...O llevarás luto por mi (28 page)

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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Los picadores ocuparon rápidamente sus sitios, haciendo oídos sordos a los insultos que resonaban a su alrededor. Uno de ellos, José Sigüenza, de treinta y siete años, primer picador de la cuadrilla de El Cordobés, sentía incluso cierta exaltación en aquellos momentos. Se daba cuenta, con orgullo, de que «toda la atención de la plaza» estaba aquel instante concentrada en su persona. En un espectáculo en el que son ensalzadas la agilidad y la gracia, Sigüenza se enorgullecía de encarnar «el poder y la fuerza». Montado en su caballo, se sentía como «la roca contra la cual se estrellaría la fuerza salvaje del toro».

Con sus noventa kilos, sus bíceps de levantador de pesos y su gran sentido del equilibrio, José era quizás el mejor picador de España. Entre los monosabios, los veterinarios y los contratistas de jamelgos que llenaban los patios de caballos de las plazas de toros españolas, José Sigüenza era hombre que contaba. Sus grupitos se abrían para dejarle paso, y le saludaban con inclinaciones de cabeza, respetuosos ante su corpulencia. Por cada tarde de trabajo, consistente en hincar la pica en la espalda de los toros bravos, José recibía siete mil pesetas, uno de los salarios más elevados percibidos por un picador. Tenía, pues, motivos para hacerse el sordo a las burlas que caían sobre él.

En cambio, diecinueve años antes, una cálida tarde de julio de 1945, el ingrato vocerío le había parecido a José Sigüenza el sonido más encantador que jamás percibieron sus oídos. Tenía a la sazón dieciocho años y, por primera vez en su vida, se abrían ante él las puertas de una plaza de toros, la de San Roque, próxima a las faldas graníticas de Gibraltar. Los pantalones de ante de su traje prestado de picador estaban remendados y le hacían bolsas. Su chaquetilla bordeada pendía suelta de sus hombros. Sobre su cabeza, el castoreño de ala ancha, el sombrero de picador, símbolo que había ambicionado durante años, se hundía hasta sus orejas como un viejo bote de remos naufragado en quince centímetros de agua. Sin embargo, José se creía aquella tarde tan elegante como un noble de casaca roja en una cacería con galgos. Cuando sonaron en las gradas los primeros abucheos, le inundó una ola de juvenil entusiasmo. Tan excitado se hallaba por la perspectiva de aquel momento, que hubiese querido «espolear al caballo y entrar al galope en el ruedo».

Nada, salvo su propia ambición, había preparado a José para aquel instante. Había aspirado a su modesto oficio con la singular y curiosa devoción con que, en otra parte, hubiera podido soñar un joven en hacerse sepulturero. Así como muchos jóvenes españoles aspiraban a ser matadores de toros y se resignaban a hacer de picadores o de banderilleros cuando les fallaban los nervios, José no había cambiado nunca de ambición: siempre había querido ir a caballo.

Por su cuna, hubiera debido dedicarse a una tarea completamente distinta, la de descargador, como habían sido su padre y su abuelo, en los muelles de Algeciras. Cuando tenía diez años, trabajaba ya en aquellos muelles. A los catorce, era un descargador a quien empezaba a asomar el bozo y que se tambaleaba bajo los bultos que bajaba de los barcos atracados en Algeciras. Pero el joven estibador soñaba despierto en otra manera de emplear sus recios músculos. Un día, recogió una revista de entre los desperdicios acumulados en el muelle; en su cubierta aparecía el retrato del hombre que había de convertirse en su ídolo y servirle de guía en su huida de los tinglados de Algeciras. Se llamaba Rafael Anglade, era sevillano, tenía cuarenta y cinco años, y era picador. Tenía tal puntería con la pica que le había valido el singular y adecuado apodo de El Artillero. Cuando se fijó en él el aprendiz de estibador de Algeciras, era primer picador del entonces gran torero Domingo Ortega.

Pronto los retratos de El Artillero cubrieron las paredes de la choza donde José Sigüenza dormía sobre un jergón de paja. José empezó después a trabajar, los domingos y días festivos, de monosabio en las plazas próximas a donde él vivía. Enganchaba los toros muertos a los caballos que los sacaban del ruedo, barría la arena y guiaba dentro de la plaza a las monturas de aquellos hombres cuyo cometido tanto envidiaba.

Nunca, durante aquellos tiempos, pensó José que el hecho de no haberse sentado jamás sobre el lomo de un caballo podía ser obstáculo a sus ambiciones. No había corrida en la que no suplicase que le dejasen actuar de picador. Por fin, aquella tarde de julio de 1945, el empresario de la plaza de San Roque le había pedido que sustituyese a un picador que se hallaba enfermo. Su salario fue aquella tarde de quinientas treinta y siete pesetas, menos de lo que costaba el alquiler del traje. Absolutamente confiado en su no probada competencia, José se puso el traje de picador y, por primera vez en su vida, montó a caballo. Jamás había de olvidar la impresión que sintió, mientras esperaba, detrás de la puerta de la pequeña plaza, oír el toque de trompeta que le llamaba al ruedo para actuar de picador por primera vez en su vida. Para aquel muchacho de dieciocho años, «fue el sentimiento más fantástico» que había experimentado jamás.

