Read ...O llevarás luto por mi Online

Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (14 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Desde la cabina del Dragon Rapide, el capitán Cecil Bebb observaba la barca de pesca que avanzaba en dirección a él. Su vida había cambiado dramáticamente desde que el santo y seña de Pollard, «Galicia saluda a Francia», se abrió paso en la lenta mente del doctor Gabarda. Aquella tarde, un par de simpáticos españoles se habían presentado en su Hotel y le habían invitado a acompañarles a la Jefatura de Policía para una comprobación de sus documentos de vuelo y de sus papeles personales.

En vez de a la Jefatura de Policía, lo habían llevado a un chalet de montaña, donde le explicaron el verdadero motivo del vuelo de Bolín. Bebb tenía que llevar en su avión a un importante pasajero a Casablanca. Hasta que este pasajero estuviera dispuesto a salir de Canarias, tendría que permanecer en el chalet.

A las cuatro de la mañana siguiente, le llevaron apresuradamente a un cuartel de las fuerzas aéreas situado a diecisiete kilómetros del aeropuerto de Las Palmas, donde encontró su Dragon Rapide, custodiado por una docena de soldados y estacionado en el extremo de la pista, a pocos pasos de la orilla del mar.

Bebb llevaba hora y media esperando en la cabina y bajo vigilancia. A lo lejos, se oía un tiroteo que parecía proceder del centro de Las Palmas. En cuanto apareció la barca de pesca en el horizonte, Bebb recibió la orden de poner los motores en marcha.

Después vio que la barca se detenía a pocos metros del bajo rompeolas que marcaba el final de la pista de aterrizaje. Y vio a un hombre bajito, ligeramente obeso, plantado junto a la borda en su uniforme caqui, que saltaba al agua. Llevaba, apretada al costado, una pequeña maleta de cuero. Chapoteó, vacilante, en la rompiente, hundido en el agua hasta las rodillas y mojándose todo el pantalón de su uniforme.

Mientras observaba su extraña llegada, Bebb se preguntó instintivamente si había sido por aquel hombre que su Dragon Rapide había tenido que volar las peligrosas millas que le separaban del aeropuerto londinense de Croydon.

Los primeros ademanes del hombre dieron respuesta a su pregunta. Después de cruzar unas breves y rápidas palabras con el oficial que custodiaba el Dragon Rapide, trepó a la cabina de Bebb. Le siguieron dos jóvenes oficiales.

—A Casablanca, por favor —ordenó el más joven.

Tres minutos más tarde, y con la torre de control del aeropuerto de Las Palmas todavía en manos de hombres leales al Gobierno de Madrid, Bebb se elevó de las islas Canarias y puso rumbo al continente africano, a muchas millas de distancia.

En cuanto hubieron alcanzado la altura de crucero, el desconocido pasajero se levantó y realizó el primer acto del histórico viaje. Se quitó el uniforme mojado y se puso un traje de franela gris que extrajo de su pequeño saco de mano. Después, uno a uno, sacó su pasaporte, su tarjeta de identidad y sus documentos personales, y los arrojó por la ventanilla del Dragon Rapide. En cuanto los papeles estuvieron volando sobre el océano Atlántico, que se extendía a mil ochocientos metros debajo de ellos, se volvió al intrigado capitán Bebb y salió del anonimato en el que tan cuidadosamente se había envuelto.

—Discúlpeme —dijo en inglés con acento español—. ¿Cómo está usted? Soy el general Francisco Franco.

En España, la rebelión hacia la cual volaba Franco en el Dragon Rapide de Bebb se propagaba a una velocidad increíble. Andalucía había sido la primera en sublevarse. Al mediodía, el centro de Sevilla estaba bajo el control de Queipo de Llano. Con un puñado de hombres y una enorme audacia, se había apoderado de una ciudad de un cuarto de millón de habitantes. Los cuarteles de infantería y de artillería, el cuartel de la Guardia Civil, las dependencias del Gobierno y la Radio estaban en sus manos. Sólo el barrio bajo de Triana seguía resistiendo. Allí, los irritados y levantiscos obreros habían prendido fuego a once iglesias, a la fábrica de tractores de don Félix Moreno y a la fábrica de sedas del editor de Luis Bolín, marqués de Luca de Tena.

