Read ...O llevarás luto por mi Online
Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins
Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía
No lejos de la plaza ornada de banderolas donde veintiséis mil españoles aclamarían pronto al torero triunfante, otro hombre de la fiesta brava luchaba, aquel mediodía, con el dolor y la soledad. Sin embargo, no habría una nación ansiosa que se ocupase de su situación. Tumbado en una blanca y metálica mesa de operaciones, contraídas las facciones por el miedo y el sufrimiento, era la otra cara de la fiesta española de luz y de gloria, el reverso del espectáculo triunfal tan bien simbolizado por el joven diestro al despabilarse con el rasgueo de la guitarra.
También aquél había soñado en que un día ondearían en su honor las banderas de la plaza, en que la magia de su nombre llenaría los ruedos de enfervorizadas multitudes. También aquél había anhelado ver su fotografía en las primeras páginas de los periódicos de la nación, tener un mozo de estoques que velara su valioso sueño, ver las paredes de la ciudad llenas de carteles anunciando su cita con seis magníficos toros a las seis en punto de la tarde.
Pero Robustiano Fernández había ido a las plazas de mala muerte y los sueños de este desconocido banderillero se extinguían para siempre en este tibio día de mayo. Su muslo izquierdo aparecía desgarrado desde la rodilla hasta la ingle. El hedor a gangrena que brotaba de su carne podrida se mezclaba con el olor a éter de la habitación, del quirófano del Sanatorio de Toreros.
Su presencia sobre la mesa de operaciones de la clínica era el único ramalazo de buena suerte que había tenido Robustiano Fernández en los últimos cinco días. Metido en la caja de un camión de reparto, envuelto en una manta empapada con su sudor y sus vómitos, Fernández había soportado doce horas de torturas antes de llegar a la clínica. Cuatrocientos kilómetros había recorrido desde su Extremadura natal, la dura tierra, bajo un sol de justicia que había convertido el camión en un horno, respirando el aire viciado por el hedor de su miembro infectado. Tan nauseabundo era este olor, que la mujer de Fernández, que lloraba junto al conductor, tenía que apearse cada cien kilómetros para vomitar en la cuneta.
La ordalía de Robustiano Fernández había empezado también en una fiesta de san Isidro, en otra fiesta celebrada cinco días antes en un enjalbegado pueblo perdido en el duro y terrible paisaje de Extremadura. Fernández no era siquiera torero profesional. Recogía chatarra para mantener a su mujer y a sus dos hijas pequeñas. En su chirriante carreta tirada por un burro viejo, recorría los empedrados callejones y las áridas colinas de Extremadura, viajando de pueblo en pueblo y lanzando el pregón secular: «¡Compro hierro viejo! ¡Compro cobre viejo!»
Pero, los domingos y días festivos, Fernández hacía realidad el sueño con que entretenía las largas y solitarias horas de sus correrías en busca de hierro y cobre viejos. Entonces, se ponía un raído y remendado traje de luces de segunda mano y, bajo el nombre de Niño de los Metales, se iba a plantar unos cuantos pares de banderillas en la cuadrilla de un oscuro torero, en las corridas de los pueblos de su provincia. Ganaba un puñado de pesetas y, en algunas ocasiones, después de un buen par de banderillas, la más preciada recompensa de un aplauso de admiración. Pero, sobre todo, obtenía material para alimentar sus sueños durante la semana y mantener viva la esperanza de que, algún día, su buena suerte le sacaría de aquellas corridas de pueblo y le llevaría a las ciudades y a las plazas llenas de gente, terminando de una vez con la carreta de chatarrero y con los áridos paisajes de Extremadura.
Estas corridas de pueblo en las que participaba eran tan peligrosas como las que más. Los toros eran a menudo animales grandes, viejos, resabiados, toros que los espadas veteranos se habían negado a lidiar. Sus cosos eran ruedos formados con camiones, carretas y carros en cualquier plaza pueblerina. Sus indisciplinados y a menudo borrachos espectadores se agarraban a los pescantes o daban vueltas alrededor de las ruedas, al mismo nivel del toro, al cual podían distraer en cualquier momento.
En uno de estos ruedos había toreado Robustiano Fernández el 15 de mayo, en el pueblo de Entrín Bajo. Dio tres pases de capa al primer toro. Cada lance provocó un ronco «¡olé!» de la multitud. Entusiasmado, Fernández se plantó de nuevo ante el animal y le citó con la capa para el cuarto y último pase. Cuando el animal se volvía en dirección a la oscilante capa, un joven que se deslizaba entre las ruedas de una carreta de bueyes llamó la atención del toro. Éste se desvió y, en vez de meter los cuernos en la capá, desgarró el muslo del chatarrero.
