodeo por los campos de patatas y los naranjales próximos a Palma, las correrías por sus calles y los tristes momentos en que, avergonzados o corregidos a palos por sus familiares, se sentaban en los bancos de madera del orfanato de don Carlos.

Las nuevas actividades de Manolo no estaban muy de acuerdo con las modestas ambiciones que para él alimentaba su hermana. Sin embargo, el convencimiento de que, gracias a él, entraba diariamente un poco de alimento en la vacía despensa, mitigaba no poco la ya cargada conciencia del muchacho. En todo caso, poco importaba lo que hiciese. Tanto si merodeaba por los campos como si gastaba los calzones en los bancos del orfanato, sus perspectivas —y las de otros palmeños como él— eran idénticas.

Aquellos chiquillos podían soñar en la guerrera autoritaria del guardia, en la vida aventurera del chófer de camión o en la mucho más remota aventura del torero. Pero estos sueños no habían de influir en su futuro. Ninguna guerrera de guardia ceñiría su busto, ningún renqueante camión caería en sus ávidas manos. Serían lo que habían sido sus padres y sus abuelos; su destino eran los campos aledaños del pueblo, donde se quebrantarían el espinazo y la salud al servicio de los terratenientes de Palma. Manolo Benítez iría también con ellos y se pasaría la vida labrando los mismos campos de los que actualmente robaba de vez en cuando un saco de naranjas.

Este futuro era todavía para él un horizonte vago y remoto. Ansiaba instintivamente evitarlo. Pero no sabía cómo; no tenía ningún ídolo, ningún ideal que le llevara por otro camino. En aquellos días finales de su niñez, sólo una ambición confusa e indefinida apelaba de vez en cuando a su imaginación. Si le hubiesen preguntado al ocasional ladrón de naranjas lo que quería ser, habría respondido sencillamente: «Alguien». Y esto, para su mentalidad primitiva, equivalía a «un hombre con un cigarro, un coche y un sombrero de jipijapa», un hombre que vivía lo más lejos posible de Palma del Río.

El Cine Jerez se halla situado en el centro de Palma del Río; su marquesina sin luces y con rótulos escritos a mano da sobre la plaza principal del pueblo. Este cine comparte el lugar de honor con los dos Bancos de la villa, el almacén principal y el único restaurante. Y no es por casualidad que ocupa un sitio tan codiciado. Durante treinta y un años, desde su inauguración en 1931 hasta que las primeras imágenes en blanco y negro del milagro de la Televisión llegaron a Andalucía, este cine fue el único lugar de diversión de los habitantes de Palma del Río.

Con sus butacas de tosca madera, sus localidades de a dos pesetas en bancos donde —a semejanza de los de la iglesia— habían grabado sus iniciales la mitad de los palmeños, y sus paredes que olían a cemento húmedo, el Cine Jerez era un lugar de maravillas para millares de habitantes de la comarca. Mary Pickford y Douglas Fairbanks, Ginger Rogers y Fred Astaire, Doris Day y Rock Hudson, habían brillado sucesivamente en su arañada y vieja pantalla. La torre Eiffel y el Moulin Rouge, los arrozales del Japón, el palacio de Buckingham y los rascacielos de un país a cuyo descubrimiento habían contribuido sus antepasados, eran presentados a los asombrados palmeños por el viejo y defectuoso aparato de proyección del cine. Para los vecinos de este aislado pueblo, el Cine Jerez era mucho más que un simple cinematógrafo. Era un mirador sobre lo desconocido, la única ocasión que tendrían la mayoría de los palmeños de ver algo allende la Sierra Morena, que se elevaba más allá del Guadalquivir. Aquí, al apagarse las luces, una vez por semana, venía el mundo a Palma del Río.

Una noche de invierno de 1948, las luces se apagaron para la proyección de una película, el anuncio de la cual motivó que el pequeño local se llenase hasta los topes. El alcalde estaba allí, y también don Rafael, el médico; el sargento Monleón, jefe del puesto de la Guardia Civil; el notario; el farmacéutico; incluso don Carlos Sánchez, párroco de la iglesia, y Charneca, el gordo camarero que había sido el mejor amigo del padre de Manuel Benítez y que tenía ahora un café de su propiedad. Incluso don Félix Moreno se encontraba allí, dando con su rara presencia una categoría excepcional al espectáculo que estaba a punto de empezar.