Córdoba fue conquistada por los rebeldes a la puesta del sol. Lo propio ocurrió con Algeciras y Jerez. El puerto vital de Cádiz fue conquistado por un comandante de cuarenta y un años, llamado Manuel Baturone, el cual habría muy pronto de alcanzar mayor fama como «liberador de Andalucía». Granada se tambaleaba. Málaga, intimidada su guarnición por la Armada española, permaneció leal a la República. En África, la última resistencia al alzamiento fue sofocada al anochecer.

Pero si las ciudades andaluzas se habían pasado a la rebelión, el campo había permanecido fiel a la República. Los frenéticos anuncios de Radio Sevilla, difundidos con los rebeldes a la puerta, habían sido oídos. Uno tras otro, los pueblos entre Sevilla y Córdoba fueron tomados por las turbas socialistas y anarquistas. A Palma del Río le llegó el turno al mediodía.

Una vez más, los trabajadores de la Casa del Pueblo, entre los que marchaba orgullosamente José Benítez, se dirigieron al Ayuntamiento pidiendo autorización para registrar el pueblo en busca de armas. Y, una vez más, el alcalde socialista, siguiendo instrucciones de Córdoba, les negó el permiso. Pero esta vez, Juan de España, el hijo de veinticuatro años del colchonero, no quiso volver atrás. Arengando a la multitud para que le siguiera, asaltó el Ayuntamiento.

En cuanto hubo penetrado en él, destituyó al alcalde y anunció desde el balcón que Palma del Río sería ahora gobernada por un Comité Revolucionario, del cual se proclamó jefe. Nombró, como adjuntos suyos, a su cuñado y a un albañil de veintiún años llamado Rafael Limones.

La primera medida tomada por el nuevo jefe de Palma fue ordenar a sus seguidores que registraran el pueblo en busca de armas. La improvisada milicia fue de casa en casa, rasgando colchones, derribando armarios, cavando al pie de los tilos en los patios de los comerciantes y burgueses del pueblo. A medida que avanzaba la tarde, se iba elevando en la plaza del pueblo un heterogéneo montón de armas viejas y oxidadas. Había un puñado de carabinas, varias docenas de escopetas y rifles de caza y unas cuantas pistolas.

Mientras tanto, Juan de España ordenó que se abrieran las cámaras acorazadas de los dos Bancos de Palma, sucursales del Banco Hispano Americano y del Banco Español de Crédito. Custodiados por una escolta de hombres armados con viejas pistolas y escopetas de caza, sus secuaces llevaron al Ayuntamiento los billetes que encontraron. Allí, el tesoro de Palma del Río fue amontonado sobre la desvencijada mesa de un despacho contiguo al de Juan de España. Dos de sus milicianos montaron guardia junto a la montaña de billetes de Banco, mientras sus compañeros miraban embobados, desde la puerta, aquel tosco montón de dinero que, a la luz de su menguada imaginación, debía parecerles suficiente para satisfacer las necesidades de toda España.

Juan de España condujo personalmente una expedición a la hacienda más próxima al pueblo, que era la de Pepe Martínez. Como los otros grandes terratenientes de la región, Martínez había huido a Sevilla. Sin embargo, se había dejado su Packard negro de ocho cilindros. Juan de España lo requisó inmediatamente para su uso personal. Después, como si acabara de ocurrírsele la idea, hizo de la hacienda de Martínez su residencia revolucionaria.

Más tarde, en la plaza del pueblo, distribuyó entre sus seguidores el heterogéneo montón de armas recogidas durante la tarde. José Benítez figuró entre los que recibieron un arma. Por primera vez en su vida, el apacible camarero del café de Niño Vallés se encontró con un arma de fuego entre las mano. Como muchos de sus camaradas palmeños, Benítez no tenía la menor idea del funcionamiento del arma que le había sido entregada. Riendo como niños con juguetes nuevos, empezaron a alborotar en la plaza, frente a la Casa del Pueblo, tratando de averiguar cómo funcionaban las armas. Según la señora Vallés, parecían «tan orgullosos que se hubiera dicho que el solo hecho de tocar un arma borraba para ellos siete siglos de vergüenza».

Sin embargo, las armas que empuñaban José Benítez y sus camaradas palmeños no eran para divertirse. Al anochecer, Juan de España ordenó el ataque al puesto de la Guardia Civil. Allí esperaba apoderarse de las modernas carabinas del sargento Emilio Patón y de su depósito de municiones.

