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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (17 page)

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Capítulo 3

La corrida (II)

L
as llaman las «puertas del miedo». Veinte millones de personas tenían ahora la mirada fija en sus tablas de madera y en sus orinientos goznes. Las cabezas de todos los que llenaban la plaza de toros de Madrid estaban vueltas en su dirección. También las enfocaba el negro tubo de una cámara de televisión, para ofrecer a una España ansiosa la imagen de un telón a punto de levantarse para el drama que tantos esperaban presenciar. Estas puertas de enmohecidas bisagras daban directamente al ruedo de la plaza de Las Ventas. Detrás de ellas, en un húmedo y oscuro pasillo, esperaban los seis toros bravos de don José Benítez Cubero, dispuestos a poner a prueba el valor de los hombres que iban a disputarles aquella arena empapada por la lluvia.

También Manuel Benítez
El Cordobés
tenía fija la mirada en las puertas de madera. El paseíllo había terminado. El primer toro que saliese sería para él, honor que se le otorgaba por el hecho de que con esta corrida iba a confirmar su ascenso al rango de matador de toros.

Estaba preocupado. La lluvia que casi había obligado a suspender la corrida seguía cayendo sobre el ruedo. Segundos antes, al dar unos lances de prueba, había notado que la mojadura entorpecía los movimientos de su pesado capote. Y ahora, a través de las suelas de sus zapatillas, finas como las de un danzarín de ballet, advertía la inseguridad de la resbaladiza arena.

A su espalda, el excitado vocerío de la multitud se había transformado en el nervioso murmullo que siempre precede a la entrada del primer toro en el ruedo. Una voz ronca surgió de algún punto, entre la muchedumbre. «¡Payaso de pelos largos —le gritó—; ahora vamos a ver el fenómeno que eres!» El Cordobés estaba acostumbrado a esta clase de ditirambos. Confirmaba que, por mucho que hiciese, ni siquiera su decisión de torear en aquel casi barrizal menguaría la hostilidad que le tenían muchos madrileños.

Miró con disgusto a su alrededor, escrutando el negro muro de paraguas allá en lo alto, buscando al dueño de la voz. Como muchos toreros, El Cordobés despreciaba a aquella multitud distribuida en anónimas hileras en el graderío, la vociferante muchedumbre que había hecho de él un ídolo y que algún día podía empujarle, desesperado, contra las astas de un toro. Era una facultad de la exigente, voluble y con frecuencia ignorante masa en cuyo honor se celebraba el rito de la lidia. «Es el público quien da cornadas, no los toros», dice un viejo adagio taurino.

El Cordobés se volvió y fijó de nuevo la mirada en las «puertas del miedo». Un par de jinetes, con sendas capas de terciopelo negro colgando de los hombros, galopaban en dirección a él. Eran los alguacilillos de la plaza, con sus anacrónicos trajes del tiempo de Felipe
II
, portadores de las llaves que abrirían las cerradas puertas de madera.

Para El Cordobés y para todo torero, eran aquéllos los largos y solitarios momentos en que se sentían atenazados por los ávidos dedos del miedo. Inmóviles, expectantes, la inactividad de sus cuerpos dejaba pensar al cerebro. Algunos aprovechaban estos momentos para rezar. Otros recordaban sus planes para la prueba con que se enfrentaban. El Cordobés trató de defenderse con el vacío, haciendo «un enorme esfuerzo para no pensar en nada». Ningún caudal de experiencia, ninguna suma de conocimientos profesionales, aliviaban aquellos instantes de angustia. Incluso los más maduros toreros de España, en el ocaso de su carrera, después de matar a millares de toros, seguían sintiendo la misma angustia. El joven que se encontraba ahora junto a las tablas de Las Ventas había matado ya más de un millar de toros bravos; pero, lo mismo que las generaciones que le habían precedido delante de aquellas puertas de madera, sentía ese eterno aguijón del miedo que hacía del torero un simple mortal en su soberbio traje de luces.

No tenía la menor idea de la clase de animal que se ocultaba detrás de la puerta. No sabía su nombre, si es que lo tenía. Todo lo que sabía era lo que habían escrito con tiza sobre la puerta del toril: su peso, más de media tonelada, y el número 25, que llevaba en el flanco. Esto, y su obligación legal de matar el toro, tan someramente descrito, y en menos de veinte minutos a contar desde el momento en que abrieran las puertas.

En lo alto, se levantó un trompeta y lanzó un toque que era como la sentencia de muerte para el animal que esperaba. El momento previamente anunciado por el mozo de estoques de El Cordobés, el decirle: «es la hora, maestro», había llegado. Lentamente, las «puertas del miedo» empezaron a girar sobre sus enmohecidos goznes.

