Aparte, había que tomar en cuenta el tema del dinero. Dada su juventud, Sarah querría seguramente tener un hijo o dos. ¿Podía permitirse pagar una nueva casa, con colegios privados y todo lo demás? Si realmente se aplicaba en ello, Charlie consideraba que podría ganar muchísimo más que hasta entonces. La compañía de Sarah sería una inspiración para él. La exposición de Keller había sido un rotundo éxito y el contrato del libro podría reportar bastante dinero. Les transferiría una parte a los Keller que quedaban, desde luego, pero en realidad no estaba obligado a darles un porcentaje concreto. Edmund lo había dejado a su discreción, y nadie podía decir que no se hubiera hecho cargo de todo el trabajo. Por ese lado, ya estaba entrando algo de liquidez.
Además, si iba a abandonar realmente el club, por así decirlo, podría incluso dar un paso más allá. El pequeño Gorham saldría adelante con la educación en centros privados que él le costeaba y el dinero de su madre. Las expectativas de Sarah con respecto a sus hijos serían, sin duda, diferentes. ¿Y si se instalaban en otro vecindario como Greenwich, donde había escuelas municipales tan buenas como los centros privados? Era una posibilidad. Ponderando todo aquello, Charlie sentía como si su vida se inundara de una nueva e intensa luz, embargado por una sensación de libertad.
En resumidas cuentas, era un hombre de edad madura enamorado de una mujer más joven que él.
Era un tibio y placentero día de mayo, casi tocando al mes de junio. Acababan de ir a ver una colección de grabados en la Biblioteca Pública de Nueva York y justo salían a las amplias escalinatas.
—En la familia conservamos el recuerdo de una tradición asociada a este lugar —informó Charlie a Sarah.
—¿De qué se trata?
—Se remonta a la época en que aquí había un depósito de agua. Éste es el sitio donde mi bisabuelo pidió a mi bisabuela si quería casarse con él. Supongo que hoy en día podría resultar un poco peligroso.
—Letal. ¿Y fueron felices?
—Sí. Su matrimonio fue todo un acierto, según tengo entendido.
—Qué bien.
De repente Charlie hincó una rodilla en el suelo.
—Sarah ¿quieres casarte conmigo?
—Ya veo —contestó ella, riendo—. Debió de ser muy romántico.
Charlie no se levantó, sin embargo.
—Sarah Adler, ¿quieres casarte conmigo?
Un par de personas que subían por las escaleras se quedaron mirando con curiosidad a Charlie y luego se pusieron a cuchichear.
—¿Hablas en serio, Charlie?
—Como nunca en toda mi vida. Te quiero, Sarah, y deseo pasar el resto de mi vida contigo.
—Charlie, no imaginaba que… —Calló un instante—. ¿Me dejas un poco de tiempo para reflexionar?
—Todo el que necesites.
—Charlie, es que… me has tomado por sorpresa. Me siento muy halagada. ¿Estás seguro? Me parece que será mejor que te levantes ahora, porque estás atrayendo a una multitud —señaló con una sonrisa. Era cierto. Había media docena de personas que los miraban, algunas entre risas. Cuando se incorporó, le dio un beso—. Voy a tener que pensármelo muy en serio.
Rose Master se quedó muy sorprendida cuando, dos días después, el portero George la llamó para informarle, con una voz con la que daba a entender que mantenía a la visita esperando en la acera, de que una persona llamada señorita Adler deseaba verla.
—Hágala subir —indicó Rose. Acudió a abrir la puerta en persona y, una vez se encontraron en el salón, su sorpresa fue aún mayor cuando Sarah le preguntó si podía hablarle con confianza—. Por supuesto que sí —respondió con cautela—, si eso es lo que deseas.
—¿Le ha hablado Charlie de mí? —preguntó la chica.
—No. —Era cierto.
—Se quiere casar conmigo.
—Ah, comprendo.
—Por eso he venido a consultarle qué piensa al respecto.
—¿Has venido a consultarme?
—Por eso estoy aquí.
Rose se quedó mirándola un momento y luego asintió con aire pensativo.
—Es un detalle de tu parte, querida —aprobó, antes de marcar una pausa—. Eres muy lista.
Ella estaba sentada muy derecha en una silla y Sarah en el sofá. Dirigió la mirada hacia la ventana, por donde entraba la tenue luz de última hora de la tarde.
—Estoy segura de que quieres que sea sincera contigo.
—Se lo ruego.
—Pues bien, no creo que sea una buena idea, aunque entiendo que esté enamorado de ti.
—¿De una chica judía con gafas?
—Oh sí. Eres inteligente y atractiva… Supongo que debería haberse casado con alguien como tú de entrada. Yo me habría quedado horrorizada, desde luego. Bueno —añadió, encogiéndose de hombros—, tú me has pedido que fuera sincera.
—Así es.
—Es sólo que me parece que es demasiado tarde ahora. ¿Te gusta?
—Sí. He estado pensando mucho en esto. Le quiero.
—Qué suerte tiene Charlie. ¿Qué te gusta de él?