Los ocho guardias rebeldes de Palma del Río habían recibido al amanecer el refuerzo de un puñado de paisanos, todos ellos conocidos por sus ideas derechistas y seguros de que sus nombres figuraban en la lista de vecinos condenados a muerte por Juan de España. Entre ellos se hallaban el secretario del Ayuntamiento, el carpintero del pueblo y los tres hermanos Romero, propietarios y operarios de la barbería más importante de Palma del Río.

Durante el día, habían fortificado su cuartel con piedras y sacos terreros, mientras sonaba en las calles aledañas el alegre griterío de los milicianos de Juan de España. Ahora, a la última luz de la tarde, el sargento Emilio Patón y los hombres de tricornio de charol esperaban que sonase el primer disparo, indicador del ataque de aquel pueblo vengativo.

Este disparo salió del campanario de Nuestra Señora de la Asunción, la iglesia parroquial medio en ruinas de Palma. Allí, un miliciano pasó junto a un nido abandonado de cigüeñas y disparó sobre el patio del sitiado cuartel. Y lo hizo con tanta puntería que alcanzó a uno de los hombres de Patón en la cabeza. El guardia se tambaleó y cayó al suelo; fue la primera víctima de la guerra civil en Palma del Río.

Sus compañeros, furiosos, lanzaron una ráfaga de tiros contra las casas que los rodeaban. La milicia de Juan de España se retiró prudentemente. No conquistarían aquella noche el puesto rebelde de la Guardia Civil. Como Toledo, Palma del Río tendría su Alcázar; el humilde cuartel enjalbegado de su Guardia Civil resistiría en los días venideros los furiosos ataques del populacho.

Aquella noche, los jubilosos milicianos de Palma llenaron el café de Niño Vallés. Su atención se centraba en una nueva adquisición del establecimiento: un aparato de radio custodiado por José Benítez y el otro camarero. Era uno de los pocos receptores de radio de Palma, confiscado por la tarde en casa del primer veterinario del pueblo, Miguel Prieto. Ahora, día tras día, el pueblo de Palma seguiría, en la radio del veterinario, el trágico desarrollo de la guerra civil que se extendía por toda España. Y percibirían los ecos de otra guerra, de la pequeña y sórdida guerra de ondas que las facciones en disputa habían de librar durante tres años, hasta las últimas horas del brutal conflicto.

Esta guerra estalló a las ocho de la tarde de aquel sábado 18 de julio de 1936, mediante una emisión en una longitud de onda muy parecida a la de Radio Madrid. Las nuevas ondas difundieron el ronco sonido de una voz española. Era la voz del general Queipo de Llano, conquistador de Sevilla, que hablaba por primera vez a través de la Radio que había ocupado triunfalmente unas horas antes.

Dos horas más tarde, otra voz resonó en el atestado café de Niño Vallés. Procedía de Radio Madrid, y durante tres años sus tonos estridentes arengarían a los defensores de la República y serían símbolos de su resistencia y de sus esperanzas. Era la voz de Dolores Ibárruri, comunista, cuyo apasionado acento la haría famosa en todo el mundo bajo el nombre de
la Pasionaria
. Aquella noche, se dirigió a las mujeres de España.

«Luchad con cuchillos, con aceite hirviente —chilló—. Es preferible morir de pie que vivir de rodillas».

Y después, mientras la aclamaban los trabajadores del café de Niño Vallés, lanzó por primera vez la retadora frase que había de convertirse en su grito de guerra y en el grito de guerra de la moribunda República Española: «¡No pasarán!»

Ningún ronco graznido de la radio turbaba la calma del lúgubre cuarto de Hotel. Lo único que oía Luis Bolín era el regular chasquido de las olas sobre la arena de la playa, bajo sus cerradas ventanas.

Sentado frente a él, en mangas de camisa y floja la corbata, se hallaba el general por el cual había maniobrado tan astutamente y se había arriesgado tanto Luis Bolín. El general masticaba un bocadillo de queso.

La presencia de Franco en aquel Hotel de tercera clase, en una playa desolada a quince kilómetros al sur de Casablanca, era un grave riesgo que pesaba sobre la ansiosa mente de Bolín. Éste no tenía aún la menor noticia del sitio adonde había de llevar al hombre elegido para dirigir el levantamiento de su nación. Radio Madrid había difundido ya a todo el mundo la noticia de la dramática fuga de Franco de las islas Canarias.

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