«No tenía miedo —recordó más tarde El Cordobés—. No pensaba en nada. Apoyé la barbilla en el borde del burladero y procuré mirar al negro agujero que ocultaban las puertas. En aquel momento, se hizo un gran silencio en la plaza».

El toro salió por la boca del negro agujero en una explosión de furia salvaje. Espantado por el súbito chorro de luz, se lanzó de cabeza al vacío ruedo.

Ya al cruzar la puerta del toril, corría a más velocidad que un caballo de carreras lanzado al galope.

Tan veloz era su carrera en el ruedo, que las cintas blancas y azules de la ganadería de Benítez Cubero, prendidas en su cuello por un pequeño garfio, flotaban como una banderola agitada por fuerte vendaval. Ante su soberbia estampa, un murmullo de admiración se elevó en las gradas de cemento de Las Ventas.

El toro tenía el brillo del ébano, sin que una sola mota blanca quebrase la negrura perfecta de su cuerpo. Tenía la cabeza erguida sobre el grueso y poderoso cuello. En mitad de éste, el bulto del morrillo, músculo con que el animal da mayor fuerza a sus embestidas, parecía como erizado, señal segura de que el animal ardía de furor.

Sus cuernos brotaban del macizo cráneo en forma de una gran «U», cuyos brazos tenían casi dos palmos de longitud y apuntaban rectos hacia arriba. Era un toro astifino, es decir, sus cuernos se adelgazaban hacia la punta, afilada como una aguja de hacer media.

Aquellos cuernos habrían podido arrancar un árbol de cuajo, astillar una traviesa de la vía férrea o destripar a un hombre. Tenían fuerza bastante para arrojar por los aires a un caballo con su jinete, y la finura suficiente para perforar una hoja caída de una rama. Y el toro sabía usarlos con la misma rapidez y precisión con que un matón emplea su navaja en una riña de taberna.

Detrás de los cuernos, había una inteligencia salvaje, enseñada por siglos de crianza a buscar y destruir cualquier objeto que se cruzase en el camino del animal. Si hubiese permanecido media hora en el ruedo, el toro habría aprendido tan bien el juego que hubiera sido imposible matarlo según las clásicas normas de la lidia. «Un toro —dice un dicho español— aprende más en media hora que un hombre en toda su vida».

Corriendo, podía dejar atrás a un caballo de carreras; sin embargo, podía girar sobre su robusto tronco con la gracia y la agilidad de un gato. Había sido criado únicamente para los venideros momentos de bravura y de brutalidad. El desenlace tenía que ser fatalmente funesto para el hermoso y negro animal. Pero no era una lucha totalmente desigual. Este toro era producto de una raza de animales que había matado o malherido a millares de seres humanos que se habían atrevido a desafiar sus cuernos; entre ellos, a seis de los diez toreros más grandes de España y a dos de los tres más renombrados del siglo
XX
.

El animal se detuvo en seco en el centro del ruedo, buscando un blanco para su furia. Al levantar la cabeza en actitud de salvaje desafío, se asemejó por un instante a las imágenes de sus antepasados, pintarrajeadas en las cavernas del hombre prehistórico. Era, según debieron de pensar millones de españoles, «un toro nacido para morir bien».

Pero a ninguno de los espectadores podía satisfacer tanto esta idea como al hombrecito de zahones de cuero y chaquetilla colgada del hombro que estaba en pie sobre la plataforma de madera, justamente encima del pasadizo por el cual acababa de salir el toro a la plaza. A través de las suelas de sus andaluzas botas de montar, podía sentir las vibraciones provocadas por el lejano movimiento de los otros cinco toros, que seguían encerrados detrás de las «puertas del miedo». Francisco Galindo había traído a estos toros al último santuario de sus breves y salvajes vidas. En cierto modo, era su pastor.

Era el mayoral de una ganadería española y, para este hombre viejo y arrugado, su atavío no era el brillante indumento de seda y oro que ceñía El Cordobés, sino el clásico traje campero. Durante treinta y cinco años, Galindo había dedicado todo su trabajo a los toros, los toros que llevaban a los cosos de España los colores blancos y azul celeste de don José Benítez Cubero. Registraba su nacimiento, con letra trabajosa y minuciosa, en los libros de gastadas tapas de cuero del cortijo de Benítez Cubero. Actuaba de testigo en la ceremonia en que los toros eran destinados al matadero o a la plaza. Y les acompañaba fielmente en su último viaje desde los pastizales andaluces donde habían nacido hasta el momento de su muerte en la arena de alguna remota plaza de toros.