—Muchas cosas. Creo que es el hombre más interesante que he conocido.
—Eso es sólo porque es mayor que tú, querida. Los hombres mayores parecen interesantes, porque conocen muchas cosas, pero al final puede resultar que no lo sean tanto.
—Usted, que es su madre, ¿no cree que sea interesante?
Rose exhaló un suspiro.
—Yo quiero a mi hijo, querida, y deseo lo mejor para él, pero soy demasiado vieja para no querer ver la realidad. ¿Sabes cuál es el problema que tiene Charlie? Que es inteligente y puede que hasta tenga talento, pero viene de una familia rica, de solera. No es que él tenga dinero, claro, pero ésa es la clase a la que pertenece. La culpa es mía, siento decirlo. —Volvió a suspirar—. Y eso es porque yo siempre le di mucha importancia a esas cosas.
—¿Ahora ya no lo considera tan importante?
—Ahora ya soy vieja. Es extraño cómo cambia la manera de ver la vida cuando una envejece. Es como si… las cosas se alejaran de una.
—Nunca había conocido a nadie de esa categoría social antes de Charlie, señora Master. A mí me gustan sus modales. Lo encuentro hechizador.
—Lo es. Siempre lo ha sido. Pero te diré cuál es el problema con las personas como nosotros, querida: no tenemos ambición. —Calló un momento—. Bueno, a veces algunas personas de nuestra clase la tienen, como por ejemplo los dos Roosevelt. Dos presidentes salidos de una misma familia… de dos ramas muy diferentes de la familia, claro, pero de todas maneras… —Volvió a tender la vista por la ventana—. Charlie no es así. Sabe muchas cosas, tiene una conversación muy interesante, es muy considerado, es muy atento conmigo… pero no ha hecho nada en la vida, e incluso teniéndote a ti a su lado, querida, dudo que llegue a hacerlo. Es que él es así.
—¿Usted cree que se necesitan judíos emprendedores para llevar a cabo las cosas?
—Lo de los judíos no sé, pero en cuanto a lo de carácter emprendedor, desde luego que sí. —Observó a Sarah con gravedad—. Si mi hijo se casa contigo, querida, no sé cómo va a ser capaz de mantener a otra familia, pero incluso si consigue el dinero, será viejo mucho antes de que tú llegues a la vejez. Y a medida que pase el tiempo, me temo que vas a impacientarte con él. Mereces algo mejor. Eso es cuanto te puedo decir.
—No esperaba oírle hablar de este modo.
—Entonces no habrías averiguado nada de interés, ¿no?
—No —convino Sarah—, supongo que no.
El viernes Sarah fue a casa de sus padres como de costumbre. La reconfortó volver a estar con su familia y ponerse al corriente de las actividades diarias de sus hermanos. El sabbat transcurrió sin incidencias. Durante el servicio de la mañana, escuchó al rabino y trató de no pensar en nada más. Por la tarde, sin embargo, su hermano Michael le ganó tres partidas de damas con una facilidad increíble. Después permaneció sentada, concentrada en sus pensamientos.
¿Qué sentía por Charlie? En realidad no esperaba que él la pidiera en matrimonio de ese modo. No estaba preparada para ello. ¿Lo quería de veras?
Llegó a una conclusión cierta: cuando no estaban juntos, lo echaba de menos. Si veía una película que le gustaba, oía una pieza de música, o incluso un chiste, quería compartirlo con él. Hacía unos días, entró un cliente desagradable en la galería y, automáticamente se puso a pensar: «Ojalá Charlie estuviera aquí. Seguro que lo encontraría detestable».
Le gustaba vestirlo como creía que iba a lucir mejor. Le había comprado una bufanda azul que le sentaba muy bien. Claro que él tenía aquel horrible sombrero viejo que se negaba en redondo a dejar de usar… En el fondo no le importaba, sólo le suponía un desafío calcular cuánto tiempo tardaría en dar el brazo a torcer. En realidad le gustaban los desafíos. Si hubiera cedido sin oposición, habría quedado decepcionada.
¿Cómo se sentiría entonces teniendo a Charlie por marido? Muy bien. En cuanto a lo de tener un niño que se pareciera a Charlie, o una niña que él pudiera mimar… le parecía la perspectiva más maravillosa del mundo.
Estaba, no obstante, el asunto de la religión. ¿Insistiría la familia Master en que ella o sus hijos fueran cristianos? Ese punto no podía aceptarlo. De todos modos, el hecho de que Charlie no hubiera planteado la cuestión indicaba que no era algo importante para él. Había previsto que la anciana señora Master planteara objeciones al respecto, pero a menos que estuviera fingiendo, no parecía tener muchos reparos por el hecho de que Sarah fuera judía. Todo apuntaba a que los episcopalianos Master no eran muy estrictos en cuestiones de observancia religiosa.
En lo que a ella respectaba, pese al cariño que le inspiraba la tradición de su pueblo, se creía muy capaz de vivir en Manhattan como una judía seglar e incluso educar a sus hijos en esa línea… a condición de que pudieran estar en contacto con su herencia cuando fueran a ver a sus padres. Si Charlie estaba dispuesto a aceptar aquello, podría adaptarse. Sabía que no era una empresa imposible. Conocía a varios matrimonios mixtos que parecían felices.