De aquel su primer contacto con los toros bravos, sacó José una impresión de maravilla mezclada con terror: nunca dejaría ya de asombrarse ante el milagro de valor que empujaba a un hombre a enfrentarse a pie con un toro bravo, pudiendo hacerlo desde el relativamente seguro lomo de su caballo. Poco más sacó de su primera corrida. Ciertamente, no fue para él una tarde de gloria. Pero la gloria no entraba en las compensaciones del oficio que había elegido. En cambio, demostró poseer una cualidad muy apreciada en los picadores: una estoica competencia. Esta competencia le valió ulteriores invitaciones para actuar de picador en corridas de tercera clase de su provincia. Gradualmente, aprendió José a dominar el miedo, a manejar adecuadamente a su caballo, a aplicar con destreza la fuerza acumulada en sus músculos por las duras horas de trabajo en los muelles de Algeciras. Al final del verano siguiente, había ahorrado lo bastante, de sus emolumentos de picador dominguero, para comprarse su propio traje, inversión que representó para el joven estibador la imponente suma de veinticinco mil pesetas. Tres años más tarde, José abandonó para siempre los muelles de Algeciras, con su exótico aroma de tierras lejanas, para emprender la vida errante de las cuadrillas de los toreros. Durante doce años, perfeccionó su labor y ascendió lentamente hasta la cima ocupada antaño por el hombre cuya arrugada fotografía, recogida un día en el muelle de Algeciras, había determinado su carrera.

Una mañana de primavera de 1961, sonó el teléfono del café situado debajo de la modesta habitación donde vivía José en las épocas en que no había corridas. El dueño del café fue a avisar al picador. Al otro extremo de la línea, una voz débil le dijo a José que tomara el primer tren hacia Barcelona. La voz pertenecía a un joven torero llamado El Cordobés, el cual empezaba a destacar en los ruedos. José le había visto torear el otoño anterior en una plaza provinciana, cerca de Málaga. Le había causado muy mala impresión. A su modo de ver, «no sabía nada de toros». El toro «lo había zarandeado como a un muñeco de trapo».

Sin embargo, le ofrecía una buena paga. José metió en la maleta sus dos trajes de picador, se puso un terno azul y tomó el tren de Barcelona, dirigiéndose al encuentro del nuevo fenómeno. Desde entonces como un fiel escudero Sancho, la robusta figura de José Sigüenza, sobre su protegido caballo, había seguido a Manuel Benítez
El Cordobés
en todas sus corridas. El primer picador del primer torero de España se hallaba ahora en el pináculo de su oficio. Figuraba entre los miembros más apreciados y respetados de su gremio. En realidad, ocupaba el puesto que tenía El Artillero cuando él había pegado la fotografía de su ídolo en la pared de su cuarto. Ningún aficionado le pediría su autógrafo. Ningún grupo de muchachas sonrientes correría tras él cuando saliese por la puerta principal de su Hotel. Sin embargo, era un miembro eminente de la hermandad más envidiada y más «romantizada» de España.

Durante cuatro meses al año recorría España como un impaciente vagabundo. Las diferentes plazas pasaban ante sus ojos a tal velocidad que, en ocasiones, José ni siquiera recordaba el nombre de la ciudad donde estaban toreando. En las largas y cálidas noches de verano, cruzaba una y otra vez las tostadas mesetas de su nación, doblando el magullado cuerpo en el gastado asiento del polvoriento Chrysler de la cuadrilla, roto el negro silencio del coche por el lamento de una canción flamenca en la radio del conductor. Cien mil kilómetros recorría José de esta manera todos los años, rodando sin parar entre las sombras de las noches húmedas. Mientras los demás españoles se entregaban al descanso, él dormía lo mejor que podía, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre el respaldo del asiento delantero. Los compromisos del torero le llevaban desde Málaga, en el sur de España, hasta Arles, en Francia, y, seguidamente, a Badajoz, en la frontera hispanoportuguesa; todo esto en menos de setenta y dos horas. Compañeros de sus noches solitarias eran las hileras de camiones que transportaban los productos peninsulares a través de España; en ocasiones, se intercalaba entre sus bultos grises la fugaz imagen de un coche deportivo extranjero que marchaba velozmente al Sur en busca de sol. A veces, durante aquellas noches interminables, le parecía a José que la única cosa real en su vida era «un par de focos que corrían arriba y abajo por una carretera sin fin».