Fernández volvió en sí sobre una mesa de cocina, en una de las casas de la plaza. Incorporándose sobre el hombro, vio un pequeño surtidor de sangre en su muslo izquierdo y una mancha oscura, que iba aumentando de tamaño, sobre la raída seda de su traje de luces de segunda mano. A su lado, la comadrona del pueblo rasgó un sucio pedazo de sábana y le prestó toda la asistencia médica que era posible en Entrín Bajo. Le aplicó un torniquete al muslo.
Después, le metieron en el único taxi de Entrín Bajo para llevarlo al hospital más próximo, en Badajoz, a unos treinta kilómetros de allí. Durante el trayecto, una imagen se forjaba una y otra vez en la mente febril de Fernández; la misma imagen que, desde hacía diecisiete años, acosaba a todos los toreros con una cornada en el muslo: la imagen de Manolete muriendo en Linares, desangrándose por una herida semejante.
Cuando Fernández llegó al hospital, el joven interno de guardia comprendió que lo que el banderillero necesitaba con más urgencia estaba fuera de sus posibilidades. Envió a buscar al cura para que administrase la Extremaunción al chatarrero. Después, con inexpertos dedos, ligó lo mejor que pudo los desgarrados extremos de la arteria femoral y le hizo una transfusión de cuatro litros de sangre. Tres días más tarde se declaró la gangrena y empezó a extinguirse la vida de Robustiano Fernández. Desesperados, su mujer y su mejor amigo resolvieron hacer el largo viaje hasta el Sanatorio de Toreros y ponerle en las expertas manos de unos cirujanos que se habían pasado la vida salvando existencias y miembros de toreros españoles.
A través de la modorra de la fiebre, Fernández empezó a comprender que aquellos hombres se disponían a amputarle la pierna. Y, mientras este convencimiento se abría paso en su mente delirante, se sintió invadido por una ardiente oleada de pánico. Su cerebro enfebrecido sólo veía una imagen: la de su esposa Ángela suplicándole que abandonara los toros. Ahora sería un inválido, un inválido de veintitrés años, con una esposa y dos hijas a quienes mantener.
La desesperación nubló su mente juvenil. Jamás, se dijo, podría volver a trabajar. Con una sola pierna, nunca podría recorrer los caminos de Extremadura detrás de su carreta de chatarra. Con la energía de la desesperación, se incorporó en la mesa de operaciones.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —suplicó entre lágrimas—. No me corten la pierna por favor. ¿Cómo podré trabajar? ¿Qué será de mis hijitas? ¡Oh, Dios mío! ¡Mis hijitas, mis hijitas!
El médico obligó con suavidad a Fernández a tenderse de nuevo en la mesa de metal. El doctor Máximo de la Torre había dedicado su vida a salvar miembros de hombres heridos por asta de toro. Su singular habilidad le había valido el cargo de primer cirujano de la plaza de toros de Madrid y de esta clínica especial para toreros. En cuanto terminase esta operación, saldría corriendo hacia Las Ventas para velar por El Cordobés durante la corrida de la tarde. Nadie como este amable doctor de cincuenta años, que se disponía a aserrarle la pierna izquierda, hubiese podido comprender la desesperación de Robustiano Fernández.
—No llores, hijo —le dijo.
Cogió cariñosamente una mano al chatarrero y la oprimió sobre una de sus propias piernas cubiertas con el pantalón.
—Toca —le ordenó.
Era dura, con la dureza de la madera con que había sido fabricada veintisiete años atrás.
—Créeme, hijo —murmuró—, andar sobre dos piernas es un lujo
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A unos cientos de metros de la clínica, frente a Las Ventas, estaba el busto del hombre cuyo espíritu inspiraba todas las acciones del doctor De la Torre, un investigador cuya ciencia había salvado más vidas de toreros españoles que la propia pericia del médico cojo. Era la única estatua en este valhalla del toreo. Delante del busto, la figura en bronce de un torero alargaba su montera en honor del hombre ilustre, del inglés que nunca había presenciado una corrida de toros y que probablemente despreciaba la fiesta con todo el desdén que cabía en un alma anglosajona. «Al doctor Fleming, en agradecimiento de los toreros», rezaba la inscripción al pie de la estatua. Con su corbata de lazo y sus lentes, el doctor Alexander Fleming, descubridor de la mágica penicilina, lanzaba para la posteridad una asombrada mirada de bronce al gallardo torero erguido ante él.
