También yo tenía motivos para estar agradecido a Su Excelencia. Un día, reparando en mi tristeza, me preguntó qué me ocurría y le expliqué que me concomía no saber qué había sido de mi Hudson. Entonces se encargó de que se enviaran cartas a todos los puertos del mundo donde comerciaban los ingleses, dando órdenes de que todo navío de la Marina inglesa efectuara indagaciones sobre su paradero.
—Va a llevar tiempo, y no te prometo nada —me advirtió—, pero podemos intentarlo.
Era una persona amable.
Cuando ya llevaba más de un año con él, me dio una enorme sorpresa.
Lady Cornbury era una dama esbelta y elegante. Aunque no teníamos ocasión de hablar casi nunca, siempre era educada conmigo. Yo sabía que le causaba algunos quebraderos de cabeza a Su Excelencia. A veces lo encontraba al lado de una mesa donde se acumulaban las facturas de sus gastos.
—¿Cómo vamos a pagar todo esto? —murmuraba.
Y es que Su Excelencia no era tan rico como la gente suponía. De todas maneras, cuando estaban juntos se los oía reír a los dos.
Un día Su Excelencia me dijo que él y su esposa iban a cenar a solas con dos amigos que acababan de llegar de Londres.
—Ahora te voy a necesitar, Quash —me informó por la tarde, una vez que lo hube afeitado y preparado su ropa—. Quiero que bajes a abrir la puerta a los invitados y sirvas la mesa.
Me fui pues a abrir la puerta al caballero inglés y a su esposa y los conduje a la sala principal de recepción, donde los aguardaba lady Cornbury, a la espera de que bajara su marido. Al cabo de un rato, lady Cornbury me informó de que iba a haber otro invitado, una gran personalidad que llegaba de incógnito, a quien debía abrir la puerta y anunciar. Cuando me dijo a quien debía anunciar, me faltó poco para desmayarme. Hice lo que me pedía, con todo, y cuando abrí la puerta, allí estaba la persona esperada.
—Su Majestad la Reina —anuncié en voz bien alta.
Delante de mis propios ojos, entró la reina Ana. Lo curioso fue que, cuando pasó a mi lado, me di cuenta de que era Su Excelencia.
Se había puesto un vestido que pertenecía a su esposa. Aunque era bastante ceñido, lo lucía con donaire, y debo decir que se movía con gracia. También llevaba una peluca de mujer. Después de que yo lo hubiera afeitado, se había empolvado y pintado tan bien la cara que habría podido pasar por una mujer muy atractiva.
—¡Vaya por Dios, Corny! —exclamó el caballero inglés—. Me habéis provocado un sobresalto. Aunque os delata la estatura, presentáis un parecido extraordinario con ella. ¡Asombroso!
—Es mi prima hermana, como sabéis —dijo, muy complacido, Su Excelencia.
—Enseñadnos la pierna —pidió la dama inglesa. Entonces Su Excelencia se levantó la falta y nos mostró la pierna que, recubierta de una media de seda, se veía muy delicada. Después la movió de una manera que casi me hizo sonrojar—. Caramba, Corny —exclamó, riendo—, podrías haber sido una mujer.
—A veces lo es —declaró calmadamente lady Cornbury.
Luego Su Excelencia se paseó por la sala dispensando reverencias a sus invitados, que lo correspondieron con aplausos.
Yo les serví la cena y todos estuvieron muy alegres. Su Excelencia se quitó la peluca, aduciendo que le daba demasiado calor. Contaban anécdotas de la gente que conocían en la corte inglesa. A mí me alegró verlos tan contentos porque me parecía que, aun teniendo una elevada posición en Nueva York, el gobernador y su esposa debían de echar de menos el teatro, la corte y sus amistades de Londres.
Su Excelencia quedó, al parecer, complacido con la velada, porque al cabo de un mes, preparó otra. Yo lo ayudé a acicalarse y él tuvo que forcejear bastante con el vestido de lady Cornbury, que era demasiado estrecho para él.
—Tendremos que ponerle algún remedio —me dijo.
Aquella vez tuvimos como invitados dos caballeros pertenecientes a las grandes familias holandesas partidarias de los ingleses, un Van Cortlandt y un Philipse. Se quedaron muy asombrados con la entrada de la Reina y, puesto que ninguno de los dos la había visto, tardaron unos minutos en captar la broma. No creo, sin embargo, que disfrutaran con la representación de Su Excelencia, aunque por educación, no lo expresaron.
Igual que en la ocasión anterior, aquello tuvo lugar en la casa del gobernador situada en el fuerte. Una vez que se hubieron ido los invitados, Su Excelencia tenía ganas de tomar el aire, así que me pidió que lo acompañara a las almenas de la fortaleza que daban al puerto.
Hacía una noche magnífica, llena de estrellas que lucían en el cielo y se reflejaban en el agua. Allá arriba había un centinela. Primero nos dedicó una ojeada, suponiendo que era lady Cornbury. Después, al darse cuenta de que no era así, se quedó mirando con más fijeza, pero con la oscuridad, no alcanzó a distinguir de qué dama se trataba.