Los toros habían proporcionado a Galindo sus únicos momentos de gloria. En Valencia, en junio de 1950, después de cortar Julio Aparicio y Miguel Báez
Litri
doce orejas, seis rabos y cuatro patas, en un extraordinario mano a mano, la multitud se había puesto en pie para tributar al pequeño mayoral una atronadora ovación. En 1958, en la capital del jerez, Jerez de la Frontera, había vivido la apoteosis de la carrera de un mayoral. Su toro
Compuesto
había mostrado una bravura tan extraordinaria, que había sido indultado, y la entusiasmada muchedumbre había paseado en hombros a Galindo por el ruedo.

Y ahora tenía que presenciar la muerte de otro de sus animales ante la mayor multitud de espectadores de la historia del toreo. En silencio, rezó para que la muerte del bruto fuese digna de su noble estirpe.

Paco Ruiz, peón de confianza de El Cordobés, tenía que ser el primero en encararse con los intimidantes cuernos del bicho. Era una intervención de trámite, que consistía en dar unos rápidos capotazos para probar las reacciones del toro y su manera de esgrimir las defensas. Normalmente, era una tarea que no entrañaba peligro mortal. Pero hoy, la arena mojada puso un poco nervioso a Paco, quien maldijo su suerte y al torero que le enviaba a probar al toro «como Jesús andando sobre las aguas».

Se humedeció los labios. La lluvia que resbalaba por su frente se mezclaba con su sudor y ponía un sabor amargo en su lengua. Pestañeó con fuerza para librarse de las gotitas pegadas a sus pestañas. Después, desplegando lentamente su capote, salió del burladero y citó al toro.

El animal humilló la testuz y, después de escarbar con sus patas traseras, se revolvió en dirección a la oscilante capa. Sus pezuñas despidieron pellas de arena mojada, como levantadas por la rueda de un coche. Galindo, el mayoral, observó que, al correr, mantenía las patas juntas, sosteniendo bien el cuerpo. Esto significaba que su toro sería un bicho excepcionalmente ágil y de patas firmes. Un segundo de vacilación por parte del espada, un paso inseguro sobre la mojada arena, podía costarle una cornada.

Paco Ruiz no tenía tiempo de prever el estilo, el «son» del astado. Los descubriría en un terreno más propicio. El toro salió disparado sobre la arena, levantándola con las pezuñas. Arremetió contra la capa, promoviendo un fuerte rumor de desgarrón que se oyó desde las gradas, y casi arrancó la tela de las manos del peón.

Tal como había pronosticado Galindo, el bicho giró sobre sí mismo con increíble velocidad. Y arremetió de nuevo contra Paco, antes de que el peón pudiera prepararse para aguantar la embestida. Desesperadamente, lanzó Paco la capa, agitándola con toda la fuerza de su muñeca. Esta vez, el toro venía hacia él desde la izquierda, a una distancia de menos de cuatro metros. En un horrible segundo de clarividencia, Paco vio que el toro no aceptaba el engaño de la capa, que «hacía hilo». La negra masa veloz, los velados ojos castaños, los pitones capaces de desgarrar su carne, no embestían al capote, sino que iban al bulto.

Sólo tuvo tiempo de murmurar la palabra «¡Madre!», e, instintivamente, se llevó la capa hacia delante, acercándola a su cuerpo. Era un desesperado esfuerzo para situar sus pliegues en la línea visual del toro y desviar su embestida. El toro pasó por su lado como una mancha negra y confusa. Paco sintió por un instante el candente aliento del toro, que le azotó el rostro como una súbita ráfaga de aire caliente que surgiera de la boca de un horno. Pero, en aquel terrible momento, percibió otra sensación mucho más alarmante: la bellota del asta izquierda del toro había rasgado el plateado borde de la chaquetilla de su modesto traje de luces.

El Cordobés, que seguía con la barbilla firmemente apoyada en el borde del burladero, advirtió también el movimiento del toro. Sus ojos expertos vieron el lance como en una película de movimiento retardado. Captaron una querencia que había pasado inadvertida a muchos espectadores: el toro se vencía por la izquierda y derrotaba por el mismo lado, descompuestamente. Esto dificultaría mucho la lidia y haría particularmente peligroso el pase natural, ese muletazo insigne tan vinculado a las grandes faenas. Pero El Cordobés no pensaba en esto todavía. Un solo pensamiento absorbía ahora su mente: su primer contacto con el bicho, que le esperaba en los medios.

Escupió en sus manos y se frotó las palmas. Era una acción instintiva, una costumbre gitana que había adoptado porque creía que le daba «confianza, como pasarme las manos por los cabellos».

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