Eran las cuatro y media. Los fanáticos del toreo pasaban ya a centenares frente al busto del doctor Fleming, dirigiéndose a los atractivos arcos morunos de Las Ventas. Salían en torrentes vocingleros de las dos bocas del Metro que flanqueaban la plaza, Ventas y Carmen, excitadas y agudas las voces, llenas de este tono singular de expectación que envuelve a la muchedumbre hispana cuando se dirige a la plaza de toros. Eran los devotos aficionados, que llevaban en la mano o en la cartera una entrada de andanada de sol, la localidad más barata de la plaza, en lo más alto de las gradas de cemento y en el lado del sol.
Frente a Las Ventas, la amplia avenida que surcaba la ciudad desde el corazón de Madrid a su plaza de toros era un terrible embrollo de coches, autobuses y taxis. En sus Seat o en sus Mercedes con chófer, otros aficionados más ricos, que habían de ocupar las localidades más sombreadas de la plaza, maldecían a sus prójimos al verse envueltos por su agitada masa, y se felicitaban por su previsión de salir temprano para la corrida.
Alrededor de Las Ventas, los buhoneros del mercado negro revendían las últimas entradas por sumas que habrían bastado para cubrir las necesidades de un campesino y su familia durante un año. Los tradicionales grupos de pordioseros y de vendedores de chucherías bullían entre la apresurada multitud: ancianas cubiertas con negros pañuelos, inválidos veteranos de la guerra civil, ciegos y tullidos, vendían bombones, caramelos, goma de mascar, viseras y billetes de la lotería. Esta tarde, muchos de ellos vendían también artículos especiales: tiras de postales de colores, muñecos de trapo, llaveros, navajas de bolsillo, barquitos, fundas de anteojos, mostrando todos ellos en alguna parte la cara sonriente del torero que atraía a Las Ventas a toda aquella muchedumbre.
Sólo una preocupación mitigaba el creciente entusiasmo de los miles de espectadores que acudían a Las Ventas. La tarde presentaba un aspecto de latente amenaza, la amenaza de unas nubes de lluvia, pesadas y grises, que descendían sobre la capital desde la meseta castellana. Y, ahora, cuando faltaba menos de hora y media para el comienzo de la corrida, el sordo estampido de un trueno rasgó aquellas nubes y los primeros goterones salpicaron la arena de la plaza.
Don Livinio Stuyck observó con particular disgusto estas primeras gotas, gordas y agoreras, que chocaban con el parabrisas de su Seat sedán. El empresario de Las Ventas estaba todavía a diez minutos de la plaza de toros, preso en la red urdida por él mismo.
Tenía motivos para estar preocupado. Los hombres cuyo arte llenaba los anillos de cemento de sus plazas temían, más que a los toros que habían de matar, a dos fenómenos naturales. Uno de ellos era el viento, que podía levantar los pliegues protectores de la muleta en el momento menos pensado y dejar al descubierto el cuerpo del espada ante la embestida de la fiera. El otro era la lluvia. La lluvia convertía el ruedo en un resbaladizo y traidor barrizal que hacía vacilar los seguros pasos del torero y podía escurrirse bajo sus zapatillas en el momento en que el diestro quisiera escapar de los ávidos cuernos del toro. Habida cuenta de estos peligros, el reglamento autoriza al torero para negarse a actuar en días de fuerte viento o de lluvia copiosa, previo acuerdo con la autoridad.
La filosofía de don Livinio sobre el tiempo y la lidia era más pragmática. Era partidario de seguir adelante a pesar del tiempo. La temporada anterior, había celebrado una corrida durante una tormenta de nieve. Consideraciones de índole práctica motivaban su actitud. Si se suspendía una corrida, la ley obligaba a reintegrar inmediatamente el importe de las localidades. La suspensión de una corrida como la de hoy representaría una tremenda pérdida para la empresa de Las Ventas.
Además, el empresario madrileño comprendía que «el público sabe que es más peligroso torear bajo la lluvia, lo cual da mayor emoción a la lidia».
Don Livinio llegó a Las Ventas nervioso y preocupado. Sin decir palabra a sus empleados, se escabulló entre la multitud y salió al borde del ruedo. Se puso en cuclillas y, como un niño en una playa desconocida, cogió un puñado de arena e hizo que se deslizara entre sus dedos. Pesaba y estaba mojada, pero don Livinio comprobó, aliviado, que no tenía la pegajosa consistencia que hubiese obligado a suspender la corrida. Sin embargo, maldijo su falta de previsión al negarse a comprar una cubierta de plástico para proteger el ruedo. Después miró hacia los graderíos. Estaban atestados. La multitud permanecía sentada, cubiertos algunos con impermeables de plástico y otros con paraguas, mientras otros iban en mangas de camisa. Parecían capaces, pensó don Livinio, «de esperar toda la noche a que empezase la corrida».