Cada miembro de la cuadrilla tenía su sitio en el negro Chrysler que El Cordobés alquilaba para la temporada a cinco pesetas el kilómetro. Los tres banderilleros ocupaban el asiento posterior, José y el mozo de estoques, Paco Fernández, se sentaban en las banquetas plegables. El segundo picador, Cristóbal Díaz, iba al lado del chófer. Comían a toda prisa, engullendo bocadillos y cerveza en los cafés del trayecto. Todas las noches, durante cuatro meses, oía José el mismo chiste en boca de Paco: «Come, come, José. Tienes que pesar más que una mariposa para que el caballo no se levante del suelo».

Cada miembro de la cuadrilla debía representar su pequeño papel. Paco Fernández, el mozo de estoques, era el director de los viajes; él fijaba las horas de partida y cuidaba de que las veinte maletas quedaran bien sujetas sobre el techo del Chrysler. Paco Ruiz, el banderillero de confianza, se retrasaba siempre a la hora de partir. La razón de su tardanza solía seguirle a un par de pasos de distancia, enjugándose los ojos con un pañuelo… Pepín Garrido, el segundo banderillero, era el contable de la cuadrilla. Anotaba sin descanso los kilómetros que habían hecho, los que les faltaban por recorrer, el número de corridas que tenían por delante, las orejas y rabos que había cosechado el torero… José era el gracioso de la cuadrilla; sus chistes eran plúmbeos como los fardos que descargaba antaño en los muelles de Algeciras. El más reciente se le había ocurrido en San Sebastián, después de un agotador viaje desde Cádiz. Y tanto le había complacido que solía repetirlo después de cada largo trayecto: «Creo —decía— que voy a alquilar un coche para darme una vuelta por aquí».

En otoño, cuando terminaba la temporada, José había ganado más de setecientas mil pesetas. Para ganar una cantidad igual, los estibadores de Algeciras hubiesen tenido que doblar el espinazo durante más de diez años. José llevaba escrupulosamente aquella suma a Córdoba, donde su mujer y sus hijos estaban esperando su regreso. Como el marinero de vuelta de una larga expedición de pesca, o como el viajante de comercio al volver de una prolongada gira, José Sigüenza, el picador, vivía entonces una temporada de existencia burguesa y rutinaria. Su piso era modelo de orden y limpieza. Había invertido en él la mayor parte de sus ahorros. El resbaladizo suelo despedía siempre el olor suave y ligeramente rancio de la cera con la cual lo abrillantaba diariamente la mujer.

Los sitios por los cuales se suponía que pasaría José, los cubría su esposa con trapos que sólo se quitaban los domingos y los días en que esperaban alguna visita de cumplido.

Con sus ramos de flores artificiales en sendos búcaros y con su cristalería cuidadosamente alineada en el aparador castaño, que era el mueble principal del piso, la residencia de José resplandecía de respetabilidad, como el suelo resplandecía de cera. Sólo un
souvenir
traído de una temporada en México, o alguna fotografía de José en el ejercicio de su función, recordaban a los visitantes el verdadero oficio del dueño de la casa.

La esposa de José era una mujer tranquila y modesta, que jamás había visto una corrida de toros ni pensaba verla. La pareja solía pasar las noches de invierno frente a su objeto más lujoso: un enorme aparato de televisión de fabricación alemana. A su creciente lista de bienes, José pensaba añadir otro a no tardar, el último atributo de su existencia honorable: un Seat sedán de color gris. Cada primavera, al empezar las corridas, se levantaba José de su poltrona, interrumpía su ordenada vida y volvía a su oficio, consistente en descargar la fuerza de sus noventa kilos de peso, mediante un largo palo de madera, sobre el lomo de los toros, como ese que le estaba ahora esperando en el ruedo de Las Ventas.

Perdido el miedo y consciente de su fuerza, José estaba dispuesto a mostrarse digno sucesor de El Artillero en esta ocasión solemne de la confirmación de la alternativa de su matador.

José se había detenido a la mitad del camino alrededor del ruedo, y el monosabio que conducía su montura obligó a ésta a dar media vuelta, de manera que el ojo tapado del animal, el peto y el escudo metálico que protegía la pierna del picador quedasen de cara a «las afueras». La colocación de los picadores en el ruedo estaba minuciosamente establecida por el reglamento taurino. El picador sólo podía esperar la embestida del toro en la zona comprendida entre la barrera y el primero de dos círculos trazados en la arena, cuya circunferencia equivalía a dos tercios de la del propio ruedo. Además, no podía provocar la embestida del toro, situado en el primer círculo marcado, sino únicamente esperarla.

En el fondo, la tarea de José consistía en obligar al toro a humillar la cabeza introduciendo la punta de la pica en el morrillo. La debilitación del poder del toro era vital, si el torero quería realizar con éxito su faena de muleta. Además, era necesario preparar al animal para la muerte. Si, llegado este momento, la res siguiera con la cara alta, sería casi imposible que el torero pudiera muletear con desahogo y matar sin «aliviarse».

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