—Debió de ser desde este lugar donde Stuyvesant observó a los ingleses que venían a tomar la ciudad —me comentó Su Excelencia.
—Me parece que sí, milord —respondí.
Nos quedamos un rato allí y después volvimos.
—Buenas noches —dijo el gobernador al pasar junto al centinela.
Al oír una voz de hombre, el centinela casi dio un brinco. Seguro que se quedó observándonos mientras nos alejábamos. Al llegar abajo, le dije a Su Excelencia que el guardián se había quedado estupefacto al oír una voz masculina en boca de una dama y que no sabía si se habría dado cuenta de quién era.
—¿Le hemos dado un susto? —contestó simplemente Su Excelencia, riendo.
Entonces comprendí que, al ser un personaje de tanta alcurnia, el gobernador no creía que tuviera importancia lo que pensara el centinela, pero para mis adentros me dije que aquello era un punto débil para él.
De aquellas veladas saqué asimismo dos conclusiones. La primera, que a Su Excelencia le agradaba recordar a la gente que la reina era prima suya y que se parecía a ella. La segunda, que, tanto si era para representar a la reina Ana como si no, le gustaba disfrazarse de mujer.
El caso es que después de aquello, me había ganado los favores del gobernador; y él no había olvidado que fue a través de la familia Van Dyck como llegué a su servicio. Un día mandó llamar a Jan al fuerte. Yo servía en la sala cuando él llegó. En ese momento había varios contratos gubernamentales que distribuir y Su Excelencia cogió uno de ellos y se lo entregó.
—Me prestasteis un buen favor vendiéndome a Quash —recordó—. Quizá podríais proveer de estos artículos al gobierno de Su Majestad.
Cuando Jan leyó el contrato, observé que abría mucho los ojos.
—Su Excelencia es muy amable —respondió—. Quedo en deuda con vos.
—En ese caso —añadió Su Excelencia—, tal vez podríais hacer algo por mí.
Abrió una pausa, esperando.
—Sería para mí un placer —propuso con entusiasmo Jan— dar cincuenta libras a Su Excelencia, si me hiciera el honor de aceptarlas.
Entonces Su Excelencia declaró magnánimamente que sí aceptaba. Y todo aquello fue de gran interés para mí, como una explicación de la manera como se llevan a cabo los asuntos de gobierno.
Yo seguí observando atentamente a Su Excelencia con la intención de ver cómo podía complacerlo. Poco después de aquello tuve la suerte de pasar delante de la tienda de uno de los sastres de Dock Street. Allí vi unas amplias enaguas de seda que calculé que serían de la talla de Su Excelencia. Como siempre había guardado el dinero que llegaba a mis manos, no tuve dificultad para comprarlas, y esa misma noche cuando estábamos solos, las entregué a Su Excelencia.
—Son para la próxima vez que Su Excelencia vaya a ser Su Majestad —le dije.
Se las probó enseguida, encantado.
—Lo que necesito es un vestido igual de ancho —señaló.
Yo había reparado en que cada vez que se vestía de reina, sus hijos no estaban en casa, y de eso deduje que Su Excelencia aún tenía ciertos reparos sobre lo que pudiera pensar la gente de su costumbre. Por ello puse buen cuidado en nunca manifestar el menor asomo de burla en la manera de tratarlo. Una semana después de que le regalara las enaguas, se las puso debajo de un vestido para cenar a solas con su esposa.
—¿Encuentras extraño que me vista así? —me preguntó mientras lo ayudaba a vestirse.
—En África, el lugar de origen de mi pueblo, milord —repuse—, los grandes jefes de ciertas tribus se visten a veces de mujer. Pero sólo ellos tienen permitido hacerlo. Para nosotros es un signo de distinción especial.
Me lo había inventado, pero Su Excelencia lo ignoraba.
—Ah —dijo, muy complacido.
Pasaron los meses. De vez en cuando Su Excelencia representaba el papel de la Reina o, algunas veces, prefería pasearse simplemente disfrazado de mujer.
Fue durante ese año cuando lady Cornbury empezó a encontrarse mal. No sabiendo qué mal la aquejaba, los médicos la sangraron, le dieron remedios de hierbas y le recomendaron reposo. La vida en la casa siguió más o menos el mismo curso. Su Excelencia se interesaba a menudo por los estudios de su hijo o hacía compañía a Theodosia por las tardes y le leía algo. También advertí que, estando enferma su esposa, Su Excelencia estaba a veces inquieto por la noche y caminaba solo por sus aposentos; y cuando hacía eso, con frecuencia iba vestido de mujer.
Llevaba un tiempo rumiando cómo podía aprovechar para utilidad propia aquella situación, cuando un día, estando en el mercado, vi ni más ni menos que a Violet, la mulata de East River a la que solía visitar hacía mucho. Aunque se veía mucho más vieja, la reconocí y ella también me reconoció a mí. Iba con una niña de unos nueve años, que era su nieta.