En el gallinero del cine, entre los palmeños pobres que se apretujaban en sus localidades de a dos pesetas, dos chiquillos desgreñados reían entre dientes al contemplar el cuadrado perfil de la cabeza de don Félix. Y no les faltaba razón para reírse. Gracias a la venta de un saco de naranjas robadas de los árboles de don Félix, Manolo Benítez y Juan Horillo habían podido pagar sus entradas en el Cine Jerez.

Una a una se apagaron las bombillas ensuciadas por las moscas. Con el agudo y seco zumbido de una máquina de coser, el viejo proyector se puso en movimiento. Cuando el foco iluminó la pantalla, un impaciente rumor de pies indicó la ansiedad con que el público esperaba las primeras imágenes.

Sin embargo, ninguna estrella de Hollywood, ningún espectáculo extraordinario, darían realce a la película española que iba a proyectarse. Sus actores eran tan desconocidos como mala era la dirección. Pero nada de esto importaba. Era el tema lo que había llenado la sala y lo que mantuvo en vilo la complacida atención del heterogéneo público palmeño durante dos horas.

El film que se proyectaba aquella noche en el Cine Jerez era una leyenda, una leyenda tan arraigada en el folklore andaluz como las historias del Cid, de Hernán Cortés o de Pizarro. Era la vida de un pobre muchacho que se libraba de la pobreza haciéndose torero, que desterraba para siempre el hambre con el público alarde de su valor. En este caso, el héroe de la leyenda era un producto de los barrios bajos de Sevilla, un muchacho llamado Currito de la Cruz. Con el hatillo al hombro, una vieja gorra calada en la cabeza y una sonrisa entre los labios, el héroe ficticio de la película iba de pueblo en pueblo buscando la ocasión de torear. Viajaba de polizón en trenes de mercancías, dormía en los pajares o en los campos, hasta que, por último, le sonreía un día la fortuna y las puertas de las plazas de toros se abrían ante su pequeña y avispada figura.

Nada más vulgar y más manido que esta historia. Sin embargo, el público del Cine Jerez seguía con entusiasta atención el previsible curso de la anécdota. Un común denominador unía al grupo heterogéneo: su amor a la fiesta brava. En Palma, como en tantas otras localidades españolas, sólo la fiesta brava era capaz de dar un interés común a los representantes de todas las capas sociales, desde el terrateniente hasta el bracero. Apretujados en la oscurecida sala, observando el desfile de las imperfectas imágenes, comprendían y creían. Porque, realmente, aquello era verdad. El valor desplegado ante las astas de un toro, a la manera de Currito de la Cruz, seguía siendo la mejor llave para abrir las puertas de la rígidamente estructurada sociedad española.

Físicamente, apenas una docena de metros separaban la butaca de don Félix Moreno de los asientos de a dos pesetas que ocupaban Manuel Benítez y Juan Horillo, los dos ladrones de naranjas
amateurs
de Palma del Río. Socialmente, esta distancia era un abismo, un abismo tan enorme que nada de lo que, aquel invierno, podían concebir sus mentes infantiles parecía capaz de cerrarlo. Mejor dicho, casi nada, pues había el ejemplo que se desarrollaba ante sus ojos, en la pantalla del Cine Jerez. La historia de Currito de la Cruz podía no ser más que una nueva versión de una trillada y vieja leyenda; pero ésta era una leyenda viva, no muerta. Lo que había sido cierto dos siglos antes en la fortaleza montañosa de Ronda, seguía siéndolo en Palma del Río aquella tarde ventosa de 1950. En la era del átomo y de la aviación, el camino más seguro para cruzar el golfo que separaba la butaca de don Félix de los bancos del gallinero seguía siendo el que mostraba el imaginario Currito de la Cruz con su retal de roja franela.

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