Todavía quedaba, con todo, un enorme problema por resolver: sus padres. Su padre, sobre todo. Todo el mundo conocía la postura de Daniel Adler.
¿Podría servir de algo el hecho de que a su padre le hubiera caído bien Charlie?
—Me tenía preocupado que te fueras a vivir a Manhattan —le había dicho tiempo atrás—, pero la galería es seria, se nota. Y tu cliente, el señor Master, es un hombre distinguido, una buena persona.
Charlie le había causado una buena impresión, no cabía duda. Quizás aquello podría allanar el camino.
Además, siempre podía argüir con su padre que sus nietos serían de todos modos judíos puesto que tendrían una madre judía. Tal vez Daniel Adler podría resignarse a tener hijos laicos, siempre y cuando acudieran a su casa por la Pascua, para que pudiera educarlos. «Al fin y al cabo, de este modo —ya se imaginaba diciéndole—, tendrán la posibilidad de elegir cuando sean mayores. No hay nada que impida que un hijo mío llegue a ser rabino incluso, si así lo desea».
Aquéllas eran las esperanzas, los cálculos, los concisos argumentos que Sarah inventaba a solas en su casa, pensando en el hombre que amaba.
Quizá podría funcionar. No lo sabía. Quizás al terminar la semana tendría las ideas más claras. Entre tanto, resolvió que lo mejor sería no hablar con nadie de aquello.
Por eso la tomó totalmente desprevenida lo que de repente le dijo esa noche su madre cuando estaban en la cocina, antes de irse a acostar.
—Por lo visto ese hombre, el señor Master, se está enamorando de ti.
Por fortuna, la sorpresa de Sarah fue tan mayúscula que tardó en reaccionar.
—¿Qué quieres decir? —alcanzó a articular.
—Vaya, tú no sabes nada —exclamó Esther Adler, levantando los brazos.
—¿Quién iba a pensar tal cosa? ¿Y por qué?
—Tu hermana. Me lo dijo hace dos días. Se dio cuenta cuando estuvo aquí. Estaba hablando con él cuando te pregunté por el nieto de Adele Cohen y nos oyó. Según Rachel, estaba escuchando con tanta atención que ni siquiera respondió a las preguntas que le hacía ella.
—¿Y eso significa que está enamorado de mí?
—¿Por qué no?
—Tú querrías que todo el mundo se enamorase de mí, madre. Además, no es judío.
—He dicho que estaba enamorado de ti, no que pudiera casarse contigo.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que tengas cuidado.
—Lo tendré, madre. ¿Algo más?
—Si necesitas hablar conmigo, Sarah, puedes hacerlo, pero no hables con tu padre ¿comprendes?
—No, no lo entiendo. ¿Y ahora puedo ir a acostarme?
—Conmigo siempre puedes hablar —reiteró su madre encogiendo los hombros.
«Esperemos que así sea», se dijo Sarah. Por el momento, sin embargo, optó por escapar escaleras arriba.
La mañana del domingo fue apacible. Sarah y su madre prepararon tostadas francesas para los chicos. Su padre se fue a tocar el piano abajo. Después de unas cuantas escalas, comenzó a tocar Chopin. Sonaba muy bien.
Qué feliz se sentía… qué contenta estaba de tener un hogar como aquél. Charlie sería feliz en aquel entorno, pensó. Se encontraría a gusto leyendo el periódico del domingo mientras su padre tocaba el piano abajo. Con su amplitud de miras y su calado intelectual, para él no supondría una transición difícil.
¿Debía hablar con su madre del tema? ¿Debía decirle la verdad después del desayuno, cuando estuvieran solas? No estaba segura.
Sus hermanos aún comían cuando oyó que llamaban a la puerta. Su madre estaba ocupada cocinando y como era inútil esperar que los chicos se levantaran de sus sillas, fue a abrir ella misma. Por un momento, pese a que sabía que se encontraba en Manhattan con su hijo, concibió la descabellada esperanza de que fuera Charlie.
Abrió la puerta.
Dos personas aguardaban frente al umbral. La mujer, rubia, de unos cincuenta y pico años, le resultaba del todo desconocida. El hombre era corpulento y vestía una chaqueta negra y sombrero de fieltro. Se quedó observándolos en silencio.
—Perdonen que lleguemos tan temprano —se disculpó, incómoda, la mujer con acento británico.
—¿Qué, no vas a invitar a entrar a tu tío Herman? —dijo el hombre.
Se encontraban de pie en la cocina. Abajo, su padre seguía tocando el piano, ignorante de su presencia.
—Ya te dije que tocaba bien —señaló el tío Herman a su esposa.
—No debiste haber venido —le reprochó la madre de Sarah—. Debiste haber escrito, o llamado por teléfono, al menos.
—Yo ya se lo advertí… —adujo la mujer del tío Herman, pero nadie le prestó atención.