—¿Y no podría ser mi nieta también? —le pregunté en voz baja.
—Puede que sí —contestó, riendo.
Aquella niña se llamaba Rose y, por lo visto, era muy veloz en el manejo de la aguja. Violet buscaba a alguien que le diera trabajo con regularidad. Cuando le expliqué que ahora mi amo era el gobernador, me preguntó si podía interceder por ella.
—Espera un poco, a ver —le dije.
Al día siguiente me puse manos a la obra. Utilizando una armazón de mimbre, reproduje a grandes rasgos los contornos del cuerpo del gobernador. Por fortuna, como siempre fui hábil con las manos, no fue una tarea difícil. Utilizando una de sus camisas, efectué ajustes hasta considerarla perfecta. Luego compré telas de seda y lino. Me costaron una proporción considerable de mis ahorros, pero lo hice confiado en recibir algo a cambio. Después cogí un vestido viejo de lady Cornbury que ya no se ponía nunca. A continuación cargué todo aquello en un carro y lo llevé a casa de Violet.
—Su Excelencia desea regalar un vestido a una amiga que vive en Long Island —le expliqué—. Ésta es la forma de su cuerpo, pero no estamos seguros de su altura, de modo que hay que dejar larga la falda para después poder hacer el dobladillo.
Después le enseñé el vestido que había traído para utilizarlo como modelo y le dije que si Rose podía hacerlo a cambio recibiría una buena paga.
—Lo hará —me aseguró Violet.
Me fui, advirtiéndoles que regresaría al cabo de dos semanas. Cuando volví estaba terminado, en efecto. Entonces fui a ver a Su Excelencia y le dije que tenía un vestido que creía que le ajustaría mejor. Cuando lo vio, observó la tela y pasó la mano sobre la seda para luego dictaminar que la había elegido bien. Le iba perfectamente. Yo mismo cosí el dobladillo entonces, y Su Excelencia quedó encantado.
—Cuesta un poco caro, milord —señalé.
Luego le di una cifra menor de lo que le hubiera cobrado cualquier sastre de la ciudad y él me entregó de inmediato el dinero. Al día siguiente, pagué a Rose por su trabajo. Era una suma pequeña, pero suficiente para que se conformara. Y después esperé.
Entonces resultó que lady Cornbury experimentó una considerable mejoría. Su Excelencia y ella reanudaron su vida de siempre. En más de una ocasión él se puso aquel vestido para la cena y fue de su total satisfacción. Al cabo de un tiempo, no obstante, me pidió otro, tal como yo preveía. Le respondí que creía poder conseguirlo, pero al día siguiente volví con cara larga.
—Hay un problema, Excelencia —le dije.
Le expliqué que el modisto que me había vendido el vestido estaba abrigando sospechas. Me había preguntado si no era el esclavo del gobernador y me había dicho que si su esposa quería un vestido no le iban a conceder crédito. Su Excelencia exhaló un gruñido al oír aquello.
—Quieren saber para quién va a ser el vestido —añadí—, y como no me ha gustado la cara que ha puesto el modisto, le he dicho que debía consultar a mi señora.
Lo cierto era que pese a que yo había inventado aquello, Su Excelencia sabía que cada vez era más impopular entre los holandeses, los presbiterianos y otros sectores de la población. Tenía enemigos. También los tenía su esposa, a causa de las facturas impagadas. Aparte habían corrido algunos rumores sobre la estrafalaria manera de vestirse de Su Excelencia, los suficientes para que incluso un hombre orgulloso como él optara por la prudencia.
—Has hecho bien —aprobó—. Supongo que será mejor que dejemos esto por el momento.
Yo percibí de todas maneras su decepción, así que esperé unos días. Después, una tarde en que lo vi un poco triste, pasé a la acción.
—He estado pensando, Excelencia, que podría haber una solución para nuestro problema —declaré.
—¿Sí? —dijo.
—Sí —confirmé.
Entonces le expliqué que siempre había considerado que, si algún día obtenía la libertad, podría abrir una pequeña tienda en la ciudad para vender toda clase de artículos para señoras y confeccionar vestidos también. Creía que Jan y la señorita Clara invertirían en mi negocio y me aportaría clientes. Ya tenía incluso pensada una costurera a la que podría emplear.
—Si tuviera ese negocio —dije—, podría hacerle a Su Excelencia todos los vestidos que quisiera, y nadie haría preguntas, porque la gente ya no me vería como vuestro esclavo. Nadie salvo yo sabría siquiera que os tendría por cliente. También podría confeccionar ropa para lady Cornbury, y por supuesto, en lo que a Su Excelencia se refiere, mi interés no sería sacar beneficios. Os suministraría ropa a vos y a vuestra esposa a precio de coste.
—¿A precio de coste? —preguntó.
—Sí —asentí—, y no sólo vestidos, Excelencia, sino también enaguas, medias de seda y cualquier prenda que vos o vuestra esposa pudierais desear.
—Hum —musitó Su Excelencia—. ¿Y el precio de ello sería concederte la libertad?